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La cara de mi amigo palidece y noto una patada en los riñones. Por mucho que grite que son unos cerdos, los guardias no dejan de apalearme; me doblo en dos, y, cuando caigo de espaldas al suelo, siguen las patadas. Mi sangre se extiende por el suelo. Enzo se ha levantado, y, sujetándose en los barrotes de su celda, suplica que me dejen.

– Vaya, veo que ya te tienes de pie -dice con sorna el guardia.

Querría desmayarme para dejar de sentir el incesante aluvión de golpes que me cae encima como una tormenta de verano. Qué lejos está la primavera de esos fríos días de mayo.

Capítulo 27

Me despierto lentamente. Me duele la cara, mis labios están pegados por la sangre seca. Tengo los ojos demasiado hinchados para saber si la bombilla del techo de la celda está encendida. Oigo voces por el tragaluz, todavía estoy vivo. Los compañeros están paseando por el patio.

***

Un chorro de agua cae del grifo que hay colocado en una pared exterior. Los compañeros van pasando. Los dedos helados apenas pueden sujetar la pastilla de jabón que utilizan para lavarse. Una vez acabado el aseo, se cruzan algunas palabras y van a calentarse a la parte del patio donde toca el sol.

Los guardias se fijan en uno de los nuestros. En sus ojos tienen una mirada de buitre. Al chico empiezan a temblarle las piernas, los prisioneros se aprietan en torno a él, lo rodean para protegerlo.

– ¡Venga, ven con nosotros! -dice el jefe.

– ¿Qué quieren? -pregunta el pobre Antoine, con cara de miedo.

– ¡Te he dicho que vengas! -ordena el matón abriéndose paso en medio de los detenidos.

Extiende las manos para agarrar a Antoine y se lo lleva a la fuerza.

– No te preocupes -murmura uno de los compañeros.

– Pero ¿qué quieren de mí? -repite sin cesar el adolescente al que se llevan agarrándolo del hombro.

Aquí todos saben qué quieren los buitres, y Antoine lo entiende. Al dejar el patio, mira a sus amigos, mudo; su adiós es silencioso, pero los prisioneros inmóviles lo oyen.

Los guardias lo llevan hasta su celda. Cuando entra, le ordenan que recoja sus cosas, todas ellas.

– ¿Todas mis cosas? -suplica Antoine.

– ¿Estás sordo? ¿Qué acabo de decir?

Y mientras Antoine enrolla su jergón, está embalando su vida; diecisiete años de recuerdos se empaquetan muy rápidamente.

Touchin se balancea.

– Venga, ven -dice con un rictus de asco en sus gruesos labios.

Antoine se acerca a la ventana, coge un lápiz para garabatear una palabra a los que todavía están en el patio, no los volverá a ver.

– ¡Anda, tira! -dice el jefe golpeándole en los riñones. Agarran a Antoine por el pelo, tan fino que se lo arrancan.

El muchacho se levanta y coge su hatillo, lo aprieta contra su vientre y sigue a los dos guardias.

– ¿Adónde vamos? -pregunta con voz frágil.

– ¡Lo verás cuando llegues!

Y cuando el jefe de los guardias abre la reja de la celda de los condenados a muerte, Antoine alza la mirada y sonríe al prisionero que lo recibe.

– ¿Qué haces aquí? -pregunta Enzo.

– No sé -responde Antoine-, creo que me han enviado aquí para que no te sientas solo. ¿Para qué si no?

– Desde luego, Antoine -responde con ternura Enzo-, ¿para qué otra cosa podría ser?

Antoine se queda callado, Enzo le ofrece la mitad de su hogaza de pan, pero el chaval no la quiere.

– Tienes que comer.

– ¿Para qué?

Enzo se levanta y, dando saltitos, va a sentarse en el suelo, contra la pared. Apoya la mano sobre el hombro de Antoine y le enseña la pierna.

– ¿Crees de verdad que me tomaría todas estas molestias si no hubiera esperanza?

Con los ojos abiertos como platos, Antoine mira la herida supurante.

– Entonces, ¿lo han logrado? -balbucea él.

– Pues sí, ya ves, lo han logrado. Tengo incluso noticias del desembarco, por si te interesa.

– ¿A ti, que estás en la celda de los condenados a muerte, te llegan ese tipo de noticias?

