Изменить стиль страницы

Ésa era la lección del día. Quedaba por saber dónde habría que ir para birlar las bicis. Émile debió de adivinar que haría esa pregunta. Ya había hecho las comprobaciones y nos indicó el pasillo de un edificio en el que había tres bicicletas que nunca estaban atadas. Teníamos que actuar enseguida; si todo iba bien, debíamos volver a encontrarnos con él a primera hora de la noche en casa de un compañero cuya dirección debía aprenderme de memoria.

Era una estación en desuso del barrio de Loubers, en las afueras de Toulouse, a unos cuantos kilómetros de allí. «Daos prisa -insistió Émile-, tenéis que estar allí antes del toque de queda.»

Era primavera, la noche no caería hasta algunas horas después, y el edificio de las bicis no distaba mucho de donde estábamos. Émile se fue y mi hermano pequeño siguió poniendo mala cara.

Conseguí convencer a Claude de que Émile no se había equivocado y de que, además, aquello era probablemente una prueba. Aunque refunfuñando, mi hermano pequeño aceptó seguirme.

Nos las arreglamos relativamente bien en esta misión. Claude se mantenía oculto en la calle, ya que nos podían caer dos años de prisión por el robo de una bicicleta. El pasillo estaba desierto y, tal y como había prometido Émile, había tres bicis, apoyadas las unas contra las otras, libres de toda atadura.

Émile me había dicho que cogiera las dos primeras, pero la tercera, la que estaba apoyada contra la pared, era un modelo deportivo con un cuadro rojo fuego y un manillar con empuñaduras de cuero. Aparté la de delante, que se cayó provocando un terrible estruendo. Me veía ya obligado a enfrentarme a la portera, pero, por un golpe de suerte, nadie vino a perturbar mi trabajo. La bicicleta que me gustaba no era fácil de pillar. Cuando uno tiene miedo, las manos son más torpes. Los pedales estaban enredados y no conseguía separar las dos bicicletas. Tras un gran esfuerzo, y conseguir calmar lo mejor que pude los latidos de mi corazón, me salí con la mía. Mi hermano pequeño se había dado prisa, así que había estado un buen rato de plantón en la calle.

– Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido?

– Toma, coge tu bici en lugar de quejarte.

– ¿Y por qué te quedas tú con la roja?

– ¡Porque es demasiado grande para ti!

Claude siguió refunfuñando, pero le recordé que estábamos en mitad de una misión y que no era el momento de discutir. Se encogió de hombros y se subió a la bicicleta. Un cuarto de hora más tarde, pedaleando a toda prisa, recorríamos la vía del tren abandonada en dirección a la antigua y pequeña estación de Loubers.

Émile nos abrió la puerta.

– ¡Émile!

Émile puso una cara extraña, como si no se alegrara de vernos, y después nos dejó entrar. Jan, un tipo alto y esbelto, nos miraba sonriendo. Jacques también estaba en la habitación; nos felicitó a los dos y, al ver la bici roja que había elegido, se echó a reír.

– Charles las pintará para que queden irreconocibles -añadió riéndose todavía más.

Yo no le veía la gracia, y Émile, por la cara que ponía, tampoco.

Un hombre en camiseta bajaba por la escalera; era el habitante de la pequeña estación abandonada; era la primera vez que veía al manitas de la brigada. Él desmontaba y volvía a montar las bicis; fabricaba las bombas, explicaba cómo sabotear, en las bateas de los trenes, las carlingas ensambladas en las fábricas de la región, o cómo cizallar los cables de las alas de bombarderos para que, una vez montados en Alemania, los aviones de Hitler no despegaran de inmediato. Debo hablarte de Charles, el compañero que había perdido todos sus dientes delanteros durante la guerra de España, que había viajado tanto que había llegado a inventar su propio dialecto, hasta el punto de que nadie lo entendía de verdad. Debo hablarte de Charles porque, sin él, nunca habríamos podido realizar todo lo que hicimos en los meses siguientes.

