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– ¿Por qué no me dijiste que estabais juntos? -pregunta Nuncio.

– Porque ella me lo había prohibido.

– ¡A santo de qué!

– Ella temía tu reacción, Nuncio. No soy italiano…

– Pero a mí me da igual que no seas de nuestro país, siempre y cuando la ames y la respetes. Todos somos el extranjero de alguien.

– Sí, todos somos el extranjero de alguien.

– De todas formas, lo sabía desde el primer día.

– ¿Quién te lo dijo?

– ¡Deberías haber visto su cara el día que volvió a casa la primera vez que debíais de haberos besado! Y cuando se iba a alguna misión contigo, o tenía que verte en algún sitio, se pasaba un buen rato arreglándose. No había que ser muy astuto para entenderlo.

– Te lo ruego, Nuncio, no hables de ella en pasado.

– Marc, sabes que a estas alturas debe de estar ya en Alemania, no me hago demasiadas ilusiones.

– Entonces, ¿por qué me hablas ahora de ella?

– Porque antes pensaba que saldríamos de esta, que nos liberarían, no quería que te rindieras.

– ¡Si te escapas me voy contigo, Nuncio!

Nuncio mira a Marc. Le pone la mano en el hombro y lo aprieta contra él.

– Lo que me tranquiliza es que Osna, Sophie y Marianne están con ella; ya verás cómo se ayudan mutuamente. Osna procurará que todas salgan bien paradas, no cejará en su empeño, puedes confiar en mí.

– ¿Crees que Álvarez lo habrá conseguido? -continúa Nuncio.

No sabíamos si nuestro compañero había sobrevivido, pero, en todo caso, había conseguido escaparse y la esperanza renacía en todos nosotros.

Algunas horas después, llegábamos a Burdeos.

A primera hora de la mañana, las puertas se abren y nos reparten por fin un poco de agua. Tenemos que humedecernos los labios y tomar pequeños sorbos, antes de que la garganta acepte abrirse para dejar pasar el líquido. El teniente Schuster nos autoriza a bajar en grupos de cuatro o cinco durante el tiempo justo para aliviarnos a un lado de la vía. Todas las salidas están vigiladas por soldados armados; algunos llevan granadas para una huida colectiva. Tenemos que agacharnos delante de ellos: una humillación más con la que hay que vivir. Mi hermano pequeño nos mira con cara triste. Le sonrío como puedo, bastante mal, me temo.

Capítulo 31

4 de julio

Las puertas se cierran de nuevo y la temperatura vuelve a subir. El convoy se pone en marcha. En el vagón, los hombres se han tumbado en el suelo. Los compañeros de la brigada estamos sentados apoyados contra la pared del fondo. Si alguien nos viera así, podría pensar que somos sus hijos y, sin embargo, sin embargo…

Discutimos sobre la ruta: Jacques apuesta por Angulema, Claude sueña con París y Marc está seguro de que nos encaminamos a Poitiers, aunque la mayoría se decanta por Compiègne. Allí hay un campo de tránsito que sirve como estación de enlace. Todos sabemos que la guerra en Normandía continúa, y parece que también hay combates en la región de Tours. Los ejércitos aliados avanzan hacia nosotros, y nosotros avanzamos hacia la muerte.

– ¿Sabes? -dice mi hermano pequeño-, me parece que somos más rehenes que prisioneros. Tal vez nos dejen en la frontera. Todos estos alemanes quieren volver a su casa y, si el tren no llega a Alemania, Schuster y sus hombres serán capturados. De hecho, temen que la Resistencia los retrase demasiado haciendo saltar las vías. Por eso el tren no avanza. Schuster intenta escapar. Por un lado, lo acosan los compañeros maquis, y por el otro, tiene un miedo terrible a un bombardeo de la aviación inglesa.

– ¿De dónde sacas esa idea? ¿Te lo has imaginado tú solo?

– No -confiesa él-. Mientras hacíamos pis en las vías, Meyer ha oído a dos soldados hablando entre ellos.

– ¿Y Meyer entiende el alemán? -pregunta Jacques.

– Habla yidis…

– ¿Y dónde está Meyer, ahora?

– En el vagón vecino -responde Claude.

En cuanto acaba de pronunciar su frase, el convoy se detiene. Claude se eleva hasta el ventanuco.

