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Robert acabó con nuestro alboroto y nos ordenó que, mientras esperábamos el famoso camión, empezáramos a cargar todo lo que pudiéramos en los remolques. En ese momento, el granjero nos hizo una segunda pregunta que nos iba a dejar a todos patidifusos.

– ¿Qué hacemos con los rusos?

– ¿Qué rusos? -preguntó Robert.

– ¿Louis no os ha dicho nada?

– Depende del tema -intervino Claude, que ganaba seguridad por momentos.

– Damos refugio a dos prisioneros rusos, huidos de un presidio del muro del Atlántico. Hay que hacer algo, no podemos correr el riesgo de que la Gestapo los encuentre, pues los fusilarían inmediatamente.

Había dos elementos perturbadores en lo que acababa de anunciar el granjero. El primero era que, sin pretenderlo, íbamos a hacer vivir una pesadilla a los dos pobres tipos que ya debían de haber sufrido bastante por su cuenta; pero lo que me perturbaba todavía más era que el granjero no había pensado ni un solo momento en su propia vida. A mi lista de personas formidables durante este período poco glorioso, tendré que plantearme añadir a los granjeros.

Robert propuso a los rusos que fueran a esconderse en el sotobosque. El campesino nos preguntó si alguno de nosotros era capaz de explicárselo, pues desde que había acogido a aquellos dos pobres diablos, había comprobado que su dominio de la lengua no era demasiado bueno. Después de habernos examinado bien, concluyó que prefería ocuparse él mismo. «Es más seguro», añadió. Mientras se reunía con ellos, nosotros cargamos los remolques hasta arriba; Émile, incluso, cogió dos paquetes de municiones que no nos servirían de nada, ya que no teníamos el revólver del calibre correspondiente, pero eso nos lo explicaría Charles a la vuelta.

Dejamos a nuestro granjero en compañía de sus dos refugiados rusos, no sin un cierto sentimiento de culpa, y pedaleamos hasta perder el aliento, arrastrando nuestros pequeños remolques todo el trayecto hasta el taller.

Cuando llegamos a los suburbios de la ciudad, Alonso no pudo evitar un bache, y una de las bolsas de balas que transportaba se cayó. Los que pasaban por su lado se pararon, sorprendidos por la naturaleza del cargamento que acababa de derramarse en la calzada. Dos obreros se acercaron a Alonso y lo ayudaron a recoger las balas, volviéndolas a poner en el carrito sin hacer preguntas.

Charles inventarió nuestras adquisiciones y las guardó a buen recaudo. Se reunió con nosotros en el comedor, regalándonos una de sus magníficas sonrisas desdentadas y anunció, con su particular manera de hablar:

– Béis esho un mu buen trabar. Tinim pur hasir a menos soun acciones. -Lo que, de inmediato, tradujimos por: «Habéis hecho un muy buen trabajo. Tenemos material para hacer al menos cien misiones».

Capítulo 6

Junio se iba esfumando al compás de nuestras acciones y el mes llegaba casi a su fin. Grúas arrancadas por nuestras cargas explosivas se habían doblado dentro de los canales, sin poder volver a ponerse rectas; habían descarrilado trenes que circulaban por raíles que habíamos desplazado y las carreteras que recorrían los convoyes alemanes habían quedado cortadas por torres eléctricas derribadas. A mitad de mes, Jacques y Robert consiguieron colocar tres bombas en la Feldgendarmerie, y los daños fueron considerables. El prefecto de la región lanzó una vez más una llamada a la población: en un mensaje lamentable, invitaba a todos y cada uno a denunciar a cualquier persona sospechosa de pertenecer a una organización terrorista. En su comunicado, el jefe de la policía francesa de la región de Toulouse fustigaba a los que se proclamaban miembros de una supuesta Resistencia, unos provocadores de problemas que dañaban el orden público y el bienestar de los franceses. Los causantes de problemas, en cuestión, éramos nosotros, y nos importaba bien poco lo que pensara el prefecto.

