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– Gracias, rabino, pero sólo creo en un mundo mejor para los hombres aquí, y sólo los hombres podrán decidir inventarlo algún día, para ellos y para sus hijos.

El rabino sabe que Marcel no quiere su ayuda, pero tiene una misión que cumplir y el tiempo apremia. Entonces, sin esperar más, el hombre de Dios aparta a Lespinasse y le tiende a Marcel el libro que sujeta entre sus manos. Le murmura en yidis:

– Hay algo dentro para usted.

Marcel duda, coge el libro y lo hojea. Entre las páginas, encuentra la nota garabateada a mano de Jan. Marcel lee las líneas, de derecha a izquierda; cierra los ojos y se lo devuelve al rabino.

– Diles que se lo agradezco y, sobre todo, que confío en su victoria.

Son las cinco y cuarto, la puerta de uno de los patios de la prisión de Saint-Michel se abre. La guillotina se alza a la derecha. Por delicadeza, los verdugos la han montado ahí, de manera que el condenado no la vea hasta el último momento. Desde lo alto de los miradores, los centinelas alemanes se divierten con el espectáculo insólito que tiene lugar ante sus ojos.

– Son raros estos franceses. En principio, nosotros somos el enemigo, ¿no? -dice irónicamente uno de ellos. Su compatriota se limita a encogerse de hombros y se inclina para ver mejor.

Marcel sube los escalones del cadalso y se vuelve una última vez hacia Lespinasse:

– Mi sangre caerá sobre su cabeza. -Sonríe y añade-: Muero por Francia y por una humanidad mejor.

Sin que nadie lo ayude, Marcel se coloca sobre la plancha y la cuchilla cae. Arnal ha aguantado la respiración, y tiene la vista fija en el cielo tejido de nubes ligeras, que se dirían de seda. A sus pies, los adoquines del patio se han teñido de rojo por la sangre. Mientras colocan el cadáver de Marcel en un ataúd, los verdugos se afanan ya por limpiar su máquina. Tiran un poco de serrín por el suelo.

Arnal acompañará a su amigo hasta su última morada. Se sube a la parte delantera del coche fúnebre, las puertas de la prisión se abren y el tiro se pone en camino. Al doblar la esquina, pasa por delante de Catherine sin reconocerla siquiera. Escondidas en el marco de una puerta, Catherine y Marianne miraban el cortejo. El eco de los cascos del caballo se perdía en la lejanía. En la puerta de la cárcel, un guardia clava el cartel que anuncia la ejecución. No hay nada que hacer. Lívidas, abandonan su refugio y vuelven a remontar la calle a pie.

Marianne sujeta un pañuelo ante su boca, un pobre remedio contra la náusea, contra el dolor. Son apenas las siete cuando se reúnen con nosotros en casa de Charles. Jacques no dice nada y aprieta los puños. Con la punta del dedo, Boris dibuja un círculo en la mesa de madera, Claude se sienta apoyado contra la pared y me mira.

– Hoy hay que matar a un enemigo -dice Jan.

– ¿Sin ninguna preparación? -pregunta Catherine.

– Yo estoy de acuerdo -dice Boris.

***

A las ocho de la tarde, en verano, todavía es de día. La gente pasea aprovechando las temperaturas suaves. Las terrazas de los cafés están en plena ebullición y algunos enamorados se besan en las esquinas. En medio de esa multitud, Boris parece un joven como cualquier otro, inofensivo. Sin embargo, agarra en su bolsillo la culata de su pistola. Lleva una hora buscando una presa, no una cualquiera, quiere un oficial para vengar a Marcel, un galón dorado, una chaqueta con estrellas. Pero, por ahora, sólo se ha cruzado con dos alegres grumetes alemanes que no son lo bastante malos para merecer morir. Boris cruza la Square Lafayette, sube por la Rue d'Alsace y recorre las aceras de la Place Esquirol. A lo lejos se escuchan los metales de una orquesta callejera. Entonces, Boris se deja guiar por la música.

