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Capítulo 33

– ¿Crees que lo consiguió? -pregunta Jacques.

Álvarez se merecía la oportunidad que le había dado la vida. El hombre y su hija le habían propuesto quedarse en su casa hasta la Liberación. Sin embargo, en cuanto se curó de sus heridas, Álvarez les dio las gracias por haberle curado y alimentado, y les dijo que debía volver al combate. El hombre no insistió porque sabía que su interlocutor estaba decidido. Entonces, recortó un mapa de la región que había en un calendario y se lo dio al compañero. Le regaló también un cuchillo y le aconsejó que fuera a Sainte-Bazeille: el encargado de la estación de allí formaba parte de la Resistencia. Cuando Álvarez llegó al lugar, se sentó en el banco que había enfrente del andén. El encargado en cuestión no tardó en fijarse en él y lo hizo entrar, de inmediato, en su despacho. Él le informó de que las SS de la región lo seguían buscando todavía. Lo llevó a un cuartucho en el que se guardaban algunas herramientas y ropas de ferroviario; le hizo ponerse una chaqueta gris y una gorra, y le entregó una maza pequeña. Tras comprobar la corrección de su uniforme, le pidió que lo siguiera por la vía. De camino, se cruzaron con dos patrullas alemanas. La primera no les prestó ninguna atención, la segunda los saludó.

Llegaron a la casa del guía al atardecer. La mujer y los dos hijos del jefe de estación recibieron a Álvarez. La familia no le preguntó nada. Durante tres días, lo cuidaron y lo alimentaron con un amor infinito. Sus salvadores eran vascos. La tercera mañana, un vehículo negro se detuvo delante de la casita en la que Álvarez estaba recuperando fuerzas. En él, llegaron tres francotiradores partisanos que venían a buscarlo para llevarlo al combate.

6 de julio

Al alba, el tren retoma su camino. Pasamos enseguida por delante de la pequeña estación de un pueblo de curioso nombre. En los carteles puede leerse Charmant, «encantador». Vistas las circunstancias, la ironía de este motivo geográfico nos hace gracia. Pero, bruscamente, el convoy vuelve a detenerse. Mientras nosotros nos ahogamos en nuestros vagones, Schuster se enfurece por esta enésima parada y piensa en un nuevo itinerario. El teniente alemán sabe que el avance hacia el norte es imposible. Los aliados avanzan inexorablemente y cada vez teme más las acciones de la Resistencia, que hace saltar vías para retrasar nuestra deportación.

***

De repente, la puerta se abre con estrépito. Cegados por la luz, vislumbramos en el marco a un soldado alemán ladrando. Claude me mira dubitativo.

– La Cruz Roja está allí, hay que ir a buscar un cubo al andén -dice un deportado que nos hace de intérprete.

Jacques me señala. Salto del vagón y caigo de rodillas. Al parecer, mi fisonomía de pelirrojo disgusta al Feldgendarme que está ante mí: después de que nuestras miradas se crucen, me golpea la cara con un magistral golpe de culata. Retrocedo por el impacto y caigo al suelo. Busco mis gafas a tientas y, por fin, las noto debajo de mi mano. Recojo los trozos y me los guardo en el bolsillo. En medio de una gran turbación, sigo a un soldado que me lleva detrás de un seto. Con el cañón de su fusil, me señala un cubo de agua y una caja de cartón que contiene hogazas de pan negro para compartir. Así organiza cada vagón su avituallamiento. Además, deduzco que las personas de la Cruz Roja y nosotros no debemos vernos nunca.

Cuando vuelvo al vagón, Jacques y Charles se precipitan a la puerta para ayudarme a subir. A mi alrededor, sólo veo una espesa neblina de color rojo. Charles me limpia la cara, pero la bruma no se disipa del todo. Entonces, entiendo lo que acaba de pasarme. Como ya te he dicho, la naturaleza no tuvo suficiente con la broma de hacer que mis cabellos fueran de color zanahoria, también tuvo que hacerme tan miope como un topo. Sin mis gafas, el mundo es borroso, estoy ciego, sólo puedo decir si es de día o de noche, apenas soy capaz de discernir las formas que se mueven a mi alrededor. Sin embargo, reconozco la presencia de mi hermano a mi lado.

