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Hasta que un día, Josette me llamó aparte a su oficina.

– Creo que tengo algo que te puede interesar. Preséntate en el número 25 de la Rue Bayard a las dos de la tarde. Una persona que pasará por allí te preguntará la hora. Tú le responderás que no te funciona el reloj. Si él te dice «¿Es usted Jeannot?» es que es el tipo correcto.

Y así ocurrió.

Fui con mi hermano pequeño y nos encontramos a Jacques frente al número 25 de la Rue Bayard, en Toulouse.

Llegó con un abrigo gris y un sombrero de fieltro, y una pipa en la comisura de los labios. Tiró su periódico a la papelera clavada en la farola; no lo recogí porque no era ésa la consigna; tenía que esperar a que me preguntara la hora. Él se paró a nuestra altura, nos miró y, cuando le respondí que mi reloj no funcionaba, dijo que se llamaba Jacques y me preguntó cuál de nosotros dos era Jeannot. Di un paso adelante.

Jacques reclutaba él mismo a los guerrilleros. No confiaba en nadie y tenía razón en no hacerlo. Sé que puede sonar un poco injusto, pero hay que ponerse en situación.

En ese momento, no sabía que dentro de unos pocos días un miembro de la Resistencia llamado Marcel Langer sería condenado a muerte porque un procurador francés había pedido su cabeza y la había conseguido. Y nadie en Francia, estuviera o no en la zona libre, dudaba de que ningún tribunal de justicia se atrevería a pedir la cabeza de ninguno de los guerrilleros detenidos, después de que uno de los nuestros se hubiera cargado a ese procurador frente a su casa, un domingo cuando iba a misa.

Yo tampoco sabía que me cargaría a un cabrón, a un alto responsable de la Milicia, denunciante y asesino de muchos jóvenes de la Resistencia. El susodicho militar no llegó nunca a saber que su muerte se debía a un hecho concreto, ni que pasé tanto miedo que habría podido hacerme pis encima; no se imaginó que estuve a punto de no disparar, ni que yo no habría estado tan enfadado como para matarlo de cinco balazos en el vientre si no me hubiera suplicado piedad, después de no haberla tenido por nadie.

Hemos matado. Me ha costado años decirlo, no se puede olvidar el rostro de alguien contra el que se va a disparar. Pero nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Lo sé, y mis hijos también lo sabrán, eso es lo que cuenta.

Durante un momento, Jacques me mira, me juzga, me olfatea, casi como un animal, se fía de su instinto, y finalmente se planta delante de mí; las palabras que pronunciaría dos minutos más tarde me cambiarían la vida:

– ¿Qué quieres exactamente?

– Irme a Londres.

– Entonces, no puedo hacer nada por ti -dijo Jacques-. Londres está lejos y no tengo ningún contacto.

Esperaba que se diera media vuelta y se fuera, pero Jacques se queda frente a mí. No deja de mirarme, de modo que pruebo una segunda vez.

– ¿Puede usted ponerme en contacto con los guerrilleros? Me gustaría luchar a su lado.

– Eso también es imposible -responde Jacques, al tiempo que vuelve a encender su pipa.

– ¿Por qué?

– Porque dices que quieres luchar, y en las guerrillas no se lucha; en el mejor de los casos, se recogen paquetes, se pasan mensajes, pero la resistencia es todavía pasiva. Si quieres luchar, debes hacerlo junto a nosotros.

– ¿Nosotros?

– ¿Estás dispuesto a luchar en las calles?

– Lo que quiero es matar a un nazi antes de morir. Quiero un revólver.

Había dicho eso en un tono orgulloso. Jacques se echó a reír. Yo no veía que hubiera nada gracioso en mis palabras, ¡me parecían más bien dramáticas! Justamente eso es lo que hizo reír a Jacques.

– Has leído demasiados libros, tendremos que enseñarte a utilizar la cabeza.

Su observación paternalista me resultó un poco humillante, pero no quería que se diera cuenta. Después de meses de intentar establecer un contacto con la Resistencia, ahora estaba a punto de echarlo todo a perder.

Busco las palabras adecuadas sin éxito, alguna frase que me permita demostrar que los guerrilleros podrán contar conmigo. Jacques parece leer mis pensamientos, sonríe, y, de repente, veo en sus ojos un destello de ternura.