– ¡Pues claro! Y además, mi pequeño Antoine, no has entendido nada. Ésta no es esa celda de la que hablas, ésta es la de dos miembros de la Resistencia que están todavía vivos. Ven, tengo que enseñarte una cosa.

Enzo busca en su bolsillo y saca una moneda de cuarenta céntimos totalmente destrozada.

– La tenía en mi forro.

– La has dejado hecha un asco -dice suspirando Antoine.

– Tenía que quitarle primero la imagen de Pétain. Ahora que está completamente lisa, mira qué he empezado a grabar. Antoine se acerca a la moneda y lee las primeras letras.

– ¿Qué has puesto?

– Todavía no está acabada, pero dirá: «Quedan bastillas por tomar».

– Para ser honesto, Enzo, no sé si es algo bonito o tonto.

– Es una cita. No es mía, sino algo que Jeannot me dijo una vez. Me vas a ayudar a acabar, porque, para ser tan honesto como tú, con la fiebre que vuelvo a tener no tengo fuerzas, Antoine.

Y mientras Antoine dibuja las letras sobre la moneda con un viejo clavo, Enzo, apoyado contra el tabique, inventa para él noticias sobre la guerra.

Émile es comandante, ha levantado un ejército, y ahora tienen coches, morteros y muy pronto cañones. La brigada ha vuelto a formarse y realiza ataques por todas partes.

– Como ves -concluye Enzo-, no somos nosotros los que estamos jodidos, ¡créeme! Y todavía no te he hablado del desembarco. Será muy pronto. Cuando Jeannot salga de su celda, los ingleses y los americanos estarán aquí, ya verás.

De noche, Antoine no sabe si Enzo le ha dicho la verdad o si la fiebre y los delirios le hacen confundir los sueños con la realidad.

Por la mañana, se deshace el vendaje y remoja las vendas en la tina antes de volver a ponérselas. El resto del día se lo pasa velando a Enzo, vigilando su respiración. Cuando no se está quitando los piojos, trabaja sin descanso en su moneda y, cada vez que graba una nueva palabra, murmura a Enzo que al final tendrá razón y asistirán juntos a la Liberación.

***

Un día de cada dos, el enfermero va a visitarlo. El guardia jefe le abre la puerta de la celda y lo encierra con ellos, dejándole un cuarto de hora para ocuparse de Enzo, ni un minuto más.

Antoine había empezado a deshacer el vendaje y a disculparse. El enfermero deja su botiquín en el suelo y lo abre.

– A este paso, lo habremos matado antes de que se encargue el pelotón.

Les ha llevado aspirina y un poco de opio.

– No le des demasiado; no volveré hasta dentro de dos días, y mañana el dolor será todavía más fuerte.

– Gracias -susurra Antoine cuando el enfermero se levanta.

– De nada. Os doy todo lo que puedo -dice el enfermero desolado.

Se mete las manos en los bolsillos de su bata y se gira hacia las rejas de la celda.

– Dime, enfermero, ¿cómo te llamas? -pregunta Antoine.

– Jules, me llamo Jules.

– Pues gracias, Jules.

Y el enfermero vuelve a girarse para mirar de frente a Antoine.

– Vuestro compañero Jeannot ha vuelto con los demás.

– ¡Ah! Esa es una buena noticia -dice Antoine-, ¿y los ingleses?

– ¿Qué ingleses?

– Pues los aliados, el desembarco, ¿no os habéis enterado de nada? -pregunta Antoine estupefacto.

– He oído cosas pero nada preciso.

– ¿Nada preciso o nada que se precise? Porque en nuestro caso, Jules, no es lo mismo, ¿lo entiendes?

– Y tú, ¿cómo te llamas? -pregunta el enfermero.

– ¡Antoine!

– Pues escucha, Antoine. A ese Jeannot del que te hablé antes, le mentí cuando vino a verme para ayudar a tu compañero con su pierna, que, por cierto, yo le había curado bastante bien. No soy médico, sólo enfermero, y estoy aquí porque me pillaron robando sábanas y otras fruslerías en el hospital en el que trabajaba. Me condenaron a cinco años de prisión: soy lo mismo que tú, un prisionero. Bueno, no del todo, vosotros sois presos políticos, y yo, uno común, así que no soy nada.