Una orquesta alemana toca en un quiosco. Boris encuentra una silla y se sienta. Cierra los ojos e intenta calmar los latidos de su corazón. No puede volver con las manos vacías, no puede decepcionar a sus compañeros. Desde luego, no es ése el tipo de venganza que Marcel merece, pero la decisión está tomada. Vuelve a abrir los ojos, la suerte le sonríe, un apuesto oficial acaba de instalarse en la primera fila. Boris mira la gorra que el militar agita para abanicarse. En la manga de la chaqueta, ve la condecoración roja de la campaña de Rusia. Ese hombre ha debido de matar a muchos hombres para gozar del derecho a descansar en Toulouse. Ha debido de conducir a la muerte a muchos soldados, para estar disfrutando ahora tan apaciblemente de una suave tarde de verano en el suroeste de Francia.

El concierto se acaba y el oficial se levanta, Boris lo sigue. A algunos pasos de allí, en medio de la calle, resuenan cinco disparos, salidos del cañón del arma de nuestro compañero. La muchedumbre se precipita, Boris huye de allí.

En una calle de Toulouse, la sangre de un oficial fluye hacia la alcantarilla. A pocos kilómetros de allí, bajo la tierra de un cementerio de Toulouse, la sangre de Marcel ya se ha secado.

***

El diario La Dépêche da cuentas de la acción de Boris; en la misma edición, anuncia la ejecución de Marcel. Los habitantes de la ciudad establecerán rápidamente el vínculo entre los dos asuntos. Los que están comprometidos aprenderán que la sangre de un guerrillero no se derrama impunemente, los demás sabrán que muy cerca de ellos hay personas que luchan.

El prefecto de la región se ha afanado por divulgar un comunicado para asegurar a las fuerzas ocupantes su apoyo. «En cuanto me he enterado del atentado -escribe él-, he querido erigirme en representante de la indignación de la población al general jefe del Estado Mayor y del jefe de Seguridad alemana.» El intendente de policía de la región había puesto su grano de arena en la prosa colaboracionista: «Las autoridades entregarán una recompensa económica a toda persona con información que permita identificar al autor o a los autores del odioso atentado cometido con arma de fuego en la tarde del 23 de julio contra un militar alemán en la Rue Bayard en Toulouse». Fin de cita. Hay que decir que el intendente de policía Barthenet acababa de ser nombrado en su puesto. Algunos años de celo al servicio de Vichy habían curtido su reputación de hombre tan eficaz como temible, y le habían proporcionado esa promoción con la que tanto soñaba. El cronista de La Dépêche había recibido su nombramiento dándole la bienvenida en la primera página del periódico. Nosotros también, a nuestra manera, acabábamos de darle «nuestra» bienvenida. Y para recibirlo todavía mejor, habíamos distribuido una octavilla por toda la ciudad. En unas pocas líneas, anunciábamos que habíamos abatido a un oficial alemán como represalia por la muerte de Marcel.

No esperaremos órdenes de nadie. El rabino le había contado a Catherine lo que Marcel le había dicho a Lespinasse antes de morir sobre el cadalso: «Mi sangre caerá sobre su cabeza». El mensaje nos había llegado con todo su sentido, como un testamento de nuestro camarada, y habíamos entendido su última voluntad. Conseguiríamos la cabeza del fiscal. La empresa necesitaría una larga preparación. No se podía matar a un procurador, sin más, en plena calle. El hombre de ley estaba ciertamente protegido, debía de desplazarse sólo en un coche con chófer, y, en nuestra brigada, estaba fuera de cuestión que una misión pusiera en peligro a la población. Al contrario de los que colaboraban abiertamente con los nazis, de los que denunciaban, de los que detenían, torturaban, deportaban, de los que condenaban y fusilaban, de los que satisfacían su odio racista sin trabas y con la conciencia tranquila por estar cumpliendo con un supuesto deber, al contrario de todos éstos, pensábamos mantener nuestras manos limpias, aunque estábamos preparados para ensuciárnoslas.