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Boris me hizo una señal, era el sitio perfecto. La pequeña plaza estaba a un nivel más bajo que la calle y no había nadie en los alrededores; seguí al alemán, que no sospechó nada. Para él, yo era un quídam que, a pesar de no tener el mismo aspecto (él llevaba un uniforme verde impecable, y yo iba bastante mal vestido), tenía la misma necesidad. Como el urinario contaba con dos cubículos, no parecería extraño que yo bajara por la escalera a la vez que él. Poco después, me encontré en un urinario, en compañía de un oficial alemán contra el que iba a disparar el cargador de mi revólver (menos una bala, como había precisado Boris). Ya me había asegurado de haber quitado el seguro cuando un grave problema de conciencia me atenazó el ánimo. ¿Podía uno pertenecer a la Resistencia honestamente, con toda la nobleza que eso representaba, y matar a un hombre con la bragueta bajada y en una situación tan poco honrosa?

No podía preguntarle al camarada Boris qué pensaba al respecto, pues me esperaba con dos bicis en lo alto de las escaleras para asegurar la huida.

Estaba solo y tenía que decidirme. No disparé, era inconcebible. No podía aceptar la idea de que el primer enemigo al que abatiera estuviera meando cuando yo llevara a cabo mi acto heroico. Si hubiera podido hablar con Boris, probablemente me habría recordado que el susodicho enemigo pertenecía a un ejército que no se planteaba dilema alguno cuando disparaba a la nuca de los niños, acribillaba a los muchachos en las esquinas de nuestras calles, y todavía menos cuando exterminaba a innumerables personas en los campos de la muerte. Boris no se habría equivocado, pero resultó que yo soñaba con ser piloto de un escuadrón de la Royal Air Force, de manera que, a falta de avión, salvaguardaría mi honor. Esperé a que mi oficial estuviera en condiciones de ser abatido. No me dejé distraer por su media sonrisa cuando se fue, y él, por su parte, no se fijó en mí cuando lo seguí de nuevo hacia la escalera. El urinario estaba al final de un callejón sin salida, sólo había un camino de vuelta.

Al no haber oído el disparo, Boris debía de estar preguntándose qué estaba haciendo todo ese tiempo. Pero mi oficial subía los peldaños delante de mí y no iba tampoco a dispararle por la espalda. La única manera de conseguir que se volviera era llamarlo, lo que no era fácil si se tiene en cuenta que mi alemán se limitaba a dos palabras: ja y nein. Lo peor era que, en pocos segundos, volvería a la calle y todo se habría fastidiado. Después de haber corrido todos esos riesgos, fallar en el último momento habría sido demasiado tonto. Saqué pecho y grité ja con todas mis fuerzas. El oficial debió de entender que me dirigía a él porque se volvió enseguida y aproveché para dispararle cinco veces en el pecho, es decir, de frente. A partir de entonces, seguí con relativa fidelidad las instrucciones que me había dado Boris. Me guardé el revólver en el pantalón, quemándome cuando me rozó el cañón por el que acababan de pasar cinco balas a una velocidad que mi nivel de matemáticas no me permitía calcular.

Cuando llegué a lo alto de la escalera, me monté en la bici, se me cayó la pistola y me detuve a recogerla, pero oí a Boris gritar «lárgate, demonios» lo que me devolvió enseguida a la realidad. Pedaleé con todas mis fuerzas, esquivando a los peatones que corrían ya hacia el lugar de donde procedían los disparos. Durante todo el camino, pensé en la pistola perdida. Las armas escaseaban en la brigada. A diferencia de los maquis, no contábamos con los suministros que Londres lanzaba en paracaídas, lo que era verdaderamente injusto, porque los maquis no hacían gran cosa con las cajas que les enviaban, aparte de guardarlas ocultas para un futuro desembarco aliado, que, al parecer, no sería inmediato. Nuestro único medio de conseguir armas era quitárselas al enemigo; y en pocas ocasiones, embarcándonos en misiones extremadamente peligrosas. No sólo no había tenido la frialdad necesaria para coger el máuser que el oficial llevaba en su cinturón, sino que, además, había perdido mi revólver. Creo que le daba tantas vueltas a eso porque quería olvidar que, aunque al final todo se hubiera desarrollado como había dicho Boris, yo acababa de matar a un hombre.

