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Jan se acerca a mí.

– Tú serás el tirador; tú, español -dijo señalando a Alonso-, el vigilante, y tú, el más joven, guardarás la bicicleta para la huida.

Desde luego, dicho así, suena anodino, excepto porque cuando Jan y Catherine se volvieron a perder en la noche yo tenía una pistola en la mano con seis balas y a mi pesado hermano pequeño queriendo ver cómo funcionaba.

Alonso se inclinó hacia mí, y me preguntó cómo sabía Jan que él era español, cuando no había dicho ni una palabra en toda la noche.

– ¿Y cómo sabía que yo sería el tirador? -dije, encogiéndome de hombros. No había respondido a su pregunta, pero el silencio de mi compañero atestiguaba que mi pregunta no le había respondido la suya.

Esa noche dormimos por primera vez en el comedor de Charles. Cuando me acosté estaba exhausto, pero seguía sintiendo un gran peso en el pecho; esto se debía, en parte, a la cabeza de mi hermano pequeño, que había cogido la molesta costumbre de dormirse pegado a mí desde que nos separaron de nuestros padres, y al revólver de tambor que guardaba en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta. Aunque las balas no estaban dentro, tenía miedo de que pudiera hacerle un agujero a mi hermano en la cabeza.

En cuanto todo el mundo se hubo dormido, me levanté y, de puntillas, salí al jardín que había en la parte trasera de la casa. Charles tenía un perro que de bueno era tonto. Pienso en él porque aquella noche necesitaba su hocico. Me senté en la silla bajo las cuerdas de tender, miré al cielo y saqué la pipa de mi bolsillo. El perro vino a olisquear el cañón; entonces, le acaricié la cabeza mientras le decía que sería el único que podría olfatear el cañón de mi arma mientras yo siguiera con vida. Dije aquello porque, en ese momento, necesitaba verdaderamente ocultar mis sentimientos.

Una tarde, tras robar dos bicis, entré en la Resistencia, y sólo tomé conciencia de ello cuando oí los ronquidos de mi hermano pequeño. Jeannot, brigada Marcel Langer; en los meses venideros, iba a hacer saltar trenes por los aires y postes eléctricos, a sabotear motores y alas de aviones.

Formé parte de una banda que fue la única que consiguió derribar bombarderos alemanes… en bicicleta.

Capítulo 4

Cuando Boris nos despierta, apenas ha amanecido. Siento retortijones en el estómago, pero no puedo hacerles caso. Y además, tengo una misión que cumplir. El nudo de mi estómago se debe más al miedo que al hambre. Boris ocupa su lugar en la mesa, Charles ya ha empezado a trabajar; ante mis ojos, la bicicleta roja se transforma, ha perdido sus mandos de cuero, ahora están desparejados, uno es rojo, el otro, azul. Aunque eso perjudique la elegancia de mi bicicleta, me rindo a la evidencia: lo importante es que las bicis robadas no se puedan reconocer. Mientras Charles comprueba el funcionamiento del cambio de marchas, Boris me invita a que me reúna con ellos.

– Los planes han cambiado -dijo él-, Jan no quiere que vayáis los tres. Sois novatos y, en un golpe importante, quiere que os apoye un veterano.

No sé si eso significa que la brigada no confía lo suficiente en mí. Por tanto, no digo nada y dejo hablar a Boris.

– Tu hermano se queda, yo te acompañaré y aseguraré tu huida. Ahora escúchame bien, te voy a explicar cómo debe salir todo. Matar a un enemigo requiere un método y es importante que lo sigas escrupulosamente. ¿Me estás oyendo?

Asentí con la cabeza, Boris había debido de notar que había estado ausente durante unos segundos. Pienso en mi hermano pequeño y en la cara larga que pondrá cuando se entere de que se ha quedado fuera del golpe. Y yo no podré confesarle que me tranquiliza saber que, esa mañana, su vida no correrá peligro.

Todavía me tranquiliza más que Boris sea estudiante de tercer año de Medicina, porque podrá salvarme si resulto herido; aunque esto carece de fundamento ya que, en una acción de ese tipo, el mayor riesgo no es que te hieran, sino que te arresten o que simplemente te maten, que es lo que acaba ocurriendo en la mayoría de los casos.

