Изменить стиль страницы

Ocultarse no era siempre fácil para nuestras dos camaradas. La calle estaba muy a menudo desierta, lo que sería una ventaja en el momento de pasar a la acción, pero una mujer sola llamaba mucho la atención. Escondidas, en ocasiones, detrás de un árbol, y caminando durante la mayor parte de la jornada, como todas las chicas encargadas de la información, Catherine y Marianne espiaron durante una semana.

El asunto se complicaba debido a que su presa no parecía tener ningún patrón en su empleo del tiempo. Sólo se desplazaba a bordo de un Peugeot 202 negro, lo que no permitía seguirlo más allá de la calle. Únicamente tenía una costumbre, que no pasó desapercibida a las dos chicas: todos los días salía de su domicilio a eso de las tres y media de la tarde.

Concluyeron en su informe que ése sería el momento del día en que habría que actuar. No serviría de nada continuar con la investigación. Era imposible seguirlo por el coche; en el palacio de justicia no se podía seguir su rastro y, si seguían insistiendo, se arriesgaban a llamar la atención.

Después de que Marius viniera un viernes por la mañana a efectuar una última localización y a decidir los itinerarios de retirada, la acción se programó para el lunes siguiente. Había que ir rápido. Jan suponía que Lespinasse vivía tan tranquilamente porque dispondría de una discreta protección policial. Catherine juró que nunca había notado nada semejante, y Marianne compartía su punto de vista, pero Jan desconfiaba de todo, con razón. Otro motivo para apresurarse era que, en ese periodo estival, nuestro hombre podía irse de vacaciones en cualquier momento.

***

Cansado por las misiones realizadas a lo largo de la semana y con el estómago más vacío que nunca, me imaginaba pasando el domingo tumbado en la cama, soñando. Con un poco de suerte, podría ver a mi hermano pequeño. Iríamos a dar una vuelta por el canal, como dos chavales de paseo que disfrutan del verano; como dos chavales sin hambre ni miedo, dos adolescentes con ganas de juerga que huelen el perfume de las chicas jóvenes en medio de los propios del verano. Y si el viento de la tarde era cómplice, tal vez nos concedería la gracia de levantar las ligeras faldas de las chicas, apenas lo justo para entrever una rodilla, pero lo suficiente para conmovernos y soñar un poco al volver por la noche a la humedad de nuestras siniestras habitaciones.

Pero no había contado con el fervor de Jan. Jacques acababa de arruinar mis esperanzas llamando a mi puerta. El sueño que había jurado echarme al día siguiente por la mañana se había estropeado a causa de… Jacques desplegó un mapa de la ciudad y me señaló con el dedo un cruce. A las cinco en punto, mañana por la tarde, debía unirme con Émile y entregarle un paquete que yo debería haber ido a buscar antes a casa de Charles. No necesitaba saber más. Al atardecer, partirían en misión con un nuevo recluta que aseguraría el repliegue, un tal Guy, que, a pesar de sus sólo diecisiete años, era un animal a los pedales. Mañana por la noche, ninguno de nosotros respiraría tranquilo hasta que nuestros compañeros volvieran sanos y salvos.

***

Es sábado por la mañana, el cielo está despejado, apenas hay algunas nubes algodonosas. Ya ves, si la vida estuviera bien hecha, notaría el olor del césped inglés, revisaría la goma de los neumáticos de mi avión y el mecánico me haría una señal para decirme que todo está en orden. Entonces, saltaría dentro del habitáculo, cerraría la cabina y emprendería el vuelo en patrulla. Sin embargo, oigo a la señora Dublanc que entra en su cocina, y el ruido de sus pasos me saca de mi ensoñación. Me pongo la chaqueta y miro el reloj, son las siete. Tengo que ir a casa de Charles y recoger el paquete que debo entregarle a Émile. Me encamino hacia el extrarradio. Cuando llego a Saint-Jean, empiezo a subir siguiendo la vía del tren, como de costumbre. Hace mucho tiempo que los trenes ya no circulan por los viejos raíles que llevan al barrio de Loubers. Una suave brisa sopla sobre mi nuca, me levanto el cuello y silbo la «Butte Rouge». A lo lejos veo la pequeña estación abandonada. Llamo a la puerta y Charles me invita a entrar.

