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18 de agosto

Tal vez el teniente alemán haya encontrado una solución a su problema. El tren vuelve a ponerse en marcha. En un cambio de agujas, un ferroviario ha abierto la cancela de un vagón. Tres prisioneros han conseguido escapar aprovechando un túnel. Otros lo harán un poco más tarde, a lo largo de los kilómetros que nos separan de Roquemaure. Schuster detiene el convoy al abrigo de una hondonada rocosa, ahí estará protegido de los bombardeos; durante los últimos días, nos han sobrevolado varias veces aviones ingleses o americanos. Pero en esa hondonada, tampoco nos encontrará la Resistencia. Ningún convoy puede cruzarse con nosotros, el tráfico ferroviario se ha interrumpido en todo el país. La guerra causa estragos y la Liberación avanza, igual que una ola que va cubriendo el país un poco más cada día. Es imposible cruzar el Ródano en tren, pero eso no supone problema alguno, Schuster nos lo hará cruzar a pie. Después de todo, ¿qué mejor que utilizar a los setecientos cincuenta esclavos que tiene para transportar las mercancías que llevan las familias de la Gestapo y los soldados que se ha jurado llevar de vuelta a sus casas?

Ese 18 de agosto, bajo un sol ardiente que quema la piel que nos han dejado las pulgas y los piojos, caminamos en fila. Debemos cargar en nuestros delgados brazos maletas alemanas y cajas de vino que los nazis han robado en Burdeos, lo que supone una crueldad añadida, teniendo en cuenta que nos morimos de sed. Los que caen inconscientes no volverán a levantarse. Una bala en la nuca acaba con ellos, igual que con los caballos que se han vuelto inútiles. Los que pueden ayudan a los demás a mantenerse en pie. Cuando uno vacila, sus compañeros lo rodean para ocultar su caída y lo levantan tan rápido como pueden, antes de que se dé cuenta algún centinela. A nuestro alrededor, se extienden viñedos hasta donde alcanza la vista. Están cargados de racimos de uva que el tórrido verano ha hecho madurar precozmente. Nos gustaría cogerlas y reventar sus granos en nuestras bocas secas, pero sólo los soldados, que nos gritan que nos quedemos en el camino, se llenan el casco y las saborean delante de nosotros.

Y nosotros pasamos, como fantasmas, a pocos metros de las cepas.

Entonces, me acuerdo de la letra de «La Butte Rouge». ¿La recuerdas? Quien beba ese vino, beberá la sangre de los compañeros.

***

Diez kilómetros ya, ¿cuántos, detrás de nosotros, yacen en las cunetas? Cuando pasamos por pueblos, la gente asustada mira nuestra fila avanzar. Algunos quieren venir a ayudarnos, y acuden a traernos agua, pero los nazis los empujan violentamente. Cuando los postigos de una casa se abren, los soldados disparan a las ventanas.

Un prisionero acelera el paso. Sabe que a la cabeza de la fila marcha su mujer, que ha bajado de uno de los primeros vagones del tren. Con los pies ensangrentados, consigue alcanzarla y, sin decirle nada, le quita la maleta de las manos y la lleva en su lugar.

Caminan uno junto al otro, reunidos por fin, pero sin derecho a decirse que se aman. Apenas intercambian una sonrisa por miedo a que les cueste la vida. Pero ¿qué queda de su vida?

En otro pueblo, al pasar una curva, la puerta de una casa se entreabre. Los soldados, vencidos también por el calor, están menos atentos. El prisionero coge de la mano a su mujer y le hace una señal para que se cuele al interior, él cubrirá su huida.

– Venga -susurra él con voz temblorosa.

– Me quedo contigo -le responde ella-. No he recorrido todo este camino para abandonarte ahora. Volveremos a casa juntos, o no volveremos.

Ambos murieron en Dachau.

