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Mi hermano, que sueña con estudiar Medicina algún día, lo que en su situación revela un cierto optimismo, añade enseguida:

– Para eso bastaría con que las heridas se infectaran.

Jacques se lo queda mirando y se pregunta si aquellos dos hermanos comparten algún tipo de defecto congénito que los predisponga a decir obviedades.

– Lo difícil -añade Claude- es conseguir que las heridas se infecten.

– Necesitamos ganarnos la complicidad del enfermero.

Saco de mi bolsillo el cigarrillo y las pastillas de azufre que me dio hace un rato, y le digo a Jacques que he notado en ese hombre una cierta compasión por nosotros.

– ¿Hasta el punto de correr riesgos para salvar a uno de los nuestros?

– Jacques, hay mucha gente que está dispuesta a asumir riesgos para salvar la vida de un muchacho.

– Jeannot, me da igual lo que haga o deje de hacer la gente, lo que me interesa es ese enfermero que has conocido. ¿Cómo valoras las oportunidades que podemos tener con él?

– No sé qué decir, en fin, no me parece un mal tipo.

Jacques camina hacia la ventana, reflexiona; no deja de pasarse la mano por su rostro demacrado.

– Hay que volver a verlo -dice él-. Debemos preguntarle si nos ayudará a conseguir que el compañero Enzo vuelva a caer enfermo. Él sabrá cómo hacerlo.

– ¿Y si no quiere? -interviene Claude.

– Le hablaremos de Stalingrado, le diremos que los rusos han llegado a las fronteras de Alemania, que los nazis están perdiendo la guerra, que el desembarco no tardará y que la Resistencia sabrá recompensarlo cuando todo haya acabado.

– ¿Y si no se deja convencer? -insiste mi hermano.

– Entonces, lo amenazaremos con saldar cuentas con él después de la Liberación -responde Jacques. Y aunque detesta sus propias palabras, los medios no importan, hay que conseguir que la herida de Enzo se gangrene.

– ¿Y cómo le vamos a decir todo eso al enfermero? -pregunta Claude.

– Todavía no lo sé. Si volvemos a usar el truco del enfermo, los guardias no se lo tragarán.

– Creo que sé un modo -dije sin reflexionar demasiado.

– ¿Cómo pretendes hacerlo?

– A la hora del paseo, los guardias están todos en el patio. Voy a hacer la única cosa que no se esperan: voy a escaparme dentro de la prisión.

– No digas tonterías, Jeannot, si te pillan, te matarán.

– ¡Pensaba que había que salvar a Enzo a cualquier precio!

La noche acaba y llega un nuevo día, tan gris como los demás. Es la hora del paseo. Con el ruido de las botas de los guardias que avanzan por la pasarela, vuelve a mi memoria el aviso de Jacques: «si te cogen, te matarán»; pero, de inmediato, vuelvo a pensar en Enzo. Los cerrojos chasquean, las puertas se abren y los prisioneros se alinean ante Touchin, que empieza a contarlos.

Tras saludar al jefe de los guardias, el séquito se adentra en la escalera de caracol que lleva a la planta baja. Pasamos bajo la cristalera que ilumina pobremente la galería; nuestros pasos resuenan sobre la piedra desgastada y entramos en el pasillo que lleva al patio.

Todo mi cuerpo está en tensión, debo aprovechar la curva para colarme, camuflado en medio de la formación, por la pequeña puerta entreabierta. Sé que de día nunca está cerrada para que el guardia pueda echar una ojeada desde su silla a la celda de los condenados a muerte. Conozco el camino, ayer lo seguí bajo custodia. Ante mí, hay una cámara de apenas un metro, y, al final, unos escalones llevan a la enfermería. Los matones están en el patio, es mi oportunidad.

Cuando me ve, el enfermero se sobresalta. Por mi cara, sabe que no tiene nada que temer. Le hablo y él me escucha sin interrumpirme; de repente, se sienta abatido en un taburete.

