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El cielo está en calma. A lo largo de la vía, el médico le suplica a Schuster que le confíe a los heridos que todavía puede salvar, pero el teniente no quiere ni oír hablar de eso. Por la noche, los cargan en los vagones en el momento mismo en que una locomotora llega a Montélimar.

***

Hace casi una semana que las fuerzas francesas libres han pasado a la ofensiva. Los nazis están perdiendo, y empieza su retirada. Las vías del tren, como la Nacional 7, son objeto de violentos combates. Tras desembarcar en Provenza, los ejércitos americanos y la división blindada del general De Lattre de Tassigny avanzan hacia el norte. El valle del Rin es un callejón sin salida para Schuster, pero las fuerzas francesas se repliegan para dar apoyo a los americanos que tienen como objetivo apoderarse de Grenoble, y se trasladan a Sisteron. Ayer todavía no teníamos ninguna posibilidad de cruzar el valle, pero momentáneamente los franceses han levantado el cerco. El teniente está decidido a aprovechar la situación. O pasan ahora o no lo harán nunca. En Montélimar, el convoy se detiene en la estación, en la vía por donde pasan los trenes que bajan al sur.

Schuster quiere deshacerse lo antes posible de los muertos y entregarlos a la Cruz Roja.

Richter, jefe de la Gestapo de Montélimar, está allí. Cuando la responsable de la Cruz Roja le pide que le entregue también a los heridos, él se niega categóricamente.

Entonces, ella da media vuelta y se va. Él le pregunta adónde va.

– Si no me deja llevarme a los heridos conmigo, entonces tendrá que apañarse usted con sus cadáveres.

Richter y Schuster lo discuten, acaban cediendo pero juran volver a buscar a sus prisioneros en cuanto se hayan curado.

Desde los ventanucos de nuestros vagones, vemos a nuestros compañeros partir en camillas, algunos gimen, otros ya no dicen nada. Los cadáveres están alineados en el suelo de la sala de espera. Un grupo de ferroviarios los mira con tristeza, se quitan sus gorras y les rinden un último homenaje. La Cruz Roja hace evacuar a los heridos al hospital, y para disuadir a los nazis que todavía ocupan la ciudad de intentar acabar con ellos, la responsable de la Cruz Roja se inventa que todos padecen tifus, una enfermedad terriblemente contagiosa.

Cuando las camionetas de la Cruz Roja se van, conducen a los muertos al cementerio.

Entre los cuerpos que yacen en la fosa, la tierra se cierra sobre los rostros de Jacques y François.

20 de agosto

Estamos de camino a Valence. El tren se detiene dentro de un túnel para protegerse de un escuadrón de aviones. El oxígeno es tan escaso que perdemos todos el conocimiento. Cuando el convoy llega a la estación, una mujer aprovecha una distracción de un Feldgendarme para mostrar un cartel desde la ventana de su domicilio. En él puede leerse: París está rodeado, tened coraje.

21 de agosto

Cruzamos Lyon. Algunas horas después de pasar nosotros, las fuerzas francesas del interior incendian los depósitos de carburante del aeródromo de Bron. El Estado mayor alemán abandona la ciudad. El frente se acerca a nosotros, pero el convoy continúa su camino. En Chalon, nuevo obstáculo: la estación está en ruinas. Nos cruzamos con miembros de la Luftwaffe que se dirigen al este. Un coronel alemán está a punto de salvarles la vida a algunos prisioneros. Le exige a Schuster dos vagones en el tren; sus soldados y sus armas son mucho más importantes que los despojos humanos que el teniente tiene a bordo. Los dos hombres llegan casi a las manos, pero Schuster es duro de pelar. Piensa llevar a todos esos judíos, metecos y terroristas a Dachau. Ninguno de nosotros será liberado, y el convoy vuelve a ponerse en marcha.

En mi vagón, la puerta se abre. Tres jóvenes soldados alemanes desconocidos nos dan unos quesos y la puerta vuelve a cerrarse enseguida. Llevamos treinta y seis horas sin recibir ni agua ni alimentos. Los compañeros organizan enseguida un reparto equitativo.