– Vaya, ese cerdo te ha hecho daño de verdad.

Entre mis manos sujeto lo que queda de mis gafas: hay un pequeño trozo de cristal a la derecha de la montura, y otro un poco más grande pende en el lado izquierdo. Claude tiene que estar muy cansado para no darse cuenta de que su hermano no lleva nada sobre la nariz. Y sé que todavía no se ha dado cuenta de la magnitud del drama. Ahora tendrá que huir sin mí; desde luego, está fuera de cuestión cargarlo con un inválido. Jacques lo ha entendido todo. Le pide a Claude que nos deje y viene a sentarse junto a mí.

– ¡No te rindas! -susurra él.

– ¿Y qué quieres que haga ahora?

– Encontraremos una solución.

– ¡Jacques, siempre me has parecido optimista, pero ahora te superas!

Claude nos impone su presencia y casi me empuja para que le deje un poco de sitio.

– He pensado en algo para arreglar lo de tus gafas. Supongo que habrá que devolver el cubo.

– ¿Y bien?

– Pues como no autorizan ningún contacto entre la Cruz Roja y nosotros, habrá que volver a ponerlo detrás del seto, una vez vacío.

Me había equivocado, Claude no sólo había comprendido mi situación, sino que ya estaba intentando trazar un plan. Y por muy improbable que fuera, me temí que a partir de ahora sería yo el hermano pequeño.

– Todavía no entiendo adónde quieres ir a parar.

– Queda un trozo de cristal en ambos lados de la montura, lo bastante para que un optometrista pueda saber las dioptrías de miopía que tienes.

Con ayuda de una astilla de madera y un trozo de hilo arrancado de mi camisa, me esforzaba por reparar lo irreparable. Claude, exasperado, había puesto sus manos sobre las mías.

– ¡Deja de intentar arreglarlas!¡Escúchame, diablos! Con las gafas en ese estado, ni podrás saltar por la ventana ni echar a correr a toda pastilla. Pero si dejamos lo que queda en el fondo del cubo, tal vez alguien lo entienda y nos ayude.

Se me humedecieron los ojos, debo confesarlo. No porque la solución de mi hermano rebosara de amor, sino porque, hundidos como estábamos en la angustia, Claude tenía suficiente fuerza para tener esperanza. Aquel día me sentí tan orgulloso de él, lo quise con tanta fuerza, que todavía me pregunto si se lo he dicho lo suficiente.

– Su idea tiene sentido -dijo Jacques.

– No es ninguna tontería -añadió François, y todos los otros asintieron.

Yo no creí en ello ni un segundo. Me parecía inverosímil que nadie registrara el cubo antes de que lo recuperara la Cruz Roja, o que alguien descubriera los restos de mis gafas y se interesara por mi suerte y en el problema de visión de un prisionero al que van a deportar a Alemania. A Charles, en cambio, el plan de mi hermano le parecía «sorprendente».

Entonces, ignorando mis dudas y mi pesimismo, acepté separarme de los dos pequeños trozos de cristal que me habrían permitido, al menos, distinguir las paredes del vagón.

Para devolver a mis compañeros un poco de esa esperanza que me ofrecían con tanta generosidad, tal y como Claude había propuesto, por la tarde dejé los restos de mis gafas en el cubo vacío que sacaría del vagón. Y cuando la puerta se cerró, vi, en la sombra del enfermero de la Cruz Roja que se alejaba, el negro de la muerte invadirme.

Esa noche se desató una tormenta sobre Charmant. La lluvia chorreaba del techo y se colaba en el vagón por los agujeros que habían dejado las balas de los aviones ingleses. Los que todavía tenían fuerza para mantenerse en pie levantaban la cabeza para que les cayera el agua en sus bocas abiertas.