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– Tou deberes irte -dice Charles-, a la hora del dejeuner, las calles están mes calms.

Charles se dirige hacia el altillo de la escalera, coge el paquete y lo deja en la mesa. Es curioso, ha envuelto las bombas en hojas de periódico, en las que se puede leer la crónica de una acción realizada por Boris: el diario lo tacha de terrorista y nos acusa a todos de perturbar el orden público. El militar es la víctima, nosotros sus verdugos; una extraña manera de considerar la historia que se escribe cada día en la calles de nuestras vidas ocupadas.

Llaman a la puerta, Charles no se inquieta, yo aguanto la respiración. Una niña pequeña entra en la habitación y el rostro de mi compañero se ilumina.

– Es mi profesora de francés -dice jovial.

La chica le salta a los brazos y lo besa. Se llama Camille. Michèle, su mamá, aloja a Charles en esa estación abandonada. El papá de Camille está prisionero en Alemania desde el inicio de la guerra y Camille no hace nunca preguntas. Michèle finge ignorar que Charles es un miembro de la Resistencia. Para ella, igual que para todas las personas del barrio, es un jardinero que cultiva el huerto más bonito de los alrededores. En ocasiones, el sábado, Charles sacrifica uno de sus conejos para preparar una buena comida. Me apetecería probar ese guiso, pero tengo que irme. Charles me hace una señal; entonces, saludo a la pequeña Camille y a su mamá y me voy, con mi paquete bajo el brazo. No sólo hay militares y colaboracionistas, sino también gente como Michèle, personas que saben que lo que hacemos nosotros está bien, y corren riesgos para ayudarnos, cada uno a su manera. Tras la puerta de madera, oigo todavía a Charles que articula las palabras que una niña pequeña de cinco años le hace repetir concienzudamente, «vache, poulet, tomate», y mi vientre gruñe conforme me alejo.

***

Son las cinco en punto. Me encuentro con Émile en el lugar señalado por Jacques en el mapa de la ciudad y le entrego el paquete. Charles ha añadido dos granadas a las bombas. Émile no dice nada, yo tengo ganas de decirle «hasta esta noche», pero, por superstición tal vez, me callo.

– ¿Tienes un cigarrillo? -me pregunta.

– ¿Fumas?

– Es para encender las mechas.

Busco en el bolsillo de mi pantalón y le entrego un paquete de cigarrillos arrugado, quedan dos. Mi compañero se despide y desaparece al doblar la esquina.

Ha caído la noche, y la lluvia ha llegado con ella. El pavimento está reluciente y pastoso. Émile está tranquilo, nunca ha fallado ninguna bomba de Charles. El aparato es simple, treinta centímetros de tubo de hierro, un trozo de canalón robado deprisa y corriendo, un corcho empernado a cada lado, un agujero y una mecha que se hunde en el explosivo. Pondrán las bombas frente a la puerta del restaurante, después lanzarán las granadas por la ventana, y los que consigan salir se encontrarán con los fuegos artificiales de Charles.

En la acción de esta noche participan tres personas: Jacques, Émile y el joven nuevo que se ocupará de cubrir la huida con un revólver en el bolsillo, dispuesto a disparar al aire si algún peatón se acerca, y a matar si los nazis intentan perseguirlos. Por fin, llegan a la calle en la que tendrá lugar la operación; las ventanas del restaurante en el que se celebra el banquete de los oficiales enemigos brillan por la luz. El golpe es serio: dentro hay unos treinta hombres.

Treinta oficiales suponen un buen número de pasadores en las chaquetas verdes de la Wehrmacht, que están colgadas en el guardarropa. Émile remonta la calle y pasa una primera vez por delante de la puerta de cristal. Apenas gira la cabeza, no puede arriesgarse a que noten su presencia. En ese momento, se fija en la camarera. Habrá que encontrar algún medio de protegerla, pero, antes de eso, hay que neutralizar a los dos policías que hacen guardia. Jacques agarra a uno con brusquedad y le aprieta el cuello; lo lleva a la callejuela vecina y le da la orden de largarse; el poli, tembloroso, obedece. El policía del que se ocupa Émile opone resistencia. De un codazo, Émile le tira el quepis y le asesta un golpe con la culata. Se llevan al policía inconsciente también a cubierto. Se despertará con sangre en la frente y un tremendo dolor de cabeza. Queda la camarera que trabaja en la sala. Jacques está perplejo. Émile propone hacerle una señal desde la ventana, pero eso entraña riesgos. Puede dar la voz de alarma. Desde luego, las consecuencias serían desastrosas, pero ¿no te lo he dicho?, jamás matamos a un inocente, ni siquiera a un imbécil, por tanto hay que encontrar una solución, aunque esa persona sirva a los oficiales nazis el alimento que tanto nos falta.