Confieso que Boris no se equivocaba del todo: tenía la cabeza en otro sitio mientras me hablaba; pero, en mi defensa, he de decir que siempre he sido un poco soñador y que mis profesores ya me decían que era algo distraído. Eso fue antes de que el director del instituto me enviara a mi casa el día que me presenté a los exámenes de bachillerato, ya que, con mi nombre, no me podía presentar.

Hago un esfuerzo para centrarme, porque si no, en el mejor de los casos, me ganaré una bronca del camarada Boris, que intenta explicarme cómo deben hacerse las cosas; en el peor, me dejará fuera de la misión por no prestar atención.

– ¿Me estás escuchando? -dice él.

– ¡Sí, sí, por supuesto!

– En cuanto localicemos a nuestro objetivo, deberás comprobar que el revólver no tiene puesto el seguro. En ocasiones, ha habido compañeros que han tenido serios problemas por pensar que su arma se había encallado, cuando, en realidad, se habían olvidado tontamente de quitar el seguro.

Me pareció efectivamente una idiotez, pero cuando se tiene miedo, miedo de verdad, uno es mucho menos hábil, te doy mi palabra. Lo importante era no interrumpir a Boris y concentrarse en lo que decía.

– Tenemos que matar a un oficial. ¿Lo has entendido bien? Le dispararemos desde cierta distancia, ni desde demasiado cerca ni desde demasiado lejos. Yo me ocuparé del perímetro circundante. Tú te acercas al tipo, vacías tu cargador y cuentas los disparos con cuidado de guardar una bala. Ese detalle es muy importante para la huida, nunca se sabe si puedes necesitarla. Yo te cubriré en la fuga. Tú sólo debes preocuparte de pedalear. Si alguien intentara interponerse, intervendré para protegerte. ¡Pase lo que pase, no te gires! Pedaleas y te largas, ¿me has entendido bien?

Intenté decir que sí, pero mi boca estaba tan seca que se me había pegado la lengua. Boris asumió que estaba de acuerdo y continuó.

– Cuando estés bastante lejos, disminuye la velocidad y circula como si fueras otro chico más en bici, con la diferencia de que tú circularás durante mucho tiempo. Debes fijarte en si alguien te ha seguido y no arriesgarte nunca a llevarlo hasta donde vives. Ve a pasearte por los muelles, detente a menudo para comprobar si reconoces a alguien con el que te pudieras haber cruzado más de una vez. No creas en las coincidencias, en nuestro mundo no las hay nunca. Si estás seguro, entonces, y sólo entonces, toma el camino de vuelta.

Había perdido todas las ganas de distraerme y me sabía la lección de cabo a rabo, excepto por una cosa: no sabía cómo disparar a un hombre.

Charles regresó de su taller con mi bici, que había sufrido serias transformaciones. «Lo importante -había dicho él- es que estés seguro con los pedales y la cadena.» Boris me hizo una señal, era hora de irse. Claude seguía durmiendo, me pregunté si debía despertarlo. Si me pasara algo, podría enfadarse por no haberme despedido de él antes de morir. Pero preferí dejarlo dormir; cuando se despertara tendría un hambre de lobo y nada que llevarse a la boca. Cada hora de sueño era tiempo ganado al hambre. Me pregunté por qué Émile no venía con nosotros.

– ¡Déjalo tranquilo! -me susurró Boris. El día anterior, a Émile le habían robado la bici. Ese idiota la había dejado en el pasillo de su edificio sin atar. Lo más lamentable era que se trataba de un modelo muy bonito con mangos de cuero, ¡exactamente como la que yo había robado! Mientras estábamos en la misión, tenía que ir a robar otra. Boris añadió que Émile estaba muy enfadado por ese tema.

***

La misión se desarrolló como había descrito Boris. O casi. El oficial alemán que habíamos elegido bajaba por una escalera que conducía a una placita en la que había una vespasiana, uno de los urinarios verdes públicos de la ciudad. Nosotros las llamábamos tazas, por su forma, pero como las había inventado el emperador romano Vespasiano, las habían bautizado con su nombre. Finalmente, tal vez habría podido sacarme el bachillerato, si no hubiera cometido el error de ser judío en los exámenes de junio de 1941.