– ¿Ti veux un cafei? -me pregunta con su mejor acento sabir.

Cada vez entiendo mejor al amigo Charles, basta con mezclar una palabra polaca, otra yidis, otra española y ponerle una pizca de melodía francesa. Charles ha aprendido su curiosa lengua a lo largo de los caminos del éxodo.

– Tu paquete est gardado sous l'escabera, uno non sabe james quien llama a la porte. Tu le dieras a Jacques que ya t'he dasto el paquette. Uno espererá l'acciun a dies kilometrás. Diles de ir aprisa, après la chaspa, sólo hay dousi minits, no mes, talbes un peu menos.

Después de hacer la traducción, hice los cálculos. Dos minutos, es decir, veinte milímetros de mecha que, para mis compañeros, separarían la vida de la muerte. Dos centímetros para encender los explosivos, colocarlos y emprender el camino de retirada.

Charles me mira y siente mi inquietud.

– Prendo siempre una petite margen de seguritas, per los compains y per me.

Es una sonrisa curiosa la del compañero Charles. Ha perdido casi todos sus dientes delanteros durante un bombardeo aéreo, lo que, debo añadir para su disculpa, no ayuda nada a su dicción. Aunque siempre va mal vestido y lo que dice resulta incomprensible para la mayoría, de todos es quien siempre logra tranquilizarme más. ¿Será por la sabiduría que parece ir siempre con él? ¿Por su determinación, su energía, su alegría de vivir? ¿Por cómo consigue, aun siendo tan joven, ser adulto? Ha vivido ya mucho el amigo Charles. En Polonia, lo detuvieron porque su padre era obrero y él, comunista. Pasó varios años en chirona. Una vez fue liberado, se fue, como algunos compañeros, a hacer la guerra en España con Marcel Langer. De Lodz a los Pirineos, el viaje no era fácil, sobre todo cuando no se tienen ni papeles, ni dinero. Me gusta escucharlo cuando evoca su travesía por la Alemania nazi. No era la primera vez que le pedía que me explicara su historia. Charles lo sabe bien, pero hablar un poco de su vida era una manera de practicar su francés y de darme un gusto, de manera que se sienta en una silla y se desatan bajo su lengua palabras de todos los colores.

Iba en un tren sin billete y, con su descaro característico, se la había jugado instalándose en primera clase, en un compartimento atiborrado de hombres de uniforme y oficiales. Se había pasado el viaje charlando con ellos. A los militares les había parecido más bien simpático y el revisor se había guardado muy bien de pedir la identificación a nadie allí. Al llegar a Berlín, incluso le indicaron cómo cruzar la ciudad y llegar a la estación de la que salían los trenes que iban a Aixla-Chapelle. Había ido a París después, luego hasta Perpignan en coche y, por último, había cruzado las montañas a pie. Al otro lado de la frontera, otros autocares conducían a los combatientes hasta Albacete, para llevarlos a la batalla de Madrid con la brigada de los polacos. Después de la derrota, junto a miles de refugiados, cruzó los Pirineos en dirección contraria y llegó a la frontera donde lo recibieron los gendarmes, quienes lo llevaron al campo de internamiento de Vernet.

– Allá dedicaba a cocinar para prissioners, ¡et tout le monde había su racción diaria! -decía no sin cierto orgullo.

En total, pasó tres años detenido, hasta que huyó. Recorrió a pie doscientos kilómetros hasta llegar a Toulouse.

No es la voz de Charles lo que me tranquiliza, es lo que me cuenta. En su historia hay un ápice de esperanza que da sentido a mi vida. Yo también quiero tener conmigo esa suerte en la que quiero creer. ¿Cuántos otros habrán renunciado? Charles no se declararía prisionero ni siquiera de espaldas contra la pared. Se tomaría el tiempo necesario para encontrar el modo de rodearlo.