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Jacques no decía nada, y se bebía las palabras de Boldados. Si cerraba los ojos, podía imaginarse participando en la acción, oía la voz de Émile, e, incluso, adivinaba la sonrisa maliciosa que se dibuja en sus labios cuando se huele un buen golpe. Según como se cuente, la historia puede parecer simple: unas cuantas granadas lanzadas deprisa y corriendo sobre un tranvía, unos oficiales nazis que no oficiarán más, y unos chavales de la calle con aspecto de héroes.

Pero la historia no puede explicarse así en absoluto: están al acecho, ocultos apenas en la sombra de unos lúgubres porches, acongojados, tiritando por el frío glacial de la noche, que reina en la calle cubierta de escarcha y desierta bajo el claro de luna.

Las gotas de lluvia acumulada en días anteriores se escapan de un canalón destrozado y se pierden en el silencio. No hay ni un alma en el horizonte. Cuando respiran salen nubes de vaho de sus bocas. De vez en cuando, tienen que frotarse las manos para preservar la agilidad de los dedos. Pero ¿cómo pueden luchar contra los temblores cuando el miedo se mezcla con el frío? Todo puede estropearse si un detalle va mal. Émile se acuerda de su amigo Ernest, tumbado sobre la espalda, con el pecho agujereado, el torso enrojecido por la sangre que mana de su garganta y de su boca, con las piernas vueltas, los brazos colgando y la cabeza caída. Es increíble lo flexible que es uno cuando lo acaban de fusilar.

No, créeme, nada en esta historia pasa como uno lo imagina. Hay que tener agallas para aceptar que el miedo sea dueño de todos tus días, de todas tus noches y, aun así, seguir viviendo, seguir actuando y creer que la primavera volverá. Morir por la libertad de otros es difícil cuando sólo tienes dieciséis años.

A lo lejos, el alboroto del tranvía delata su llegada. Su faro dibuja un haz de luz en la noche. André participa junto con Émile y François. Su fuerza de acción reside en su unión. Si uno faltara, todo sería diferente. Sus manos se deslizan dentro de los bolsillos de los abrigos; les han quitado el seguro a las granadas, pero mantienen agarradas las espoletas. Una torpeza sería suficiente para que todo acabara ahí. La policía recogería los pedazos de Émile, que quedarían esparcidos por la calzada. Que la muerte es asquerosa no es ningún secreto para nadie.

El tranvía avanza, las siluetas de los soldados se reflejan en las vitrinas iluminadas por las luces del tren. Hay que aguantar, ser paciente, controlar los latidos del corazón que envían la sangre hasta las sienes.

– Ahora -murmura Émile. Las clavijas caen al suelo. Las granadas hacen pedazos los cristales y ruedan por el pavimento del tranvía.

Los nazis han perdido toda su arrogancia e intentan huir del infierno. Émile hace una señal a François desde el otro lado de la calle. Arman las metralletas y disparan, las granadas explotan.

Las palabras que pronuncia Boldados son tan precisas que a Jacques casi le parece estar viendo la carnicería. No dice nada, su mutismo se mezcla con el silencio que volvió a reinar ayer noche en la calle desierta. Y, en ese silencio, escucha lamentos de sufrimiento.

Boldados lo mira. Jacques le da las gracias con la cabeza; los dos hombres se separan, y cada uno se aleja por su patio.

– Algún día volverá la primavera -susurra él cuando se reúne con nosotros.

Capítulo 22

Enero se ha acabado. A veces, en mi celda, vuelvo a pensar en Chahine. Claude está muy débil. De vez en cuando, un compañero trae una pastilla de azufre de la enfermería. No la utiliza para calmar el ardor de su garganta, sino para encender una cerilla. Entonces, los compañeros se juntan en torno a un cigarrillo que les ha colado algún guardia, y nos lo fumamos juntos. Pero, hoy, el ánimo no acompaña.

