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»"Me parece perfecto", responde Georges.

»"Bien, bien, bien", dice papá, al volver al salón. "Entonces, pasa a verme el jueves que viene por la noche a mi taller, será mejor que repitamos juntos las palabras que vayamos a recitar al día siguiente, ya que, a partir de ahora, diremos juntos la plegaria."

»Cuando la cena acaba, Alice acompaña a Georges a la calle, espera a estar al abrigo de la puerta y rodea con sus brazos a su prometido.

»"Ha ido todo muy bien; tengo que quitarme el sombrero, te has desenvuelto como un maestro. No sé cómo te lo has hecho, pero papá no se ha dado cuenta de nada, no se imagina que no eres judío."

»"Sí, creo que me las he arreglado bastante bien", sonríe Georges alejándose.

»Así que es verdad, ni Claude ni yo habíamos entrado en una sinagoga antes de estar encerrados aquí.

***

Esa noche, los soldados dieron la orden a voz en grito de recoger las provisiones y el equipaje imprescindible, y agruparlo todo en el pasillo principal de la sinagoga. El que dirigía el proceso hacía cumplir las órdenes con patadas y puñetazos. No teníamos ni idea de adónde íbamos, pero había algo que nos tranquilizaba: cuando venían a buscar prisioneros para fusilarlos, los que se iban para no regresar debían abandonar sus pertenencias.

A primera hora de la noche, habían vuelto a traer a las mujeres a las que habían transferido al fuerte de Hâ, y las habían vuelto a encerrar en una sala próxima. A las dos de la mañana, las puertas del templo se abren. En fila, nos ponemos en marcha y cruzamos la ciudad desierta y silenciosa, siguiendo el mismo camino por el que habíamos venido.

Hemos vuelto a subir al tren. Se han unido a nosotros los prisioneros del fuerte de Hâ y todos los miembros de la Resistencia capturados en las últimas semanas.

Ahora, hay dos vagones de mujeres a la cabeza del convoy. Volvemos a salir en dirección a Toulouse, y algunos creen que regresamos a casa. Pero Schuster tiene otros planes en la cabeza. Se ha jurado que el destino final sería Dachau y nada lo detendrá, ni los ejércitos aliados que no dejan de avanzar, ni los bombardeos que arrasan las ciudades que cruzamos, ni los esfuerzos de la Resistencia por retrasar nuestro avance.

Cerca de Montauban, Walter consiguió, por fin, escapar. Se había dado cuenta de que una de las cuatro tuercas que fijaban los barrotes de la ventana había sido reemplazada por un perno.

Con la poca saliva que le queda y con toda la fuerza de sus dedos, se esfuerza por hacerla girar, y cuando tiene la boca demasiado seca, utiliza la sangre de las heridas de sus dedos para poder mover el perno. Tras horas y horas de sufrimiento, la pieza de metal empieza a moverse; a Walter le parece que ha llegado su oportunidad y que hay una esperanza.

Cuando consigue su objetivo, tiene los dedos tan hinchados que casi no puede separarlos. Ahora sólo tiene que empujar el barrote y tendrá suficiente espacio para colarse por el ventanuco. Agazapados en la sombra del vagón, tres compañeros lo miran: Lino, Pipo y Jean, todos jóvenes reclutas de la 35.a brigada. Uno llora porque ya no puede más, cree que se va a volver loco. El calor nunca ha sido tan fuerte. El ambiente es sofocante, y el vagón entero parece expirar al ritmo de los estertores de los prisioneros que se ahogan. Jean le suplica a Walter que los ayude a escapar. Walter duda, pero se siente incapaz de callarse y no ayudar a quienes considera hermanos suyos. Entonces, los rodea con sus manos heridas y les revela lo que ha conseguido hacer. Esperarán a que se haga de noche para saltar, él irá primero y los demás lo seguirán. En voz baja, repiten el procedimiento: agarrarse al montante para poder pasar todo el cuerpo fuera, y después saltar y correr tan lejos como se pueda. Si los alemanes empiezan a disparar, cada uno deberá irse por su lado; si tienen éxito, cuando la luz roja haya desaparecido remontarán la vía para reagruparse.