En Beaune, la población y la Cruz Roja vienen a ayudarnos. Nos traen algo con lo que arreglarnos un poco. Los soldados se apoderan de cajas de vino de Borgoña. Se emborrachan y, cuando el tren vuelve a ponerse en marcha, juegan a disparar con la metralleta a las fachadas de las casas que están junto a la vía.

Hemos recorrido apenas treinta kilómetros, y ahora estamos en Dijon. En la estación, reina una confusión terrible. Ningún tren puede subir hacia el norte. La batalla por la red ferroviaria causa estragos. Los ferroviarios quieren impedir que el tren vuelva a salir. Los bombardeos son incesantes. Pero Schuster no se va a dar por vencido y, a pesar de las protestas de los obreros franceses, la locomotora silba, sus bielas se ponen en movimiento, y empieza a remolcar su terrible cortejo.

No llegará muy lejos, más adelante los raíles están desplazados. Los soldados nos hacen descender y nos ponen a trabajar. Ahora hemos pasado de ser deportados a ser forzados. Bajo un sol abrasador, ante los Feldgendarmes que nos apuntan con sus fusiles, volvemos a colocar los raíles que la Resistencia había desmontado. Schuster, de pie en la plataforma de la locomotora, nos grita que estaremos privados de agua hasta que completemos la reparación.

***

Dijon está detrás de nosotros. Al anochecer, empezamos a creer que podemos salvarnos. Los maquis atacan el tren, tomando las precauciones necesarias para no herirnos; enseguida los soldados alemanes responden desde la plataforma enganchada al final del convoy y rechazan el ataque enemigo. Pero los maquis no abandonan la lucha y nos siguen en esa carrera infernal que nos acerca inexorablemente a la frontera alemana; una vez que la hayamos cruzado, sabemos que no volveremos. A cada kilómetro que pasa bajo las ruedas del tren, nos preguntamos cuántos nos separan todavía de Alemania.

De vez en cuando, los soldados disparan al campo, ¿han visto alguna sombra que los preocupe?

23 de agosto

El viaje nunca ha resultado tan insoportable. Los últimos días han sido caniculares. No nos quedan ni víveres ni agua. Los paisajes que recorremos están devastados. Muy pronto hará dos meses que dejamos el patio de la prisión de Saint-Michel, dos meses de que empezara el viaje, y con los ojos hundidos en las órbitas de nuestros rostros demacrados, vemos que se nos marca el esqueleto en nuestro cuerpo descarnado. Los que se han resistido a la locura se sumergen en un profundo.

25 de agosto

Ayer se escaparon unos prisioneros. Nitti y algunos de sus compañeros consiguieron arrancar las tablas y saltaron a las vías aprovechando la noche. El tren acababa de pasar la estación de Lécourt.

Encontraron el cuerpo de uno cortado en dos, a otro con la pierna arrancada; en total hubo seis muertos. Pero Nitti y otros consiguieron escapar. Nos reunimos alrededor de Charles. A la velocidad a la que circula el convoy, cruzaremos la frontera en cuestión de horas. Aunque nos sobrevuelan aviones a menudo, no nos liberarán.

– Sólo podemos contar con nosotros mismos -farfulla Charles.

– ¿Vamos a intentar el golpe? -pregunta Claude. Charles me mira y asiento con la cabeza. No tenemos nada que perder.

Charles nos explica su plan. Si conseguimos arrancar algunos listones del suelo, podremos escabullimos por el agujero. Por turnos, los compañeros sujetarán al que se cuele. A la señal, lo soltarán. Entonces, habrá que dejarse caer con los brazos pegados al cuerpo para que las ruedas no nos hagan picadillo. Sobre todo, no hay que levantar la cabeza, para no ser decapitado por el eje, que llegará a toda velocidad. Habrá que contar los vagones que pasarán por encima de nosotros, ¿doce, trece, tal vez? Después habrá que esperar, sin moverse, a que la luz roja del tren se aleje, antes de volver a levantarse. Para evitar soltar un grito que pudiera alertar a los soldados de la plataforma, el que salte deberá meterse un trozo de tela en la boca. Y mientras Charles nos hace repetir las instrucciones, un hombre se levanta y se pone manos a la obra. Tira con todas sus fuerzas de un clavo. Sus dedos se deslizan bajo el metal e intentan hacerlo girar sin descanso. El tiempo aprieta, ¿estamos todavía en Francia?