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Y cuando el teniente blande su revólver y le pregunta si eso la impresiona un poco más, la enfermera jefe se queda mirando a Schuster y le pide cortésmente un favor. Si consigue hacer acopio del suficiente valor para disparar a una mujer, y por la espalda, le rogaría que tuviera la amabilidad de apuntar al centro de la cruz que lleva en el uniforme. Añade que, por suerte, es lo suficientemente grande para que incluso un imbécil como él sea capaz de acertar el tiro. Eso le hará tener méritos en su hoja de servicios cuando vuelva a su casa, y todavía más si llegara a ser arrestado por los americanos o la Resistencia.

Aprovechando el estupor de Schuster, la enfermera jefe ordena a su particular tropa avanzar hacia los vagones. A los soldados del andén parece divertirles su autoridad. Quizá simplemente se sientan aliviados porque alguien obligue a su jefe a tener un poco de humanidad.

Ella es la primera en abrir la cancela de una puerta, y las otras mujeres la imitan.

La enfermera jefe de la Cruz Roja de Burdeos pensaba que lo había visto todo. Dos guerras y muchos años procurando sus cuidados a los más desfavorecidos la habían convencido de que nada podría sorprenderla. Sin embargo, cuando nos descubrió, se quedó boquiabierta, sintió arcadas y no pudo evitar que un «Dios mío» se escapara de su boca.

Las enfermeras, paralizadas, nos miran; en su rostro, los compañeros pueden ver el disgusto y el asco que nuestra condición les inspira. Aunque nos hubiéramos vestido lo mejor que hubiéramos podido, nuestra demacrada figura habría traicionado nuestro estado.

Las enfermeras llevan cubos y galletas a todos los vagones y cruzan algunas palabras con los prisioneros, pero Schuster empieza de inmediato a gritar a los de la Cruz Roja que se retiren, y la enfermera jefe considera que ya ha tentado suficientemente a la suerte por hoy. Las puertas vuelven a cerrarse.

– ¡Jeannot!¡Ven a ver! -dice Jacques, que se ocupa de repartir las galletas y el agua.

– ¿Qué pasa?

– ¡Date prisa!

Levantarse exige mucho esfuerzo y en la confusión en la que vivo desde hace varios días, el ejercicio es todavía más penoso. Pero siento una urgencia en los compañeros que me fuerza a reunirme con ellos. Claude me coge por el hombro.

– ¡Mira! -dice él.

Desde luego, Claude tiene unas curiosas ocurrencias. Aparte de la punta de mi nariz, no veo gran cosa: algunas siluetas entre las que reconozco la de Charles, y las de Marc y François detrás de él.

Distingo el contorno del cubo que Jacques levanta hacia mí, y, de repente, en el fondo vislumbro la montura de unas gafas nuevas. Extiendo la mano, que desaparece en el cubo, y agarro algo que todavía no puedo ver.

Los compañeros esperan silenciosos, aguantando la respiración, a que me ponga las gafas. De golpe, el rostro de mi hermano se vuelve tan claro como antes; veo la emoción en los ojos de Charles, la cara de alegría de Jacques, y las de Marc y François que me aprietan entre sus brazos.

¿Quién lo ha podido entender? ¿Quién ha sabido adivinar el destino de un deportado sin esperanza, al descubrir en el fondo de un cubo unas gafas rotas? ¿Quién ha tenido la bondad de hacer unas nuevas, de seguir al tren durante varios días, de encontrar, sin equivocarse, el vagón del que provenían y de hacer lo necesario para entregar un par nuevo?

– La enfermera de la Cruz Roja -responde Claude-. ¿Quién si no?

Quiero volver a ver el mundo, ya no estoy ciego, las tinieblas han desaparecido. Entonces, giro la cabeza y miro a mi alrededor. El primer paisaje que se ofrece a mi visión recobrada es de una tristeza infinita. Claude me lleva a la ventana.

– Mira qué buen día hace fuera.

Sí, mi hermano tiene razón, fuera hace buen día.

***

– ¿Crees que es guapa?

– ¿Quién? -pregunta Claude.

– ¡La enfermera!

