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El oficial que lo interroga debe de tener unos treinta años. Está sentado a horcajadas en un banco del patio y mira a Roquemaurel en silencio. Respira profundamente, tomándose el tiempo necesario para juzgar a su interlocutor.

– Yo también estuve prisionero -dice en un francés casi perfecto-. Fue durante la campaña de Rusia. También me escapé y recorrí en condiciones más que penosas decenas y decenas de kilómetros. Los sufrimientos que he soportado no se los deseo a nadie, y no soy un hombre que disfrute con la tortura.

Christian escucha sin hablar al joven teniente que se dirige a él. De repente, empieza a tener esperanzas de salvar la vida.

– Hablando claro -continúa el oficial-, y estoy seguro de que no traicionará el secreto que me dispongo a confiarle: me parece normal, casi legítimo, que un soldado intente escapar. Pero entenderá usted que también es normal que, si se deja pillar, reciba un castigo que sancione su falta a ojos de su enemigo. ¡Y yo soy su enemigo!

Christian escucha la sentencia. Durante todo el día, tendrá que permanecer inmóvil, en posición de firmes frente al muro, sin poder nunca recostarse en el mismo ni buscar el menor apoyo. Se quedará así, con los brazos pegados al cuerpo, bajo el sol de justicia que caerá enseguida sobre el patio asfaltado.

Todo movimiento será castigado con golpes, y los desmayos acarrearán una sanción superior.

Se dice que la humanidad de ciertos hombres nace del recuerdo del sufrimiento, y de la similitud que los liga a su enemigo. Ésas fueron las dos razones que salvaron a Christian del pelotón. Pero todavía hay que suponer que ese tipo de humanidad conoce sus límites.

Los cuatro prisioneros que habían intentado huir deben colocarse frente a un muro, separados por pocos metros. A lo largo de la mañana, el sol sube en el cielo hasta alcanzar su cenit.

El calor es insoportable, se les anquilosan las piernas, los brazos se vuelven tan pesados como si fueran de plomo y se les agarrota la nuca.

¿Qué pensará el guardia que camina a su espalda?

A primera hora de la tarde, Christian vacila y recibe al instante un puñetazo en la nuca que lo lanza contra el muro. Con la mandíbula rota, cae y vuelve a levantarse enseguida, temiendo sufrir el castigo supremo.

¿Qué le pasa al alma de ese soldado que lo vigila y que se nutre del sufrimiento que provoca?

Más tarde, empieza a tener espasmos. Los músculos se contraen sin poder relajarse y el sufrimiento es insostenible. Sufre calambres en todo el cuerpo.

¿A qué sabrá el agua que corre por la garganta de ese teniente, mientras sus víctimas se consumen ante sus ojos? Esa duda todavía me persigue a veces por la noche, cuando sus rostros tumefactos y sus cuerpos abrasados por el calor vuelven a mi memoria.

Al caer la noche, los torturadores los devuelven a la sinagoga. Nosotros los recibimos con el clamor reservado a los vencedores de una carrera, pero dudo de que se dieran cuenta antes de hundirse en la paja.

24 de julio

Las acciones que la Resistencia lleva a cabo en la ciudad y en sus alrededores ponen cada vez más nerviosos a los alemanes. Ahora es frecuente que su comportamiento roce la histeria y nos golpean sin razón, porque no les gusta nuestra cara o por estar en el sitio equivocado en un mal momento. A mediodía, nos reúnen bajo la tribuna. Un centinela apostado en la calle afirma haber oído el ruido de una lima dentro de la sinagoga. Si quien tiene la herramienta para huir no la entrega en los siguientes diez minutos, se fusilará a diez prisioneros. Nos apuntan con una metralleta. Y mientras pasan los segundos, el hombre apostado tras la boca del cañón de aliento carnicero se divierte apuntándonos. Juega a cargar y descargar su arma. El tiempo pasa sin que nadie hable. Mientras los soldados nos apalean, gritan y aterrorizan, pasan los diez minutos. El comandante agarra a un prisionero, le apoya el revólver en la sien, carga el arma y vocifera un ultimátum.