El día empieza a extinguirse, el momento que todos esperan tanto no tardará en llegar, pero parece que el destino tiene otros planes. El convoy disminuye su velocidad al entrar en la estación de Montauban. Con un chirrido de ruedas, nos ponemos en una vía muerta. Y cuando los alemanes con sus ametralladoras toman posición en el andén, Walter se dice que todo se ha estropeado. Sintiendo la muerte en el alma, los cuatro compañeros se encogen y todos vuelven a su soledad.

Walter querría dormir para recobrar fuerzas, pero la sangre le late en sus dedos y el dolor es mucho más fuerte. En el vagón se oyen algunos lamentos.

Son las dos de la mañana y el convoy se tambalea. El corazón de Walter ya no repica en sus manos, sino en su pecho. Sacude a sus compañeros y, juntos, esperan al mejor momento. La noche es demasiado clara, la luna casi llena que brilla en el cielo los delatará demasiado fácilmente. Walter mira por el ventanuco, el tren rueda a buena velocidad, a lo lejos, se perfilan unos matorrales.

***

Walter y dos compañeros pudieron huir del tren. Tras caer en la cuneta, se quedó durante un buen rato agazapado. Cuando la luz roja del convoy se apagó en la noche, levantó los brazos al cielo y gritó: «Mamá». Walter caminó durante dos kilómetros. Cuando llegó a la linde de un campo, se topó con un soldado alemán que estaba haciendo sus necesidades y que tenía su fusil con bayoneta apoyado a su lado. Tumbado en medio de las espigas de maíz, Walter esperó el instante propicio y se lanzó sobre él. Es una incógnita de dónde sacó las fuerzas para imponerse en la pelea. La bayoneta se quedó clavada en el cuerpo del soldado; cuando recorrió otros muchos kilómetros, Walter tenía la impresión de volar, como una mariposa.

El tren no se detuvo en Toulouse, no volvimos a casa; pasamos de largo Carcassone, Béziers y Montpellier.

Capítulo 36

Los días pasan y vuelve la sed. La gente de los pueblos por los que pasamos hace todo lo que puede para ayudarnos. Bosca, un prisionero de tantos, lanza por la ventana una notita que una mujer encuentra cerca de la vía, y se propone entregársela a su destinataria. En el trozo de papel, el deportado intenta tranquilizar a su esposa. La informa de que está a bordo de un tren que pasó por Agen el 10 de agosto y de que está bien, pero Madame Bosca no volverá nunca a ver a su marido.

Durante una parada cerca de Nîmes, nos dan un poco de agua, pan duro y mermelada variada. Los alimentos están incomestibles. En los vagones, algunos se han vuelto locos. Les rezuma baba de la comisura de los labios, se levantan, giran sobre sí mismos y gritan antes de derrumbarse sacudidos por espasmos que preceden a su muerte. Parecen perros rabiosos. Los nazis nos harán morir así a todos. Los que todavía conservan la razón no se atreven a mirarlos. Por tanto, los prisioneros cierran los ojos, se hacen un ovillo y se tapan las orejas.

– ¿Crees que la demencia es contagiosa? -me pregunta Claude.

– No sé nada, pero haced que se callen -suplica François. A lo lejos, las bombas caen sobre Nîmes. El tren se detiene en Remoulins.

15 de agosto

El convoy no se ha movido desde hace varios días. Desembarcan el cadáver de un prisionero que ha muerto de hambre. Los más enfermos reciben autorización para ir a aliviarse a lo largo de la vía. Aprovechan y arrancan briznas de hierbas que reparten al volver. Los hambrientos deportados se pelean por este alimento.

Los americanos y los franceses han desembarcado en Sainte-Máxime. Schuster busca una forma de pasar entre las filas aliadas que lo rodean, pero ¿cómo hacer para subir el valle del Ródano, y antes de eso, cruzar el río, cuando todos los puentes han sido bombardeados?