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– Maldita sea, ¿qué estarán haciendo? -farfulla Jacques.

– ¡Cerdos! -responde mi hermano.

– ¿Crees que…?

– ¡Cállate, Jeannot! -ordena Jacques, antes de volver a sentarse de espaldas a la puerta y con la cabeza hundida entre las rodillas.

***

Delzer ha vuelto a la celda de los condenados, con el rostro deshecho.

– Lo siento, chicos.

– ¿Y cómo lo van a llevar? -dice en tono de súplica Antoine.

– Lo llevarán en una silla. El retraso se debe a eso. He intentado disuadirles, decirles que esas cosas no deben hacerse, pero se han cansado de esperar a que se cure.

– ¡Menudos cerdos! -grita Antoine.

Enzo le dice para consolarlo:

– ¡Quiero ir a pie!

Se levanta, tropieza y cae. El vendaje se deshace, su pierna está completamente podrida.

– Te van a llevar en una silla -dice suspirando Delzer-, no vale la pena que sufras más.

Lo siguiente que oye Enzo tras esas palabras es el ruido de los pasos de quienes vienen a por ellos.

***

– ¿Lo has oído? -dice Samuel enderezándose.

– Sí -susurra Jacques.

En el patio retumban los pasos de los gendarmes.

– Acércate a la ventana, Jeannot, y dinos qué está pasando.

Avanzo hasta los barrotes, y Claude me ayuda a auparme. A mi espalda, los compañeros esperan a que les cuente la triste historia de un mundo en el que dos muchachos perdidos, a primera hora de la mañana, son conducidos a la muerte, la historia en la que uno de ellos se tambalea sobre una silla que llevan dos gendarmes.

Al que está de pie, lo atan al poste, y al otro, lo dejan a su lado.

Doce hombres forman una fila. Oigo crujir los dedos de Jacques, y doce disparos que estallan al amanecer de un último día. Jacques grita: «¡no!», más fuerte todavía que el canto que se eleva, y por más tiempo del que duran los versos de «La Marsellesa».

Las cabezas de nuestros compañeros se balancean y caen, sus pechos agujereados derraman su sangre; la pierna de Enzo todavía da patadas, después se extiende y se desplaza hacia un lado.

Con la cabeza en el suelo, y en el silencio que ahora reina en el ambiente, te juro que sonríe.

***

Aquella noche, cinco mil buques provenientes de Inglaterra cruzaron el canal de la Mancha. Al amanecer, dieciocho mil paracaidistas bajaron del cielo, y soldados americanos, ingleses y canadienses desembarcaron a miles en las playas de Francia; tres mil se dejaron la vida en las primeras horas de la mañana, la mayoría descansa en los cementerios de Normandía.

Υ

Estamos a 6 de junio de 1944, son las seis. Al alba, en el patio de la prisión de Saint-Michel de Toulouse, han fusilado a Enzo y Antoine.

Capítulo 29

Durante las tres semanas siguientes, los aliados vivieron un infierno en Normandía. Cada día aportaba su lote de victorias y esperanza; París no había sido liberado todavía, pero la primavera que Jacques llevaba tanto tiempo esperando se anunciaba, y, aunque llegaba tarde, nadie podría quejarse.

Todas las mañanas, durante el paseo, intercambiábamos con nuestros compañeros españoles noticias de la guerra. Ahora, estamos seguros de que no tardarán en liberarnos. Pero el intendente de policía Marty, siempre lleno de odio, tuvo otra idea. A finales de mes, dio orden a la administración penitenciaria de entregar a los nazis a todos los presos políticos.

Al alba, nos reunieron en la galería, bajo la vidriera gris. Todos llevamos nuestro petate, el plato de comida y nuestras pocas pertenencias.

El patio se llena de camiones y los Waffen-SS ladran para obligarnos a formar filas. La prisión está en estado de sitio. Nos rodean. Los soldados gritan y nos hacen avanzar a golpes de fusil. En la fila, me reúno con Jacques, Charles, François, Marc, Samuel, mi hermano y con todos los compañeros supervivientes de la 35.a brigada.

