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A Rubio lo conozco mejor que a los demás, los dos tenemos algo en común, una particularidad que nos hace casi inseparables. Rubio es pelirrojo, tiene la piel llena de pecas y los ojos claros, pero la naturaleza ha sido más generosa con él que conmigo: él tiene una vista perfecta, mientras que yo soy miope hasta el punto de que, sin mis gafas, estoy ciego. Rubio tiene un humor sin igual, basta con que abra la boca para que todo el mundo empiece a reír. Aquí, entre estos muros oscuros, ése es un don precioso, porque las ganas de reír, bajo la cristalera llena de suciedad que domina las pasarelas, son más bien escasas.

A Rubio debían de irle bien las cosas con las chicas en el exterior. Tendré que pedirle que me enseñe algunos trucos, por si algún día vuelvo a ver a Sophie.

La fila de españoles sigue avanzando, mientras Touchin los cuenta uno a uno. Rubio camina con rostro imperturbable, se detiene y hace una genuflexión ante el jefe; éste, encantado, entiende su gesto como una reverencia, aunque Rubio se está riendo abiertamente de él en su cara. Detrás de Rubio están el viejo profesor que quería enseñar en catalán, el campesino que ha aprendido a leer en su celda y ahora recita versos de García Lorca, el antiguo alcalde de un pueblo de Asturias, un ingeniero que sabía encontrar agua incluso aunque estuviera escondida en el fondo de la montaña y un minero apasionado por la Revolución francesa que canta las letras de Rouget de Lisie sin que nadie sepa si las entiende de verdad.

Los prisioneros se detienen ante la celda dormitorio y, uno a uno, empiezan a desnudarse.

La ropa que se quitan es la misma con la que luchaban durante la guerra de España. Sus pantalones de tela sólo se les sujetan con cordones usados, las alpargatas que se cosieron en los campos del oeste ya casi no tienen suelas; pero, a pesar de ir vestidos con harapos, los camaradas españoles tienen un aspecto noble. Castilla es bella y también lo son sus hijos.

Touchin se frota el vientre, eructa, se pasa la mano bajo la nariz y se seca los mocos con el reverso de la manga de su chaqueta.

Observa que los españoles se están tomando su tiempo esa noche, son más minuciosos de lo normal. Pliegan sus pantalones, se quitan las camisas y las dejan sobre la barandilla; todos a la vez, se agachan y alinean sus alpargatas en el suelo. Touchin agita el bastón, como si con su gesto pudiera marcar el tiempo.

Cincuenta y siete cuerpos delgados y opalinos se vuelven ahora hacia donde está él. Touchin mira y escucha, hay algo que no funciona, pero ¿qué? El guardia se rasca la cabeza, se levanta el quepi y se inclina hacia atrás como si esa postura pudiera darle un poco de perspectiva. Está seguro de que hay algo que no va bien, ¿qué es? Mira brevemente a su colega de la izquierda, que se encoge de hombros, y, después, al de la derecha, que hace lo mismo, y Touchin descubre algo inadmisible:

– Pero ¿qué hacéis todavía con los calzoncillos puestos, cuando deberíais estar ya con los cojones al aire?

Por algo Touchin es el jefe, sus dos acólitos no se habían fijado en nada. Touchin se inclina hacia un lado para comprobar si, en la fila, había al menos uno que hubiera obedecido, pero no, todos, sin excepción, llevan todavía la ropa anterior.

Rubio se cuida mucho de reírse, aunque se muere de ganas al ver la cara contrariada de Touchin. Es una verdadera batalla en la que, por anodina que parezca, hay mucho en juego. Es la primera, y si la ganan, habrá más victorias.

Rubio, que es único para burlarse de Touchin, lo mira inocentemente como preguntándose a qué están esperando para entrar en las celdas.

Y como Touchin, estupefacto, no dice nada, Rubio da un paso adelante y la fila de prisioneros lo da también. Entonces Touchin, desamparado, se precipita hacia la puerta de la celda y, con los brazos en cruz, les barra el paso.

– Vamos, vamos, ya conocéis el reglamento -les advierte Touchin, que no quiere historias-. El prisionero y el calzoncillo no pueden entrar a la vez en la celda. El calzoncillo duerme sobre la barandilla, y el prisionero en la celda; siempre ha sido así, ¿por qué cambiar hoy? Vamos, vamos, Rubio, no hagas el imbécil.

Rubio no va a cambiar de opinión, mira a Touchin y le dice tranquilamente en su lengua que no se lo va a quitar.

Touchin amenaza, prueba empujando a Rubio, lo agarra por el brazo y lo sacude. Pero bajo los pies del jefe de los guardias, las baldosas desgastadas por los pasos de los prisioneros están resbaladizas por el frío húmedo. Touchin se agita y cae de espaldas. Los guardias se apresuran a levantarlo. Furioso, Touchin levanta la mano sobre Rubio, pero Boldados da un paso adelante y se interpone. Cierra los puños, pero les ha jurado a los otros que no los utilizará, y que no estropeará su estratagema con un ataque de cólera, aunque sea legítimo.

– ¡Yo tampoco me voy a quitar el calzoncillo, jefe!

Touchin, rojo de ira, agita su bastón y grita a quien le quiera escuchar:

– Una rebelión, ¿es eso? ¡Os vais a enterar! ¡Al calabozo, los dos, durante un mes, os voy a enseñar lo que es bueno!

Apenas ha acabado esta frase, los otros cincuenta y cinco españoles dan un paso adelante y, también ellos, se disponen a entrar en el calabozo. En él, caben con cierta estrechez dos personas. Touchin no es demasiado bueno en geometría, pero puede medir la envergadura del problema al que se enfrenta.

Mientras reflexiona, sigue moviendo el bastón; detener su movimiento sería como reconocer que ha perdido el control. Rubio mira a sus compañeros, sonríe, y, a su vez, empieza a agitar los brazos, con cuidado de no tocar a ningún guardia para no darles motivos para pedir refuerzos. Rubio gesticula, dibujando grandes círculos en el aire, sus compañeros hacen lo mismo que él. Cincuenta y siete pares de brazos giran y, desde los pisos inferiores, se elevan los gritos de los otros presos. Se escucha, por un lado, «La Marsellesa», por el otro, «La Internacional», y en la planta baja, el «Canto de los partisanos».

El jefe de los guardias ya no tiene otra opción: si permite que esa situación siga adelante, toda la prisión acabará amotinándose. El bastón de Touchin vuelve a caer, y se queda quieto; les hace una señal a los prisioneros para que vuelvan a entrar en la celda dormitorio.

Ya ves, esta noche, los españoles han ganado la guerra de los calzoncillos. Sólo era una primera batalla, pero cuando Rubio, al día siguiente, me contó todos los detalles en el patio, nos dimos un apretón de manos a través de la verja. Y cuando me preguntó qué pensaba de todo eso, le respondí:

– Quedan muchas bastillas por tomar.

El campesino que cantaba «La Marsellesa» murió un día en su celda; el viejo profesor que quería enseñar catalán no volvió nunca de Mauthausen; Rubio fue deportado, pero, pese a todo, volvió; a Boldados lo fusilaron en Madrid; el alcalde del pueblo de Asturias volvió a su casa, y el día en que derriben las estatuas de Franco, su nieto recuperará la alcaldía.

En cuanto a Touchin, con la Liberación fue nombrado vigilante jefe de la prisión de Agen.