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A lo lejos, escuchamos el ruido de los aparatos que se acercan.

– Vuelven -anuncia Claude.

Vi que en sus labios se dibujó una sonrisa, como si quisiera decirme adiós y no se atreviera a desobedecer mi orden de que permaneciera con vida. Sin ser plenamente consciente, mis actos se suceden sin más, y parecen regidos por la orden que mamá me había dado en una pesadilla reciente: «Salva la vida de tu hermano pequeño».

– ¡Dame tu camisa! -grité a Claude.

– ¿Qué?

– Quítatela enseguida y pásamela.

Me quité también la mía, que era azul, y cogí la de mi hermano pequeño, que era vagamente blanca; por último, del cuerpo de un hombre que yacía delante de mí, arranqué una tela enrojecida por la sangre.

Con las tres telas en la mano, me precipité a la ventana y me apoyé en Claude para levantarme. Saqué el brazo y empecé a agitar mi improvisada bandera hacia donde ellos estaban.

En la cabina, al joven jefe del escuadrón le molesta el sol, así que ladea ligeramente la cabeza para que no le deslumbre. Acaricia el gatillo con el pulgar. El tren no está todavía a tiro, pero dentro de unos minutos podrá dar la orden de lanzar la segunda tanda de proyectiles. A lo lejos, la locomotora humea, lo que prueba que las balas han agujereado la caldera.

Una pasada más y el convoy no podrá volver a ponerse en movimiento.

El final del ala derecha de su avión parece unirse con el de la de uno de sus compañeros de escuadrón. Le hace una señal, el ataque es inminente. Cuando mira por su visor, se asombra al ver una mancha de color que aparece a un lado de un vagón, incluso podría decirse que se mueve. ¿Es el reflejo del cañón de un fusil? El joven piloto conoce los extraños efectos de la difracción de la luz. Muchas veces, allá arriba, en el cielo, ha cruzado arcoíris que no se ven desde el suelo y que son como líneas multicolores que parecen unir las nubes.

El aparato inicia su descenso, y el piloto tiene la mano preparada sobre la palanca. Ante él, la mancha roja y azul sigue agitándose. Los fusiles de colores no existen, y, además, con ese trozo blanco en medio… ¿son imaginaciones suyas o es una bandera francesa? No puede apartar la mirada de esos trozos de tela que alguien agita desde el interior del vagón. Al capitán inglés se le hiela la sangre, y su pulgar se inmoviliza.

– Break, break, break! -grita por la radio, y, para asegurarse de que sus compañeros lo han entendido, acelera a todo gas y vuelve a ganar altitud.

Tras él, los aviones rompen su formación e intentan seguirlo; parecen una bandada de abejorros que suben al cielo.

Veo alejarse a los aviones por el ventanuco. Aunque noto que los brazos de mi hermano flaquean bajo mis pies, me agarro a la pared para seguir viendo volar a los aviones.

Me encantaría ser uno de ellos; esa noche, estarán en Inglaterra.

– ¿Qué pasa? -suplica Claude.

– Me parece que lo han entendido. El batir de sus alas es un saludo.

Allá arriba, los aparatos se reagrupan. El joven jefe del escuadrón informa a los otros pilotos. El convoy que han ametrallado no es un tren de mercancías, sino que a bordo van prisioneros. Ha visto que uno de ellos agitaba una bandera para hacerles saber que estaban allí.

El piloto mueve la palanca y hace que el avión se incline y se deslice sobre un ala. Abajo, Jeannot ve que da media vuelta y se coloca detrás del convoy. Entonces, vuelve a descender hacia el suelo; en esta ocasión, está tranquilo.

El aparato pasa por encima del tren casi rozándolo, a sólo unos pocos metros del suelo. Los soldados alemanes no han vuelto, ninguno se atreve a moverse. El piloto no aparta la mirada de aquella bandera improvisada que un prisionero sigue agitando por el ventanuco de un vagón. Cuando llega a su altura, disminuye todavía más la velocidad hasta casi detenerse. Vuelve la cabeza. Durante unos pocos segundos, dos pares de ojos azules se miran, los de un joven teniente inglés que va a bordo de un caza de la Royal Air Force y los de un joven prisionero judío al que van a deportar a Alemania. El piloto se lleva la mano a su visera para presentarle sus respetos al prisionero, que, a su vez, le devuelve el saludo. Después, el avión gana altura y a la vez que remonta el vuelo, hace un último saludo con las alas.

– ¿Se han ido? -pregunta Claude.

– Sí. Esta noche estarán en Inglaterra.

– ¡Algún día serás piloto, Raymond, te lo juro!

– Creía que me ibas a llamar Jeannot hasta…

– Hermanito, casi hemos ganado la guerra, mira esas estelas en el cielo. La primavera ha vuelto. Jacques tenía razón.

Aquel 4 de julio de 1944, a las cuatro y diez de la tarde, dos miradas se cruzaron en mitad de la guerra; fueron apenas unos segundos, pero para dos jóvenes fue una eternidad.

***

Los alemanes se levantan y reaparecen en medio de la maleza. Vuelven al tren. Schuster se precipita hacia la locomotora para evaluar los desperfectos. Mientras tanto, conducen a cuatro hombres al muro de un depósito construido cerca de la estación; los cuatro habían intentado escaparse aprovechando el ataque aéreo. Los ponen en fila y, de inmediato, los ametrallan. Tendidos en el andén, sus cuerpos inertes están bañados en sangre, y sus ojos vidriosos parecen observarnos y decirnos que el infierno se ha acabado para ellos hoy en aquella vía de tren.

Cuando abre la puerta de nuestro vagón, el Feldgendarme siente náuseas. Da un paso atrás y vomita. Otros soldados se unen a él, con una mano delante de la boca para no oler el aire putrefacto que reina aquí. El olor agrio de la orina se mezcla con el de los excrementos y la pestilencia de las entrañas de Bastien, al que se le ha desgarrado el vientre.

Un intérprete anuncia que sacarán a los muertos de los vagones dentro de unas horas, pero nosotros sabemos que, con el calor que hace, cada minuto será insoportable.

Me pregunto si se tomarán la molestia de enterrar a los cuatro hombres asesinados que todavía yacen a pocos metros.

Se pide ayuda a los coches vecinos. En ese tren, hay personas con todo tipo de profesiones. Los fantasmas que lo pueblan son obreros, notarios, carpinteros, ingenieros y profesores. Autorizan a un médico, que también está prisionero, a socorrer a los numerosos heridos. Se llama Van Dick. Y le ayuda un cirujano español que ha ejercido como médico durante tres años en el campo de Vernet. Por mucho que se pasen las horas siguientes intentando salvar vidas, no hay nada que hacer; no tienen material y el calor sofocante no tardará en acabar con los que todavía se lamentan. Algunos suplican que avisen a su familia, otros parecen morir sonriendo, como liberados de su sufrimiento. En Parcoul-Médillac, al atardecer, los hombres perecen a decenas…

La locomotora ha quedado inutilizada. El tren no volverá a ponerse en marcha esta tarde. Schuster pide otra, que llegará a lo largo de la noche. Los ferroviarios habrán tenido tiempo para sabotearla un poco, su reserva de agua se agotará, y el convoy tendrá que detenerse más a menudo para llenar el depósito.

El silencio reina en la noche. Deberíamos rebelarnos, pero no tenemos fuerza. La canícula nos pesa como una placa de plomo y nos sume a todos en un estado semiinconsciente. Se nos empieza a hinchar la lengua y eso nos hace más difícil respirar. Álvarez no se había equivocado.