Esa noche pienso que, tal vez, mi destino se perfile al fin. Las negativas de Sophie, de Damira y, para hablar claro, de todas las chicas de la brigada a besarme tenían, después de todo, un sentido. La mujer de mi vida, la verdadera, sería la que me había salvado la vista.

Al descubrir las gafas en el fondo del cubo, había comprendido enseguida la llamada de socorro que le había hecho desde mi infierno. Ella había escondido la montura en su pañuelo, tomando con un infinito cuidado los trozos de cristal que colgaban de él. Se había ido a ver a algún óptico de la ciudad, simpatizante de la Resistencia. Este último había buscado sin descanso cristales que se correspondieran con los fragmentos que había estudiado. Con la montura arreglada, vuelve a coger la bici, y sigue los raíles hasta que da con el convoy. Cuando lo vio dar media vuelta hacia Burdeos, supo que conseguiría entregar su paquete. Con la complicidad de la enfermera jefe de la Cruz Roja, escogió, antes de llegar al andén, el vagón que reconocía por los agujeros de balas que estriaban su lateral. Así, me devolvieron las gafas.

Esta mujer había demostrado tanto corazón, generosidad y coraje que me prometí que, si salía con vida, la buscaría en cuanto acabara la guerra y le pediría que se casara conmigo. Me imaginaba ya, conduciendo con el cabello al viento por una carretera rural, a bordo de un Chrysler descapotable, o, por qué no, en una bicicleta, lo que le daría más encanto. Llamaría a la puerta de su casa, llamaría dos veces, y, cuando me abriera, le diría: «Soy al que le salvaste la vida, y ahora mi vida te pertenece». Comeríamos frente al hogar, y nos contaríamos el uno al otro los últimos años, todos esos meses de sufrimiento a lo largo del camino en el que, al final, habíamos acabado por encontrarnos. Y cerraríamos juntos las páginas del pasado para pasar a escribir juntos los días que están por venir. Tendríamos tres hijos o más si ella quería, y viviríamos felices. Yo tomaría clases de pilotaje, como Claude me había prometido, y cuando obtuviera mi diploma, lo llevaría los domingos a sobrevolar la campiña francesa. A partir de ahora todo era lógico, mi vida tenía por fin sentido.

Teniendo en cuenta el papel que había tenido mi hermanito en mi salvación, y vista la relación que nos unía, era completamente normal que le pidiera enseguida que fuera mi testigo.

Claude me miró y carraspeó.

– Escucha, amigo mío, no tengo nada contra la idea de ser testigo en tu boda, incluso me siento honrado, pero debo decirte algo antes de que tu decisión sea definitiva. La enfermera que te ha traído las gafas es mil veces más miope que tú, a juzgar por el espesor de los vidrios que llevaba sobre la nariz. Bueno, me dirás que te da igual, pero, ya que todavía veías borroso cuando se fue, tengo que decírtelo: tiene cuarenta años más que tú, debe de estar ya casada y tener al menos doce hijos. No digo que en nuestro estado podamos ser exigentes, pero bueno… en este caso…

***

Nos quedamos tres días hacinados en aquellos vagones inmóviles en el andén de la estación de Burdeos. Los compañeros se ahogaban; de vez en cuando, uno de ellos se levantaba buscando un poco de aire, pero no lo encontraba.

El hombre se acostumbra a todo, es uno de sus grandes misterios. Ya no notábamos nuestro hedor, nadie se preocupaba del que se inclinaba por encima del minúsculo agujero de la tabla para aliviarse. Habíamos olvidado el hambre hacía mucho, sólo perduraba la obsesión de la sed; sobre todo, cuando una nueva hinchazón se formaba en nuestras lenguas. El aire se enrarecía no sólo en el vagón, sino también en nuestras gargaritas; cada vez era más difícil tragar. Pero nos habíamos acostumbrado al continuo sufrimiento corporal; nos acostumbramos a todas las privaciones, incluida la del sueño. Y los únicos que, durante unos cortos instantes, hallaban una liberación, eran quienes se refugiaban en la locura. Se levantaban, se ponían a gemir o a gritar; a veces, algunos lloraban antes de derrumbarse inconscientes.