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El mariscal Pétain no sólo se había rendido, sino que también iba a pactar con los dictadores de Europa, y en nuestro país, que se acomodaba alrededor de aquel anciano, se apresuraban a hacerlo el jefe del gobierno, ministros, prefectos, jueces, gendarmes, policías, militares, cada uno de los cuales trataba con más afán que el anterior de colmar sus terribles necesidades.

Capítulo 2

Todo empezó como un juego de niños, hace tres años, el 10 de noviembre de 1940. El lamentable Mariscal de Francia, rodeado por algunos prefectos con laureles de plata, iniciaba en Toulouse el periplo por la zona libre de un país que era prisionero, no obstante, de su derrota.

Era una paradoja extraña que aquellas multitudes desamparadas quedaran maravilladas al ver levantarse el bastón del Mariscal, el cetro de un antiguo jefe que había vuelto al poder trayendo un nuevo orden. Pero este nuevo orden de Pétain estaría definido por la miseria, la segregación, las denuncias, las exclusiones, las muertes y la barbarie.

Entre los que pronto formarían nuestra brigada, algunos conocían los campos de concentración donde el gobierno francés había hecho encerrar a todos los que tenían la mala suerte de ser extranjeros, judíos o comunistas. Y en los campos del suroeste, ya fueran Gurs, Argelès, Noé o Rivesaltes, la vida era abominable. Es evidente que quienes tenían allí amigos o familiares vivían la llegada del Mariscal como el último asalto a la poca libertad que nos quedaba.

Dado que la población estaba dispuesta a aclamar al Mariscal, debíamos dar la alarma, despertar a la gente de ese miedo tan peligroso que se apodera de las masas y las lleva a bajar la guardia y aceptar cualquier cosa, a callarse con la excusa cobarde de que el vecino hace lo mismo.

Para Caussat, uno de los mejores amigos de mi hermano pequeño, así como para Bertrand, Clouet o Delacourt, es impensable quedarse de brazos cruzados o callarse, y el siniestro desfile que va a tener lugar en las calles de Toulouse será el escenario para hacer una declaración magistral.

Lo que importa hoy es que palabras llenas de verdad, de valor y de dignidad lluevan sobre el cortejo. Aunque el texto esté torpemente escrito, denuncia lo que debe denunciarse; y aparte de eso, poco importa lo que diga o no diga. Está todavía por ver cómo tirar las octavillas sin ser detenidos de inmediato por las fuerzas del orden.

Pero los compañeros lo tienen todo muy bien pensado. Horas antes del desfile, cruzan la Place Esquirol. Van cargados de paquetes. Hay presencia policial, pero ¿quién se preocupa de unos adolescentes de aspecto inocente? Por fin, llegan al lugar indicado, un edificio en la esquina de la Rue de Metz. Entonces, los cuatro se cuelan dentro del patio de luces del edificio y suben hasta el tejado con la esperanza de que no haya ningún vigía. No hay moros en la costa, y la ciudad se extiende a sus pies.

Caussat monta el mecanismo que sus compañeros y él han inventado. En el borde del tejado, hay una tablilla apoyada sobre un pequeño caballete, que funcionará como un columpio. A un lado, colocan la pila de octavillas escritas a máquina; en el otro, una garrafa llena de agua. En el fondo del recipiente hay un pequeño agujero por donde caen gotas de agua, mientras ellos están ya de vuelta en la calle.

El coche del Mariscal se acerca, Caussat levanta la cabeza y sonríe. La limusina descapotable sube lentamente la calle. En el tejado, la garrafa está casi vacía, no pesa prácticamente nada; entonces, la plancha bascula y caen las octavillas. Ese 10 de noviembre de 1940 será el primer otoño del Mariscal traidor. Mira al cielo, las hojas revolotean y, para colmo de felicidad de estos muchachos de valor improvisado, algunas acaban sobre la visera del mariscal Pétain. La muchedumbre se baja y recoge las octavillas. La confusión es total, la policía corre en todas direcciones y los que creen estar viendo a esos chicos aclamar, como todos los demás, al cortejo, ignoran que, de hecho, están celebrando su primera victoria.