– No aguanto más esta prisión -dice-, no puedo soportar durante más tiempo saber que todos me vigilan, ni la sensación de impotencia que me embarga cuando tengo que saludar a esos cerdos que os vigilan y os apalean a la primera de cambio. No aguanto más los fusilamientos del patio; pero debo vivir, ¿no? Tengo que alimentar a mi mujer, y al hijo que esperamos, ¿entiendes?

Entonces me toca a mí reconfortar al enfermero, a mí, el judío pelirrojo y miope que está en los huesos y con la piel en carne viva, llena de las picaduras que las pulgas me dejan cada día como recuerdo de la noche anterior; a mí, el prisionero que espera la muerte, como quien espera su turno en el médico, con el estómago vacío, ¡a mí me toca tranquilizarlo sobre su futuro!

Deberías haberme oído hablándole de todo aquello en lo que todavía creía: los rusos de Stalingrado, la degradación de los frentes del este, el desembarco y la derrota de los alemanes, que caerán de sus pedestales como las hojas en otoño.

El enfermero me escucha; me escucha como un niño que casi ha dejado de estar asustado. Al acabar mi relato, los dos nos hemos hecho cómplices. Cuando me parece que su ansiedad se ha calmado, le explico que tiene entre sus manos la vida de un muchacho de tan sólo diecisiete años.

– Escucha -dice el enfermero-, mañana lo bajarán a la celda de los condenados; antes, si él está de acuerdo, le pondré un vendaje en la herida y, con un poco de suerte, la infección volverá y lo subirán aquí de nuevo. Pero, en los próximos días, tendréis que pensar en alguna estrategia para que sea así.

En sus armarios encontramos desinfectante, pero ningún producto que sirva para infectar. Por tanto, el único recurso que nos queda es orinar sobre el vendaje.

– Vete ahora -me dice mirando por la ventana-, el paseo se está acabando.

Me reuní con los prisioneros, sin que los guardias notaran nada, y Jacques se acercó a mí discretamente.

– ¿Y bien? -me preguntó él.

– ¡Tengo un plan!

***

Al día siguiente, el día después de aquél, y todos los días que le siguieron, a la hora del paseo yo me organizaba el mío propio sin los demás. Cuando pasaba por delante de la cámara, me salía raudo de la fila de los prisioneros. Sólo debía girar la cabeza para ver a Enzo en la celda de los condenados a muerte, durmiendo en su lecho.

– ¿Ya vuelves a estar aquí, Jeannot? -decía él, mientras se estiraba y se levantaba inquieto-. ¿Qué te traes entre manos? Estás loco: si te pillan, te fusilarán.

– Lo sé, Enzo, Jacques me lo ha dicho cien veces, pero hay que volver a prepararte el vendaje.

– Vuestra historia con el enfermero es rara de verdad.

– No te preocupes por nada, Enzo, está de nuestra parte, sabe lo que se hace.

– ¿Entonces? ¿Tenéis alguna noticia?

– ¿De qué?

– ¡Del desembarco, claro! ¿Dónde están los americanos? -preguntó Enzo, del mismo modo que un niño, después de tener una pesadilla, pregunta si todos los monstruos han vuelto debajo de su cama.

– Escucha, los rusos han empezado a ganar a los alemanes, se dice incluso que pronto liberarán Polonia.

– Pues eso está muy bien.

– Pero sobre el desembarco, por ahora no se sabe nada.

Pronuncié esas palabras con voz triste y Enzo lo notó; frunció los ojos, como si la muerte tirara su lazo hacia él y fuera reduciendo las distancias.

Y mi compañero adopta una expresión seria mientras cuenta los días.

Enzo levanta un poco la cabeza para mirarme de reojo.

– De verdad que tienes que irte, Jeannot, ¿te das cuenta de lo que te harán si te pillan?

– Me iría con mucho gusto, pero ¿dónde quieres que vaya?

Enzo se rio y me alegré de ver a mi amigo sonreír.

– ¿Y tu pierna?

Se la miró y se encogió de hombros.

– ¡Pues va bastante bien!

– Pues va a volver a dolerte, pero eso es mejor que lo peor, ¿no?

– No te preocupes, Jeannot, lo entiendo; y siempre será menos doloroso que las balas que me hagan estallar los huesos. Ahora, vete, antes de que sea demasiado tarde.