Con los brazos a la espalda, el jefe Theil, rodeado por otros guardias, nos mira, y sus ojos brillan de odio.

Me acerco al oído de Jacques y le susurro:

– Míralo, está pálido. Prefiero estar en mi piel que en la suya.

– ¡Pero te das cuenta de adónde vamos, Jeannot!

– Sí, pero iremos con la cabeza alta y él vivirá siempre con la cabeza baja.

Υ

Todos nosotros esperábamos la libertad, pero cuando se abren las puertas de la prisión, todos salimos en fila y encadenados. Cruzamos la ciudad bajo vigilancia, y algunos escasos peatones, silenciosos en aquella mañana pálida, se quedan mirando al grupo de presos al que conducen a la muerte.

En la estación de Toulouse, llena de recuerdos, un convoy de vagones de mercancías nos espera.

En fila en el andén, todos adivinamos adónde nos lleva ese tren. Es uno de los que, desde hace muchos meses, cruzan Europa, uno de esos cuyos pasajeros no vuelven jamás.

Con destino a Dachau, Ravensbrück, Auschwitz o Birkenau. El tren al que nos fuerzan a entrar, como si fuéramos animales, es un tren fantasma.

TERCERA PARTE

Capítulo 30

El sol no está todavía en lo más alto del cielo, los cuatrocientos prisioneros del campo de Vernet esperan en el andén, que ya está impregnado de la tibieza del día. Los ciento cincuenta detenidos de la prisión de Saint-Michel se unen a ellos. Se añaden al convoy algunos vagones de pasajeros, además de los de mercancías que están reservados para nosotros. En aquéllos, embarcan los alemanes acusados de pequeños delitos. Regresan a su casa custodiados. También suben algunos miembros de la Gestapo que han conseguido ser repatriados junto con sus familias. Los Waffen-SS se sientan en los estribos con el fusil sobre las rodillas. Cerca de la locomotora, el jefe del tren, el teniente Schuster, da órdenes a sus soldados. A la cola del convoy añaden una plataforma a la que suben un inmenso proyector y una ametralladora. Los SS nos empujan. A uno de ellos no le gusta la cara de un prisionero y le asesta un golpe con la culata. El hombre se cae al suelo y se levanta agarrándose el estómago. Las puertas de los vagones, propios de ganado, se abren. Me vuelvo y miro por última vez el color del día. No hay ni una nube, se anuncia un caluroso día de verano, y yo parto hacia Alemania.

El andén está repleto de gente, hay deportados en fila delante de todos los vagones, y yo, extrañamente, ya no oigo ruido alguno. Cuando nos empujan, Claude se inclina a mi oído.

– Éste es el último viaje.

– ¡Cállate!

– ¿Cuánto tiempo crees que estaremos ahí dentro?

– El tiempo que haga falta. ¡Te prohíbo que te mueras!

Claude se encoge de hombros, le ha llegado el turno de subir, me tiende la mano y lo sigo. Detrás de nosotros, la puerta del vagón se cierra.

Necesito un poco de tiempo para habituarme a la oscuridad. Los ventanucos están tapados con tablas rodeadas de espino. En ese vagón, han amontonado a sesenta personas, tal vez incluso a unos pocos más, y me doy cuenta de que tendremos que hacer turnos para descansar.

Enseguida llega el mediodía, el calor es insoportable y el convoy todavía no se mueve. Si el tren se pusiera en marcha, tal vez tendríamos un poco de aire, pero no ocurre así. Un italiano que no puede soportar la sed hace pis entre sus manos y se bebe su propia orina. Entonces, se tambalea y acaba desvaneciéndose. Lo sostenemos entre tres ante la pequeña corriente de aire que entra por el ventanuco. Mientras lo reanimamos, otros pierden la conciencia y se derrumban.