***

Llamaron a la puerta. Con los ojos clavados en el techo, Claude, tumbado en la cama, fingió no haber oído nada; se hubiera podido pensar que estaba escuchando la música, pero, dado que la habitación estaba en silencio, deduje que estaba enfurruñado.

Por seguridad, Boris fue hasta la ventana y apartó ligeramente la cortina para echar una ojeada al exterior. La calle estaba tranquila. Abrí y dejé entrar a Robert. Su verdadero nombre era Lorenzi, pero allí nos limitábamos a llamarlo Robert; a veces, también lo llamaban Engañalamuerte y ese sobrenombre no era, en absoluto, peyorativo: se debía a que Lorenzi contaba con un buen número de cualidades. En primer lugar, su puntería era inigualable. No me habría gustado estar en el punto de mira de Robert, su índice de error se acercaba a cero. Había conseguido que Jan lo autorizara a llevar el revólver permanentemente encima, mientras que nosotros, debido a la escasez de armas que sufría la brigada, teníamos que devolver el material cuando se hubiera acabado la acción para que otro pudiera utilizarlo. Por extraño que parezca, todos teníamos nuestra agenda semanal: según el día, había una grúa que debía explotar sobre el canal, un camión militar que debíamos incendiar en alguna parte, un tren que teníamos que hacer descarrilar, un puesto de guarnición que atacar, y una larga lista de acciones semejantes. Aprovecho para añadir que, en los meses venideros, el ritmo que nos impondría Jan no dejaría de intensificarse. Los días de descanso escaseaban, de manera que estábamos agotados.

Generalmente se dice que los tipos de gatillo fácil son de naturaleza excitada, incluso intempestiva; Robert era todo lo contrario, tranquilo y pausado, por lo que los demás, de natural acalorado, lo admiraban. Siempre tenía una palabra amable y reconfortante, lo que resultaba extraño en aquellos tiempos. Y además, Robert siempre traía de vuelta a los hombres que realizaban una misión, de ahí que saber que te estaba cubriendo fuera verdaderamente tranquilizador.

Un día, me encontraría con él en un bar de la Place Jeanne-d 'Arc, donde a menudo íbamos a comer algarrobas, una legumbre que se parece a las lentejas y que se suele dar al ganado; a nosotros nos bastaba el parecido. Es increíble la imaginación que puede llegar a tener uno cuando siente hambre.

Robert comía frente a Sophie y, por su manera de mirarse, habría jurado que también se amaban. Pero debía de equivocarme, porque Jan había dicho que los miembros de la Resistencia no podían enamorarse, por el riesgo que suponía para la seguridad. Cuando pienso en los muchos compañeros que la víspera de su ejecución debieron de desear haberse saltado el reglamento se me encoge el estómago.

Aquella noche, Robert se sentó en una esquina de la cama y Claude no se movió. Algún día tendré que hablar con mi hermano pequeño sobre su carácter. Robert no le hizo caso y me tendió la mano, para felicitarme por la misión cumplida. No dije nada, pues me debatía entre sentimientos contradictorios y esto, debido a mi natural distraído, tal y como decían mis profesores, me hacía sumirme en un mutismo total para reflexionar seriamente.

Y mientras Robert permanecía allí, plantado ante mí, pensaba que había entrado en la Resistencia con tres sueños: reunirme con el general De Gaulle en Londres, enrolarme en la Royal Air Force y matar a un enemigo antes de morir.

Tras comprender que los dos primeros quedarían fuera de mi alcance, haber podido, al menos, cumplir el tercero debería haberme llenado de alegría, y mucho más porque seguía vivo horas después de la misión, pero, de hecho, me ocurría todo lo contrario. Pensar en mi oficial alemán, que en ese momento seguía, por exigencias de la investigación, en la posición en que lo había dejado -tirado en el suelo, con los brazos en cruz sobre los peldaños de una escalera que conducía a un urinario- no me procuraba ninguna satisfacción.