A última hora de la tarde, llegamos a Sorgues. En esta ocasión, centenares de habitantes nos ven cruzar su aldea y llegar a la estación. Los alemanes se ven sobrepasados, Schuster no había previsto que fuera a salir tanta gente a la calle. Los habitantes improvisan formas de ayudarnos. Los soldados no pueden retenerlos, están desbordados. En el andén, los aldeanos traen víveres y vino que se quedan los nazis. Aprovechando el alboroto, algunos ayudan a escapar a algunos prisioneros. Les echan por encima una chaqueta de ferroviario o de campesino, les ponen bajo el brazo una cesta de frutas, para que pasen por uno de los suyos, y los conducen lejos de la estación para esconderlos en su casa.

La Resistencia, que estaba al corriente de nuestra llegada, había planeado una acción armada para liberar el convoy, pero hay demasiados soldados y temen una carnicería. Desesperados, nos miran embarcar de nuevo en el tren que nos espera en el andén. Ojalá hubiéramos sabido, cuando nos montamos en esos vagones, que apenas ocho horas después los ejércitos americanos liberarían Sorgues.

***

El convoy vuelve a partir aprovechando la noche. Estalla una tormenta, que trae un poco de frescor y algunas gotas de lluvia; chorrea agua por los intersticios del techo, y procuramos bebérnosla.

Capítulo 37

19 de agosto

El tren circula a buena velocidad. De repente, los frenos chirrían, el convoy resbala por los raíles y saltan chispas bajo las ruedas. Los alemanes saltan de los vagones y se precipitan a las cunetas. Un diluvio de balas cae sobre nuestros vagones, un ballet de aviones americanos gira en el cielo. Con su primera pasada, han conseguido una verdadera carnicería. Todos se lanzan a las ventanas, agitando trozos de tela, pero los pilotos están demasiado altos para vernos, y enseguida el ruido de los motores aumenta cuando los aparatos caen sobre nosotros.

El instante se congela y ya no oigo nada más. De repente, todo parece suceder a cámara lenta. Claude me mira, Charles también. Frente a nosotros, Jacques sonríe, asombrado, y escupe un chorro de sangre; lentamente, cae de rodillas. François se precipita para detener su caída y lo recoge en sus brazos. Jacques tiene un agujero en la espalda. Quiere decirnos algo, pero no sale ningún sonido de su garganta. Se le ponen los ojos en blanco, y, aunque François le sujeta la cabeza, se le cae a un lado: Jacques ha muerto.

Con la mejilla manchada de la sangre de su mejor amigo, del que no se ha separado en ningún momento durante ese largo trayecto, François grita un «NO» que invade el espacio. Sin que podamos impedírselo, se lanza a la ventana y arranca, con las manos desnudas, las tablas. Una bala alemana silba y le arranca la oreja. En esta ocasión es su sangre la que cae por su nuca, pero eso no le hace desistir; se agarra a la pared y sale al exterior. En cuanto cae, vuelve a levantarse, se lanza hacia la puerta del vagón y levanta la cancela para dejarnos salir.

Vuelvo a ver una vez más la silueta de François recortarse ante la luz del sol; detrás de él, en el cielo, veo a los aviones girar en el cielo y volver hacia nosotros, y, a su espalda, a un soldado alemán que apunta y dispara. El cuerpo de François es proyectado hacia delante y la mitad de su rostro se derrama sobre mi camisa. Su cuerpo se agita, y, con un último espasmo, François se reúne con Jacques en la muerte.

El 19 de agosto, en Pierrelatte, entre muchos otros, perdimos a dos amigos.

***

La locomotora echa humo por todas partes. El vapor se escapa por sus flancos llenos de agujeros. El convoy no puede volver a ponerse en marcha. Hay muchos heridos. Un Feldgendarme va a buscar a un médico. ¿Qué puede hacer ese hombre, desamparado ante los prisioneros tumbados, con las entrañas fuera del cuerpo y los miembros cubiertos de heridas muy graves? Los aviones vuelven. Aprovechando el pánico que se adueña de los soldados, Titonel se escabulle. Los nazis abren fuego contra él, una bala lo alcanza, pero prosigue su carrera campo a través. Un campesino lo recoge y lo lleva al hospital de Montélimar.