Esa noche, en la pequeña habitación de planta baja de una estación en desuso, tenemos diecisiete y veinte años, muy pronto vamos a hacer la guerra, y a pesar de la risa que le causó ver mi bici roja, Jacques parece inquieto. Enseguida comprenderé por qué.

Llaman a la puerta, y en esta ocasión, entra Catherine. Es guapa, y por la mirada que ha cruzado con Jan, juraría que están juntos, pero es imposible. «Regla número uno: nada de historias de amor cuando vives en la clandestinidad de la Resistencia», explicará Jan en la mesa cuando nos instruya sobre las normas de conducta. Es demasiado peligroso, porque si a uno de nosotros lo detienen, corre el riesgo de hablar para salvar al amado o a la amada. «El resistente no puede atarse», dijo Jan. Sin embargo, él se vincula a todos nosotros y eso ya lo puedo adivinar. Mi hermano pequeño no escucha nada, se limita a devorar la tortilla de Charles; en algunos momentos me da la impresión de que si no lo detengo va a comerse también el tenedor. Lo veo mirar de reojo la sartén. Charles también lo ve, sonríe, y se levanta para volver a servirle otra ración. Es cierto que la tortilla de Charles está deliciosa, y todavía lo está más para nuestras panzas vacías desde hace mucho tiempo. Detrás de la estación, Charles cultiva un huerto, tiene tres pollos e incluso conejos. Es jardinero o, al menos, ésa es su tapadera, y la gente de la región lo aprecia, a pesar de su terrible acento extranjero. Les da lechugas. Además, su huerto es un toque de color en ese barrio triste, y la gente aprecia a ese colorista improvisado, a pesar de su terrible acento extranjero.

Jan habla con voz pausada. Es apenas mayor que yo, pero ya tiene el aspecto de un hombre maduro, su calma inspira respeto. Lo que nos dice nos apasiona, parece que lo rodea una especie de aura. Las palabras de Jan son terribles cuando nos explica las misiones realizadas por Marcel Langer y los primeros miembros de la brigada. Marcel, Jan, Charles y José Linarez llevan ya un año operando en la región de Toulouse. Doce meses durante los que han lanzado granadas contra un banquete de oficiales nazis, han prendido fuego a una chalana repleta de gasolina, han incendiado un garaje de camiones alemanes y otras tantas acciones que no se podrían enumerar en una velada; no obstante, las palabras de Jan siguen siendo terribles, emana de él una especie de ternura que nos falta a todos aquí, como a niños abandonados.

Jan se calló. Catherine vuelve de la ciudad con noticias de Marcel, el jefe de la brigada. Está encarcelado en la prisión de Saint-Michel.

La forma en la que cayó fue estúpida. Había ido a la estación de Saint-Agne para recoger una maleta que traía una joven miembro de la brigada. La maleta contenía explosivos, barras de dinamita, ablonita antigel EG de veinticuatro milímetros de diámetro. Estas barras de sesenta gramos las habían obtenido gracias a unos mineros españoles simpatizantes, empleados en la fábrica de Paulilles.

José Linarez había organizado la operación de recogida. Se había negado a que Marcel subiera a bordo del pequeño tren que comunicaba las ciudades de los Pirineos; la muchacha y un compañero español habían ido y vuelto solos hasta Luchon, donde habían tomado posesión del paquete; la entrega debía tener lugar en Saint-Agne. La parada de Saint-Agne era más un paso a nivel que una estación propiamente dicha. No había mucha gente en aquel punto del campo apenas urbanizado; Marcel esperaba detrás de la barrera. Dos gendarmes hacían su ronda, observando para intentar detectar a los viajeros que transportaran vituallas destinadas al mercado negro de la región. Cuando la muchacha bajó, su mirada se cruzó con la del gendarme. Al sentirse observada, retrocedió un paso, y así despertó enseguida el interés del hombre. Marcel comprendió de inmediato que la someterían a un control, y fue a ponerse delante de ella. Él le hizo una señal para que se acercara a la barrera que marcaba un alto en el camino, le cogió la maleta de las manos y le dio la orden de largarse.