A lo lejos se ve el andén de una pequeña estación, es la de Parcoul-Médillac.

Son la diez de la mañana, no se ve ni rastro de viajero o de ferroviario alguno. El silencio preside el campo circundante. La jornada transcurre en medio de un calor insoportable. Nos ahogamos. Para ayudarnos a aguantar, Jacques nos explica una historia; François, sentado a su lado, lo escucha, perdido en sus pensamientos. Un hombre gime al fondo del vagón y pierde el conocimiento. Lo llevamos entre tres hacia el ventanuco. Sopla una suave corriente de aire. Otro gira en redondo sobre sí mismo y parece haberse vuelto loco. Se pone a gritar con un quejido cargante y se desploma también. Así transcurre la jornada de un 4 de julio, a pocos metros de la pequeña estación de Parcoul-Médillac.

Capítulo 32

Son las cuatro de la tarde. A Jacques no le queda saliva y se ha callado. Tan sólo algunos susurros perturban la insoportable espera.

– Tienes razón, tendremos que pensar en nuestra huida -dije yo sentándome cerca de Claude.

– No intentaremos el golpe hasta que estemos seguros de poder huir todos juntos -ordena Jacques.

– ¡Shhh! -susurra mi hermano pequeño.

– ¿Qué pasa?

– ¡Cállate y escucha!

Claude se levanta y yo lo sigo. Se acerca al ventanuco y mira por él. ¿Ha vuelto a oír antes que nadie el rugido de la tormenta?

Los alemanes salen del tren y corren hacia el campo, con Schuster a la cabeza. Los miembros de la Gestapo y sus familias corren a refugiarse en los taludes. Los soldados colocan unos fusiles ametralladores apuntándonos para evitar toda huida.

Claude está ahora mirando al cielo y aguza el oído.

– ¡Aviones!¡Atrás!¡Todos atrás y al suelo! -grita él.

Se oye el zumbido de los aviones que se acercan.

El joven capitán del escuadrón de cazas festejó ayer mismo su vigésimo tercer cumpleaños en el comedor de oficiales de un aeródromo del sur de Inglaterra. Hoy surca los cielos. Con la mano agarra la palanca y mantiene el pulgar sobre el botón que acciona las ametralladoras colocadas en las alas. Ante él, hay un tren inmóvil en la vía del ferrocarril, el ataque será sencillo. Da la orden a sus compañeros de que se pongan en formación, y se preparen para el ataque, y su avión empieza el descenso. En su visor se dibujan los vagones, no hay ninguna duda de que se trata de un transporte de mercancías alemanas para reabastecer el frente. Se da la orden de destruirlo todo. Tras él, se alinean a sus extremos sus compañeros de formación en el cielo azul: están listos. El convoy está a tiro. El piloto roza el gatillo con el pulgar. En la cabina se nota el calor.

¡Ahora! Las alas crepitan y las balas de rastreo caen como cuchillos sobre el tren que sobrevuela el escuadrón, bajo la respuesta de los soldados alemanes.

En nuestro vagón, las paredes de madera estallan con los impactos. Pasan proyectiles silbando por todas partes; un hombre grita y se derrumba, otro se sujeta las vísceras que se le salen del vientre desgarrado, un tercero ha perdido una pierna: es una carnicería. Los prisioneros intentan protegerse detrás de sus pocas maletas; la posibilidad de sobrevivir a ese asalto es irrisoria. Jacques se echó sobre François para hacerle de escudo con su cuerpo. Los cuatro aviones ingleses se suceden unos a otros, el rugido de sus motores late sordamente en nuestros tímpanos, pero, de repente, se alejan y ganan altura. Por el ventanuco, se los ve girar a lo lejos y volver hacia el convoy a cierta altitud.

Estoy preocupado por Claude y lo agarro entre mis brazos. Su rostro está muy pálido.

– ¿Te han herido?

– No, pero tú tienes sangre en el cuello -dice mi hermano pasando su mano por mi herida.

Sólo es un rasguño en la piel. A nuestro alrededor reina la desolación. Hay seis muertos en el vagón y muchos heridos. Jacques, Charles y François están a salvo. No sabemos nada de las pérdidas en los otros vagones. En el talud hay un soldado alemán bañado en su propia sangre.