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Capítulo 34

8 de julio

Hemos vuelto a ponernos en marcha, estoy perdido, no volveré a ver nunca mis gafas.

Al alba, llegamos a Angulema. A nuestro alrededor todo es desolación; la estación ha quedado destruida por los bombardeos aliados. Cuando el convoy aminora la marcha, miramos estupefactos los edificios destripados, las carcasas calcinadas de los vagones empotrados unos en otros. Las locomotoras siguen consumiéndose en las vías, en ocasiones, tumbadas de lado. Las grúas siniestras yacen como esqueletos. Y a lo largo de los raíles arrancados que apuntan al cielo, algunos obreros, con el zapapico en la mano, miran pasar nuestro convoy con horror: setecientos fantasmas que cruzan un paisaje apocalíptico.

Con un chirrido de frenos, el tren se para. Los alemanes prohíben a los ferroviarios acercarse. Nadie debe saber lo que pasa en el interior de los vagones, nadie debe ser testigo del horror. Schuster teme cada vez más un ataque. El miedo a los maquis se ha vuelto para él una obsesión. Desde que nos embarcaron, el tren no ha llegado a recorrer cincuenta kilómetros al día, y el frente de batalla de la Liberación avanza hacia nosotros.

Nos está estrictamente prohibido comunicarnos de un vagón a otro, pero las noticias circulan de todos modos, sobre todo las que hablan de la guerra y del avance de los aliados. Cada vez que un ferroviario valiente consigue acercarse al convoy, cada vez que de noche acude un civil generoso a traernos un poco de consuelo, pedimos información. Y siempre renace la esperanza de que Schuster no consiga alcanzar la frontera.

Υ

Somos el último tren que parte hacia Alemania, el último convoy de deportados, y algunos se convencen de que acabaremos siendo liberados por los americanos o por la Resistencia. Gracias a ella, no avanzamos, gracias a ella, las vías saltan por los aires. A lo lejos, los Feldgendarmes piden cuentas a dos ferroviarios que intentan acercarse a nosotros. De ahora en adelante, para este batallón en retirada, el enemigo está por todas partes. Y en cualquier civil que quiera ayudarnos, en cualquier obrero, los nazis ven a terroristas. No obstante, ellos son los que se dedican a gritar empuñando su fusil y con granadas en la cintura, ellos apalean a los más débiles de nosotros y maltratan a los más ancianos sólo para aliviar la tensión que sufren.

Hoy ya no volveremos a ponernos en marcha. Los vagones permanecen cerrados bajo custodia. Y sigue estando el calor, que no deja de aumentar y de matarnos lentamente. Fuera, hay treinta y cinco grados; dentro, nadie podría decirlo. Todos estamos casi inconscientes. El único consuelo en medio de ese horror es vislumbrar el rostro familiar de los compañeros. Adivino la sonrisa que esboza Charles cuando lo miro, y Jacques parece seguir velando por nosotros. François permanece a su lado, como si fuera el padre que ya no tiene. Yo sueño con Sophie y Marianne; imagino la frescura del Canal du Midi y vuelvo a ver el pequeño banco en el que nos sentábamos para intercambiar mensajes. Marc parece muy triste y, no obstante, es afortunado. Piensa en Damira, y estoy seguro de que ella también en él, si sigue viva. Ningún carcelero, ningún torturador podrá apresar esos pensamientos. Los sentimientos se cuelan a través de los barrotes más estrechos, se van sin miedo a la distancia, no conocen ni las fronteras de las lenguas ni de las religiones, se reúnen más allá de las prisiones inventadas por los hombres.

Marc cuenta con esa libertad. Querría creer que allá donde se encuentre Sophie, piensa un poco en mí; unos pocos segundos serían suficientes, que dedicara algún tiempo a pensar en el amigo que era… ya que para ella no podía ser nada más.