Entonces, un deportado tembloroso da un paso adelante. En su palma abierta aparece una lima como las que se utilizan para las uñas. Esa herramienta no podría ni siquiera rayar los gruesos muros de la sinagoga; con esa lima apenas puede afilar su cuchara de madera para cortar el pan, cuando hay. Es una artimaña aprendida en las prisiones, un truco tan viejo como el mundo, que se hace desde que se encierra a los hombres.

Los deportados tienen miedo. El comandante pensará probablemente que se ríen de él. Conducen al «culpable» al muro y le asestan un disparo en mitad del cráneo. Nos pasamos la noche en vela, a la luz de un foco, bajo la amenaza de esa metralleta que nos apunta y de ese miserable que sigue jugando con su cargador para mantenerse despierto.

7 de agosto

Llevamos veintiocho días retenidos en la sinagoga. Claude, Charles, Jacques, François, Marc y yo nos reunimos cerca del altar.

Jacques ha retomado la costumbre de contarnos historias para matar el tiempo y nuestras angustias.

– ¿Es verdad que tu hermano y tú no habíais entrado nunca en una sinagoga antes de hoy? -pregunta Marc.

Claude baja la cabeza como si se sintiera culpable. Yo respondo en su lugar.

– Sí, es verdad, ha sido la primera vez.

– Con un nombre tan judío como el vuestro es un poco banal. No os lo toméis como un reproche -replica Marc enseguida-. Es sólo que pensaba…

– Pues te equivocas, en casa no éramos practicantes. No todos los que se llaman Dupont y Durand van los domingos a la iglesia.

– ¿No hacíais nada, ni siquiera en las fiestas señaladas? -pregunta Charles.

– Pues, visto que tanto te preocupa, los viernes, nuestro padre celebraba el sábat.

– ¿Ah sí? ¿Y qué hacía? -pregunta François, curioso.

– Nada diferente a las otras noches, aparte de recitar una plegaria en hebreo y de compartir un vaso de vino.

– ¿Sólo uno? -pregunta François.

– Sí, sólo uno.

Claude sonríe, veo que mi relato le divierte. Me da un codazo.

– Venga, cuéntales la historia, después de todo, ya ha pasado mucho tiempo.

– ¿Qué historia? -pregunta Jacques.

– ¡Ninguna!

Los compañeros, ávidos de relatos para paliar el aburrimiento que sienten desde hace casi un mes, insisten al unísono.

– Está bien. Todos los viernes, a la hora de comer, papá nos recitaba una plegaria en hebreo. Era el único que la comprendía, pues nadie en la familia hablaba o entendía el hebreo. Celebramos el sábat así durante años y años. Un día, nuestra hermana mayor nos anunció que había conocido a alguien y que quería casarse. Nuestros padres recibieron bien la noticia, y, debido a esto, ella lo invitó a comer para presentárnoslo. Alice enseguida propuso que viniera el viernes siguiente a celebrar el sábat con nosotros.

»Para sorpresa de todos, papá no parecía estar muy contento con la idea. Afirmó que esa noche estaba reservada a la familia y que cualquier otra noche sería mejor.

»Aunque mamá observó que, tras haberse sabido ganar el corazón de su hija, su invitado pertenecía ya a la familia, no consiguió que nuestro padre cambiara de opinión. Le parecía mejor que nos visitara por primera vez el lunes, el martes, el miércoles y el jueves. Nos unimos todos a la causa de mamá e insistimos en que el encuentro tuviera lugar la noche del sábat, cuando la comida era más copiosa y el mantel más bonito. Mi padre puso el grito en el cielo y preguntó por qué toda la familia tenía que aliarse siempre contra él. Le gustaba mucho hacerse la víctima.

»Añadió que le parecía extraño que la familia se empeñara en recibir a un desconocido la única noche que a él no le parecía bien, a pesar de que aceptaba sin rechistar y sin hacer preguntas (lo que demostraba su inmensa apertura de miras) abrir la puerta de su casa cualquier otro día de la semana excepto ése.