Se dispersan y cada uno se va por su lado. Al volver a su casa esa noche, Caussat no puede imaginarse que tres días más tarde, después de que alguien lo denunciara, será detenido y pasará dos años en los calabozos de la comisaría central de Nîmes. Delacourt no sabe que dentro de unos meses caerá abatido por policías franceses, en una iglesia de Agen donde se había refugiado de sus perseguidores; Clouet ignora que, al año siguiente, será fusilado en Lyon; y, respecto a Bertrand, nadie será capaz de encontrar el punto perdido del campo en el que descansa. Al salir de prisión, Caussat, con los pulmones dañados por la tuberculosis, se unirá a los maquis. Y cuando lo detengan de nuevo, será deportado. Tenía veintidós años cuando murió en Buchenwald.

Ya ves, para nuestros compañeros, todo empezó como un juego de niños, de unos niños que nunca podrán llegar a ser adultos.

Debo hablarte de todos ellos, de Marcel Langer, Jan Gerhard, Jacques Insel, Charles Michalak, José Linarez Díaz, Stefan Barsony, y de todos aquellos que se unirán a ellos durante los meses siguientes. Son los primeros hijos de la libertad, los fundadores de la 35.a brigada. ¿Para qué? ¡Para resistir! Su historia es la que cuenta, no la mía, y discúlpame si, en ocasiones, me falla la memoria, si me confundo o me equivoco de nombre.

«Qué importan los nombres», dijo un día mi compañero Urman, éramos pocos y, en el fondo, sólo éramos uno. Vivíamos con miedo, en la clandestinidad, sin saber qué nos traería el día siguiente, y resulta difícil recordar uno solo de aquellos días.

Capítulo 3

Te doy mi palabra, la guerra nunca se ha parecido a una película. Ninguno de mis compañeros tenía la cara de Robert Mitchum, y si Odette hubiera tenido las piernas de Lauren Bacall, probablemente habría intentado besarla en lugar de dudar como un tonto delante del cine. Aquello ocurrió la víspera de la tarde en la que dos nazis la abatieron en la esquina de la Rue des Acacias. Desde entonces, no me gustan las acacias.

Lo más duro, y sé que resultará difícil de creer, fue encontrar a la Resistencia.

Después de la desaparición de Caussat y de sus compañeros, mi hermano pequeño y yo lo veíamos todo muy negro. En el instituto, entre las reflexiones antisemitas del profesor de historia y geografía y los sarcasmos de los alumnos de filosofía con los que se debatía, la vida no era demasiado divertida. Me pasaba las noches delante de la radio, intentando enterarme de noticias de Londres. Cuando volvimos al colegio, encontramos sobre nuestros pupitres pequeños folletos con el título de «Combate». Yo había visto a un muchacho que salía de la clase con disimulo; era un refugiado alsaciano llamado Bergholtz. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzarlo en el patio, para decir que quería hacer lo mismo que él y distribuir octavillas para la Resistencia. Cuando se lo dije, se rio de mí, pero conseguí convertirme en su segundo. Los días siguientes, cuando salía de clase, lo esperaba en la calle. En cuanto doblaba la esquina, yo me ponía en marcha y él aceleraba el paso hasta alcanzarme. Juntos, echábamos panfletos gaullistas en los buzones, y, en ocasiones, desde el tranvía antes de saltar en marcha y desaparecer.

Una tarde, Bergholtz no apareció a la salida del instituto, y al día siguiente siguió sin aparecer…

A partir de entonces, cuando se acababan las clases tomaba con mi hermano pequeño, Claude, el trenecito que recorría Moissac. A escondidas, íbamos al «Manoir», una casa grande donde vivían ocultos treinta niños cuyos padres habían sido deportados; un grupo de exploradores escoltas los habían recogido y los cuidaban. Claude y yo íbamos a binar el huerto, y en ocasiones dábamos clases de matemáticas y de francés a los más jóvenes. Todos los días que íbamos al Manoir aprovechaba para suplicar a Josette, la directora, que me ayudara a unirme a la Resistencia, y cada vez que lo hacía, me miraba exasperada, con cara de no saber de lo que estaba hablando.