Hoy no tendremos ni agua ni pan. Algunos ya no pueden hablar, no tienen fuerzas. Claude y yo no nos separamos. Comprobamos constantemente que el otro no ha desfallecido, y que la muerte no se lo está llevando, y de vez en cuando, nuestras manos se unen, sólo para comprobarlo…

9 de julio

Schuster ha decidido cambiar de ruta. La Resistencia ha hecho saltar un puente y nos ha impedido el paso. Volvemos a Burdeos. Mientras el tren se aleja de Angulema y de su estación devastada, vuelvo a pensar en un cubo en el que dejé mi última oportunidad de ver con nitidez. Llevo ya dos días en las tinieblas.

Es la primera hora de la tarde. Nuncio y su amigo sólo piensan en escapar. Por la noche, nos entretenemos cazando las pulgas y los piojos que nos roen la poca carne que nos queda. Los parásitos se alojan en las costuras de nuestras camisas y de nuestros pantalones. Hace falta mucha maña para eliminarlos, y en cuanto has eliminado una colonia, aparece otra. Por turnos, unos se tumban para intentar descansar mientras otros se acurrucan para hacerles sitio. En mitad de aquella noche, se me ocurre una pregunta curiosa: si sobrevivimos a este infierno, ¿podremos olvidarlo siquiera un momento? ¿Tendremos derecho a vivir como personas normales? ¿Puede borrarse la parte de memoria que turba el espíritu?

***

Claude me mira extrañado.

– ¿En qué piensas? -me pregunta mi hermano.

– En Chahine, ¿te acuerdas de él?

– Creo que sí. ¿Por qué te da por pensar en él ahora?

– Porque su cara no se me olvidará jamás.

– ¿En qué piensas de verdad, Jeannot?

– Busco una razón para sobrevivir a todo esto.

– ¡La tienes ante tus ojos, imbécil! Un día, recuperaremos la libertad. Y además, te prometí que volarías, espero que te acuerdes.

– Y tú, ¿qué querrás hacer después de la guerra?

– Dar la vuelta a Córcega en moto con la chica más guapa del mundo agarrada a mi cintura.

Mi hermano me acerca la cara para que pueda distinguir mejor sus rasgos.

– ¡Ya me había parecido a mí que tu risa era sarcástica! ¿Qué? ¿Me crees incapaz de seducir a una chica y llevármela de viaje?

Aunque intento contenerme, la risa se apodera de mí y noto que mi hermano se impacienta. Charles se echa también a reír, e incluso Marc se une a nosotros.

– Pero ¿qué os pasa a todos? -pregunta Claude, exasperado.

– Apestas terriblemente, amigo mío, ¡tendrías que ver la pinta que llevas! En tu estado, dudo de que ni siquiera una cucaracha quisiera seguirte a ningún sitio.

Claude me olfatea y se une a esa absurda risa tonta que se resiste a abandonarnos.

10 de julio

A primera hora, el calor es ya insoportable, y el maldito tren sigue sin moverse. No hay ni una nube en el horizonte, ni esperanza de que las gotas de lluvia puedan apaciguar los sufrimientos de los prisioneros. Se dice que los españoles cantan cuando algo va mal. Una melodía se eleva en la bella lengua de Cataluña, y se cuela por las paredes del vagón vecino.

– ¡Mirad! -dice Claude, que se ha aupado hasta la ventana.

– ¿Qué ves? -pregunta Jacques.

– Los soldados se mueven agitados por la vía. Llegan unas camionetas de la Cruz Roja, bajan unas enfermeras que traen agua y vienen hacia nosotros.

Avanzan hasta el andén, pero los Feldgendarmes les ordenan que dejen el cubo y se vayan. Los prisioneros vendrán a buscarlos cuando ellas se hayan ido. ¡No está permitido ningún contacto con los terroristas!

La enfermera jefe rechaza al soldado con un gesto de la mano.

– ¿Qué terroristas? -pregunta ella furiosa-. ¿Los viejos? ¿Las mujeres? ¿Los hombres hambrientos de esos vagones propios de bestias?

Ella lo injuria y le dice que está harta de tantas órdenes. Dentro de poco, tendrán que rendir cuentas. Sus enfermeras van a ir a llevar provisiones a los vagones, ¡las cosas van a ser así, y de ninguna otra manera! Y añade que no la va a impresionar por mucho uniforme que lleve.