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Quienes todavía aguantaban, intentaban tranquilizar a los otros como podían.

En un vagón vecino, Walter explicaba a quien quisiera oírlo que los nazis jamás conseguirían llevarnos a Alemania, ya que los americanos nos liberarían antes. En el nuestro, Jacques se agotaba contándonos historias para entretenernos. Cuando tenía la boca demasiado seca para seguir hablando, la angustia renacía en el silencio que se instalaba.

Y mientras los compañeros morían en silencio, yo revivía por haber recobrado la vista; y, en cierto modo, me sentía culpable.

12 de julio

Son las dos y media de la madrugada. De repente, las puertas se desbloquean. La estación de Burdeos es un hervidero de soldados, se ha enviado a la Gestapo allí. Soldados armados hasta los dientes gritan y nos ordenan recoger las pocas pertenencias que nos quedan. Con golpes de culata y patadas, nos hacen bajar de los vagones y nos reagrupan en el andén. Algunos prisioneros están aterrorizados, otros se contentan con respirar aire a grandes bocanadas.

En filas de cinco, nos adentramos en la ciudad negra y silenciosa. No hay ni una estrella en el cielo.

En la calle desierta, donde se extiende nuestra amplia hueste, nuestros pasos resuenan. Las informaciones circulan de fila a fila. Algunos dicen que nos conducen al fuerte del Hâ, otros están seguros de que nos llevan a la prisión. Pero los que entienden alemán se han enterado, por las discusiones de los soldados que nos rodean, de que todas las celdas de la ciudad están ya llenas.

– Entonces, ¿adónde vamos? -susurra un prisionero.

– Schnell, schnell! -grita un Feldgendarme, dándole un puñetazo en la espalda.

La marcha nocturna en la ciudad muda acaba en la Rue Laribat, ante las puertas inmensas de un templo. Es la primera vez que mi hermano y yo entramos en una sinagoga.

Capítulo 35

No quedaba ningún mueble. El suelo estaba cubierto de paja y una fila de cubos demostraba que los alemanes habían pensado en nuestras necesidades. Las tres naves podían acoger a los seiscientos cincuenta prisioneros del convoy. Curiosamente, todos los que venían de la prisión de Saint-Michel se reagruparon cerca del altar. A las mujeres, que no habíamos visto en nuestro vagón, las hacinaron en un espacio vecino, al otro lado de una verja.

Así, algunas parejas se reencontraron junto a los barrotes que los separan. Esto basta para algunos si hace mucho que no se han visto. Muchos lloran cuando sus manos vuelven a tocarse. La mayoría permanece en silencio, las miradas bastan para decirlo todo cuando se ama. Otros apenas susurran, ¿qué pueden contar de sí mismos, de los días pasados, sin hacer daño al otro?

Al llegar la mañana, nuestros carceleros necesitarán toda su crueldad para separar a estas parejas y, a veces, tendrán que hacerlo a golpe de culata. Porque al alba, se llevan a las mujeres a una caserna de la ciudad.

Los días pasan y todos se parecen al anterior.

Por la noche, nos reparten un bol de agua caliente en el que nadan una hoja de col y, en ocasiones, pasta. Recibimos esta comida como si fuera un festín. De vez en cuando, los soldados vienen a buscar a algunos a los que no volvemos a ver, y se extiende el rumor de que sirven de rehenes; cuando la Resistencia lleva a cabo alguna acción en la ciudad, son ejecutados.

Algunos piensan en huir. Aquí, los prisioneros de Vernet simpatizan con los de Saint-Michel. Los hombres de Vernet se sorprenden de nuestra edad. No creen lo que ven sus ojos: chavales que hacen la guerra.

14 de julio

Estamos decididos a celebrar este día como es debido. Cada uno busca con qué fabricarse insignias con trozos de papel. Nos las colgamos al pecho. Cantamos «La Marsellesa». Nuestros carceleros miran hacia otro lado. La reprimenda sería demasiado violenta.

20 de julio

Hoy, tres miembros de la Resistencia, a los que conocimos aquí, han intentado escapar. Un soldado de guardia los ha sorprendido cuando removían la paja, detrás del órgano, donde hay una verja. Quesnel y Damien, que celebra hoy sus veinte años, han conseguido largarse a tiempo.

Roquemaurel ha recibido su tanda de patadas, pero, en el momento del interrogatorio, ha tenido la presencia de ánimo suficiente para afirmar que buscaba una colilla que le había parecido ver. Los alemanes lo han creído y no lo han fusilado. Roquemaurel es uno de los fundadores de los maquis de Bir-Hakeim que actuaba en Languedoc y Cévennes. Damien es su mejor amigo. A ambos los habían condenado a muerte tras su arresto.

En cuanto se recupera de sus heridas, Roquemaurel y sus camaradas traman un nuevo plan para otro día, que seguramente llegará.

La higiene aquí no es mejor que en el tren, y la sarna hace estragos. Las colonias de parásitos proliferan. Juntos, nos hemos inventado un juego: por la mañana, cada uno recoge en su cuerpo la cosecha de pulgas y piojos. Juntamos todos los bichos en pequeñas cajas improvisadas y, cuando pasan los Feldgendarmes para contarnos, las abrimos y les echamos encima el contenido.

Ni siquiera entonces nos rendimos, y este juego, por trivial que parezca, para nosotros es una manera de resistir, utilizando la única arma que nos queda y que nos corroe todos los días.

Pensábamos que estábamos solos en la lucha, pero aquí hemos conocido a quienes, como nosotros, no aceptaron jamás la condición que se les quería imponer y no admitieron que se atentara contra la dignidad de los hombres. Había mucho coraje en esa sinagoga, una valentía en ocasiones invadida por la soledad, pero tan fuerte que, algunas noches, la esperanza expulsaba de nuestro ánimo los pensamientos más oscuros que nos torturaban.

***

Al principio, todo contacto con el mundo exterior nos resultaba imposible, pero después de pasarnos dos semanas pudriéndonos allí, las cosas se organizan un poco. Siempre que los encargados de la comida salen del patio para ir a buscar la marmita, una pareja mayor que vive en una casa vecina canta las informaciones del frente a voz en grito. Una vieja dama que vive en un apartamento que da a la sinagoga escribe cada día en letras grandes los avances de las tropas aliadas, y nos los muestra en una pizarra que nos enseña por la ventana.

Roquemaurel se había prometido intentar una nueva evasión. Cuando los alemanes autorizan a algunos prisioneros a subir al piso superior para recoger útiles de aseo (ya que se habían apilado en la galería nuestras pocas maletas), se lanza con tres de sus compañeros. La ocasión es demasiado buena. Al final de la crujía que domina la gran sala de la sinagoga hay un cuartucho. Su plan es arriesgado pero posible. El cuartito linda con una de las vidrieras que adornan la fachada. Cuando llegue la noche, sólo habrá que romperlo y huir por los tejados. Roquemaurel y sus amigos se esconden a la espera de la caída de la noche. Pasan dos horas y la esperanza aumenta. Pero, de repente, oyen ruidos de botas. A los alemanes no les cuadran las cuentas y empiezan a buscar a los presos que faltan. Unos pasos se acercan y la luz penetra en su refugio. Por la cara de felicidad del soldado pueden imaginarse lo que les espera. Los golpes son tan violentos que Roquemaurel se queda inconsciente, bañado en su propia sangre. Cuando recobra la contienda a la mañana siguiente, lo llevan ante el teniente de guardia, cuyo nombre de pila es Christian. No alberga demasiadas esperanzas ante los acontecimientos que se avecinan.

No obstante, la vida no le reserva el destino que supone.