Jacques se acerca al cristal; desde la sala, debe de parecer un pobre tipo hambriento que se alimenta simplemente mirando. Un capitán lo ve, sonríe y levanta su copa. Jacques le devuelve su sonrisa y mira a la camarera. La joven es regordeta, no cabe lugar a dudas de que las vituallas del restaurante le sientan bien, igual que a su familia, tal vez. Al fin y al cabo, ¿cómo juzgarlos? Hay que sobrevivir en tiempos difíciles; y cada uno lo hace a su manera.

Émile se impacienta; al final de la oscura calle, el chaval aguanta las bicicletas con las manos húmedas. Por fin, la mirada de la camarera se cruza con la de Jacques, le hace una señal y ella asiente con la cabeza, vacila y da media vuelta. La camarera regordeta ha comprendido el mensaje. Como prueba, cuando el patrón entra en la sala, ella lo agarra por el brazo y se lo lleva, autoritaria, hacia las cocinas. Ahora, todo pasa muy rápido. Jacques da la señal a Émile; las mechas se encienden, las clavijas caen rodando por el arroyo de la calle, los adoquines se rompen y las granadas ruedan ya por el suelo del restaurante. Émile no puede aguantar las ganas de levantarse y ver un poco la desbandada.

– ¡Granadas! ¡A cubierto! -grita Jacques.

La onda expansiva lanza a Émile al suelo. Está un poco atontado, pero no es el momento de dejarse llevar por el aturdimiento. El humo le hace toser. Escupe; tiene la mano cubierta de una sangre espesa. Mientras no le fallen las piernas, tiene una oportunidad de sobrevivir. Jacques lo coge por el brazo y los dos corren hacia el chaval con las tres bicis. Émile pedalea, Jacques se mantiene a su lado. Hay que tener cuidado, el suelo está resbaladizo. Tras ellos se ha montado un gran alboroto. Jacques se vuelve, ¿los sigue el chico todavía? Si ha contado bien, apenas quedan diez segundos para la gran explosión. Por fin, el cielo se ilumina, las dos bombas acaban de explotar. El chico se ha caído de la bici, empujado por la fuerza de la explosión. Jacques da media vuelta, pero aparecen soldados por todas partes, y dos de ellos ya han apresado al chico que se debate.

– ¡Mierda, Jacques, mira al frente! -grita Émile.

Al final de la calle, la policía les barra el paso, el poli al que habían dejado irse antes debía de haber ido a buscar refuerzos. Jacques coge su revólver, aprieta el gatillo, pero no oye más que un pequeño clic. Tras una breve ojeada a su arma, sin perder el equilibrio, quita el seguro y el cargador se queda colgando; es un milagro que no se haya caído. Jacques golpea el revólver contra el manillar y vuelve a meter el cargador en la culata; dispara tres veces, los polis huyen y les dejan el paso libre; su bici vuelve a la altura de la de Émile.

– Estás sangrando, amigo mío.

– La cabeza me va a explotar -farfulla Émile.

– El pequeño ha caído -confiesa Jacques.

– ¿Volvemos? -pregunta Émile a punto de poner un pie en el suelo.

– ¡Pedalea! -le ordena Jacques -, ya lo han cogido y sólo me quedan dos balas.

Llegan coches de policía de todas partes. Émile baja la cabeza y avanza tan rápido como puede. Si no contara con la noche para protegerlo con su oscuridad, la sangre que le corre por la cara lo traicionaría de inmediato. Émile está mal, el dolor de su cara es terrible, pero está decidido a ignorarlo. El compañero que se ha quedado en el suelo va a sufrir mucho más que él; lo torturarán. Cuando acaben con él, sus sienes estarán peor que las suyas.