Hoy, junto a Émile, recogimos las granadas de casa de Charles, con la misión de lanzarlas en el interior de una central telefónica de la Wehrmacht.

Caminábamos por la calle, Émile me mostró los cristales a los que debíamos apuntar, y a su señal, catapultamos nuestros proyectiles. Los vi levantarse, formando una curva casi perfecta. El tiempo parecía haberse detenido. Después llegó el ruido de cristales rompiéndose e, incluso, me pareció oír rodar las granadas sobre el parqué y los pasos de los alemanes que se precipitaban probablemente hacia la primera puerta que vieran. Para este tipo de cosas, es mejor ser dos; el éxito en solitario parecía improbable.

A estas alturas, dudo de que las comunicaciones alemanas se restablezcan rápidamente. Pero nada de eso me alegra, pues mi hermano pequeño debe mudarse.

Claude está ahora integrado en el equipo. Jan ha decidido que nuestra convivencia es demasiado peligrosa y que viola las reglas de seguridad. Todos los compañeros viven solos para evitar comprometer a otro compañero en el caso de que se produzca un arresto. Echo mucho de menos a mi hermano, y, de ahora en adelante, me resultará imposible acostarme por la noche sin pensar en él. No sé si estará cumpliendo alguna misión. Así que, echado en mi cama, con las manos detrás de la cabeza, intento conciliar el sueño, sin conseguirlo por completo. La soledad y el hambre son una compañía asquerosa. El rugido de mi estómago perturba de vez en cuando el silencio que me rodea. Para despejar mi mente, pongo la bombilla en la lámpara de mi habitación y, enseguida, se produce un destello de luz en la ventana de mi caza inglés. Piloto un Spitfire de la Royal Air Force. Sobrevuelo el canal de la Mancha, me basta inclinar el aparato para ver al final de las alas las crestas de las olas que se dirigen, como yo, hacia Inglaterra. A tan sólo unos metros, el avión de mi hermano ronronea, echo una ojeada a su motor para asegurarme de que ninguna humareda comprometerá su vuelta, pero ante nosotros, ya se perfilan las costas y sus acantilados blancos. Siento el viento que entra en la cabina y silba entre mis piernas. Cuando hayamos aterrizado, nos obsequiaremos con una buena comida en el comedor de los oficiales… Un convoy de camiones alemanes pasa por delante de mis ventanas y los crujidos de los embragues me devuelven a mi habitación y a mi soledad.

Mientras espero a que desaparezca en la noche el convoy de camiones alemanes, a pesar del hambre endemoniada que me atenaza, consigo, por fin, encontrar el valor de apagar la bombilla de la lámpara del techo de mi habitación.

En la penumbra, me digo que no he renunciado. Es probable que muera, pero no habré renunciado; de todos modos, pensaba que moriría mucho antes y sigo vivo, así que, ¿quién sabe? Tal vez, a fin de cuentas, Jacques tuviera razón y un día vuelva la primavera.

***

A primera hora de la mañana, recibo la visita de Boris; nos espera otra misión. Mientras pedaleamos hacia la vieja estación de Loubers para ir a buscar nuestras armas, el maestro Arnal llega a Vichy para defender la causa de Langer. Lo recibe el director de asuntos criminales e indultos. Su poder es inmenso, y lo sabe. Escucha al abogado sin prestarle mucha atención, con la cabeza en otra parte: se acerca el fin de semana y quiere saber a qué lo dedicará, y si su señora lo acogerá entre la tibieza de sus muslos después de una buena cena en un restaurante de la ciudad donde ya ha hecho una reserva. El director de asuntos criminales recorre rápidamente el expediente que Arnal le suplica que considere. Los hechos están ahí, negro sobre blanco, y son graves. Dice que la sentencia no es severa, sino justa. No se les puede reprochar nada a los jueces, han cumplido con su deber aplicando la ley. Ya ha dado su opinión, pero, como Arnal sigue insistiendo, acepta, por lo delicado del asunto, reunir a la Comisión de Indultos.