François y André se fueron a echar una mano a los maquis que acababan de establecerse en Lot-et-Garonne. A su regreso, un destacamento de gendarmes los esperaba para recibirlos. Eran veinticinco quepis contra dos gorras: un combate desigual. Declararon su pertenencia a la Resistencia porque desde que circulan rumores de una probable derrota alemana, las fuerzas del orden están menos seguras, algunos piensan ya en el futuro y se plantean preguntas. Pero los que esperaban a nuestros compañeros no han cambiado ni de opinión ni de bando, y se los han llevado sin contemplaciones.

Al entrar en la gendarmería, André no ha tenido miedo. Ha accionado su granada y la ha tirado al suelo. Sin intentar huir siquiera, mientras todo el mundo se ponía a cubierto, se ha quedado solo, de pie, inmóvil mientras la veía rodar por el suelo. Acabó su recorrido entre dos listones del suelo de contrachapado, pero no explotó. Los gendarmes se tiraron sobre él, y le quitaron las ganas de heroicidades.

Cuando fue encarcelado esta mañana tenía la cara ensangrentada y el cuerpo tumefacto. Está en la enfermería. Le han fracturado las costillas y la mandíbula, y le han abierto el cráneo, nada extraordinario.

***

El jefe de los guardias de la prisión de Saint-Michel se llama Touchin. Él se encarga de abrir nuestras celdas para salir a pasear por la tarde. Hacia las cinco, agita su manojo de llaves y empieza, entonces, la cacofonía de los cerrojos que crujen. Debemos esperar su señal para salir. Pero cuando oímos el silbido del jefe Touchin, esperamos todos unos segundos antes de franquear el umbral de nuestros calabozos sólo para fastidiarlo. Simultáneamente, se abren las puertas que dan acceso a la pasarela, en la que los prisioneros se alinean contra la pared. El guardia que está al mando, escoltado por dos colegas, se mantiene erguido dentro de su uniforme. Cuando le parece que todo está en orden, recorre la fila de los prisioneros con la porra en la mano.

Cada uno debe saludarlo a su manera; un movimiento de cabeza, una ceja levantada, un suspiro, cualquier cosa, pero el guardia al mando quiere que se le reconozca su autoridad. Cuando acaba la revisión, el grupo avanza en filas cerradas. Cuando volvemos del paseo, nuestros compañeros españoles tienen derecho al mismo ceremonial. Tienen que caber cincuenta y siete en la parte del piso que les está reservada.

Pasan por delante de Touchin y vuelven a saludarlo de nuevo. Pero los compañeros españoles también tendrán que desvestirse en la pasarela y dejar su ropa en la barandilla. Todos deben volver a la celda a dormir en cueros vivos. Touchin dice que, por razones de seguridad, el reglamento obliga a que los prisioneros se desvistan de noche, incluida la ropa interior. «Raras veces se ha visto a un hombre intentar huir con las pelotas al aire. En la ciudad, seguro que llamaría la atención», se justifica Touchin.

Aquí sabemos muy bien que ésa no es la razón de ese reglamento cruel; los que lo instauraron calibraron la humillación que sufrirían los prisioneros.

Touchin también sabe todo eso, pero le da igual, su placer diario todavía está por llegar y tendrá lugar cuando los españoles pasen ante él y lo saluden; cincuenta y siete saludos implican cincuenta y siete escalofríos de placer para el jefe Touchin.

Así pues, los españoles pasan ante él y lo saludan, obligados por el reglamento. Con ellos, Touchin se siente siempre un poco decepcionado. Esos muchachos tienen algo que no podrá domar jamás.

La fila avanza, el compañero Rubio la conduce. Normalmente Boldados debería estar a la cabeza, pero, como ya te he dicho, Boldados es castellano y con su carácter orgulloso podría encajarle un puñetazo en la cara al guardia, o incluso, tirarlo por el balcón gritando que es un hijo de puta; por eso Rubio abre la marcha, así es más seguro, sobre todo esta noche.