– No luchamos para morir, sino por la vida, ¿entiendes?

Aunque no parezca gran cosa, esta frase me conmocionó profundamente. Eran las primeras palabras de esperanza que oía desde el inicio de la guerra, desde que vivía sin derechos, sin estatus, despojado de toda identidad en aquel país, que era el mío. Añoro a mi padre, y a mi familia también. ¿Qué ha pasado? A mi alrededor todo se ha desvanecido, me han robado la vida, simplemente porque soy judío, y eso le basta a mucha gente para querer verme muerto.

Detrás de mí, mi hermano pequeño espera. Se huele que pasa algo importante; entonces, carraspea para recordarnos que él está también ahí. Jacques me coge por el hombro.

– Ven, no nos quedemos aquí. Una de las primeras cosas que debes aprender es a no quedarte nunca quieto, porque si lo haces te pueden atrapar. Un muchacho que espera en la calle, en los tiempos que corren, siempre es sospechoso.

Así que empezamos a caminar por una callejuela oscura, con Claude pisándonos los talones.

– Tal vez tenga un trabajo para vosotros. Esta noche, iréis a dormir a la Rue du Ruisseau, 15, a casa de la señora Dublanc, ella os hospedará. Debéis decirle que sois estudiantes. Seguramente te preguntará qué le ha pasado a Jérôme. Respóndele que vais a ocupar su lugar, y que él ha ido a reunirse con su familia en el norte.

Vislumbré ahí unas palabras mágicas que nos darían acceso a un techo y, quién sabe, tal vez incluso a una habitación caliente.

Entonces, tomándome muy en serio mi papel, pregunté quién era el tal Jérôme, por si la señora Dublanc intentaba saber más sobre sus nuevos arrendatarios. Jacques me devolvió enseguida a la cruda realidad.

– Murió antes de ayer, a dos calles de aquí. Y si la respuesta a mi pregunta «¿quieres entrar en contacto directo con la guerra?» sigue siendo sí, entonces puede decirse que lo reemplazas. Esta noche, alguien llamará a tu puerta. Te dirá que viene de parte de Jacques.

Al decirlo así, estuve seguro de que ése no era su verdadero nombre, pero también sabía que, una vez que entrabas en la Resistencia, tu vida anterior dejaba de existir, junto con tu nombre. Jacques me deslizó un sobre en la mano.

– Mientras pagues el alquiler, la señora Dublanc no hará preguntas. Id a haceros una foto, hay una cabina en la estación. Ahora marchaos, tendremos ocasión de volver a vernos.

Jacques siguió su camino. En la esquina de la callejuela, su larga silueta desapareció en medio de la llovizna.

– ¿Nos vamos? -dijo Claude.

Llevé a mi hermano a un café y nos tomamos algo para entrar en calor. Sentado junto a la vitrina, me quedé mirando al tranvía que subía por la gran calle.

– ¿Estás seguro? -preguntó Claude, mientras acercaba sus labios a la taza humeante.

– ¿Y tú?

– Yo estoy seguro de que voy a morir, aparte de eso, no sé nada más.

– Si entramos en la Resistencia, lo hacemos para vivir, no para morir. ¿Entiendes?

– ¿Dónde has oído una cosa así?

– Jacques me lo dijo antes.

– Pues si lo dice Jacques…

Después nos quedamos en silencio. Dos militares entraron en el local y se sentaron sin prestarnos atención. Temía que Claude hiciera alguna tontería, pero se limitó a encogerse de hombros. Le gruñó el estómago.

– Tengo hambre -dijo-. Pero no puedo tenerla.

Me avergonzaba de tener frente a mí a un muchacho de diecisiete años que no podía saciar su hambre, me avergonzaba mi impotencia; pero esa noche quizás entraríamos por fin en la Resistencia, y estaba seguro de que, entonces, las cosas cambiarían. Jacques, más adelante, dirá que la primavera volvería; cuando eso ocurriera, pensaba llevar a mi hermano pequeño a una panadería y comprarle todos los dulces del mundo, para que los devorara hasta no poder más, y esa primavera sería la mejor de mi vida.