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– ¿Qué día es? -pregunta Claude.

– Llevas aquí dos días -responde el guardia-, te han hecho una cara nueva, tendrías que verte.

Claude se pone la mano en la cara, pero, apenas rozándola, el dolor se apodera de él. El guardia murmura:

– No me gusta esto. -Le deja su fiambrera y vuelve a cerrar su puerta tras él.

***

Han pasado dos días. Claude puede, al fin, soltar su dirección.

Émile había jurado que había visto a Claude huir. Todos pensaron que debía de haberse retrasado en Albi. Después de una segunda noche esperando, es demasiado tarde para ir a limpiar su habitación; Fourna y sus hombres ya la han invadido.

Los ávidos policías notan el olor del resistente. Pero en la habitación miserable no hay gran cosa que encontrar, ni siquiera nada que destruir. ¡Rajan el colchón, y nada!¡Desgarran la almohada, y sigue sin haber nada!¡Rompen el cajón de la cómoda, y tampoco encuentran nada! Sólo queda por mirar en la estufa que hay en una esquina de la habitación. Fourna empuja la rejilla de hierro.

– ¡Venid a ver lo que he encontrado! -grita él, loco de alegría.

Sujeta una granada. Estaba escondida en el hogar apagado. Se inclina hasta casi meter la cabeza; uno tras otro, saca de la estufa los pedazos de una carta que mi hermano me había escrito. No la recibí nunca. Por seguridad, había preferido romperla. Sólo le faltaba algo de dinero con el que comprar un poco de carbón para quemarla.

***

Cuando abandoné a Charles, estaba de buen humor como siempre. A esa hora, todavía no sé que han arrestado a mi hermano, espero que se haya quedado en Albi. Charles y yo hemos charlado un rato en el huerto, pero hemos vuelto a la casa por el frío glacial. Antes de irme, me ha entregado las armas para la misión que debo realizar mañana.

Llevo dos granadas en los bolsillos y un revólver en la cintura del pantalón. No resulta fácil pedalear por la carretera de Loubers con esos bártulos.

Ha caído la noche y mi calle está desierta. Guardo mi bici en el pasillo y busco la llave de mi habitación. Estoy rendido por el camino que acabo de hacer. Ya la tengo, noto la llave en el fondo de mi bolsillo. En diez minutos estaré entre las sábanas. La luz del pasillo se apaga. No pasa nada, sé encontrar la cerradura en la oscuridad. Oigo un ruido a mi espalda. No tengo tiempo para girarme: estoy inmovilizado en el suelo. En pocos segundos, tengo los brazos retorcidos, las manos esposadas y la cara llena de sangre. Dentro de mi habitación, me esperaban seis policías. Había otros tantos en el jardín, sin contar los que han cortado la calle. Oigo gritar a la señora Dublanc. Las ruedas de los coches rechinan, la policía está por todas partes.

Es verdaderamente estúpido, en la carta que me había escrito mi hermano estaba mi dirección. Con unos pocos trozos de carbón habría podido quemarla. La vida sólo depende de eso.

***

A primera hora de la mañana, Jacques no me ve en la cita de la misión. Ha tenido que pasarme algo de camino, se habría complicado algún control. Se monta en su bici y se precipita a mi casa para «limpiar» mi habitación, ésa es la regla.

Los dos policías que había allí escondidos lo han detenido.

***

Sufrí el mismo trato que mi hermano. El comisario Fourna tenía la reputación de ser feroz, y no era gratuita. Dieciocho días de interrogatorios, puñetazos, porrazos; dieciocho noches en las que se suceden quemaduras de cigarrillos y sesiones de torturas diversas. Cuando está de buen humor, el comisario Fourna me obliga a quedarme de rodillas, con los brazos extendidos y una guía telefónica en cada mano. En cuanto flaqueo, su pie vuela contra mí, a veces cae sobre mis omóplatos, a veces en el vientre, a veces sobre mi cara. Cuando está de mal humor, apunta a mi entrepierna. No he hablado. Somos dos en las celdas de la comisaría de la Rue du Rempart-Saint-Étienne. A veces, de noche, oigo sollozar a Jacques. Él tampoco ha dicho nada.

***

23 de diciembre, después de veinte días, seguimos sin hablar. Loco de rabia, el comisario Fourna firma, por fin, nuestro auto de prisión. Al final de un último día de palizas, nos trasladan a Jacques y a mí.

En el furgón que nos conduce a la prisión de Saint-Michel no sé todavía que, dentro de unos días, se instaurarán los tribunales militares, desconozco que se ejecutarán las sentencias en el patio en cuanto se pronuncien, y que ésa es la suerte reservada a todos los miembros de la Resistencia que sean arrestados.

El cielo de Inglaterra queda muy lejos, en mi cabeza herida, ya no oigo el ronroneo del motor de mi Spitfire.

En ese furgón que nos conduce al fin del viaje, vuelvo a pensar en mis sueños de chaval. De eso hacía apenas ocho meses.

***

El 23 de diciembre de 1943, un guardia de la prisión de Saint-Michel cerraba a mi espalda la puerta de nuestra celda.

Es difícil ver algo en esa penumbra. La luz apenas pasaba bajo nuestros párpados tumefactos. Estaban tan hinchados que apenas podíamos abrir los ojos.

Pero todavía recuerdo cuando, en la oscuridad de mi celda en la prisión de Saint-Michel, reconocí una voz frágil, una voz que me resultaba familiar.

– Feliz Navidad.

– Feliz Navidad, hermanito.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 19

Es imposible acostumbrarse a los barrotes de la prisión, es imposible no sobresaltarse con el ruido de las puertas que se cierran en las celdas, es imposible soportar los turnos de guardia de los matones. Todo eso es imposible, cuando se está privado de libertad. ¿Cómo encontrar un sentido a nuestra presencia entre esos muros? Nos arrestaron policías franceses, compareceremos ante un tribunal militar, y los que nos fusilarán en el patio, justo después, serán también franceses. Si todo esto tiene algún sentido, desde mi calabozo no consigo encontrarlo.

Los que llevan aquí varias semanas me dicen que uno se acostumbra, que, conforme pasa el tiempo, se crea una nueva rutina. Pienso en el tiempo perdido, lo cuento. No conoceré los veinte años, mis dieciocho han desaparecido sin haberlos vivido. Por supuesto, está el plato de la noche, como dice Claude. La comida es infecta, una sopa de coles, a veces algunos albaricoques, ya agujereados por los gorgojos, y nada con lo que recuperar fuerzas; nos morimos de hambre. No compartimos espacio sólo con compañeros de la MOI [1] o de los FTP, [2] sino que hay que cohabitar también con pulgas, chinches y la sarna que nos devoran.

De noche, Claude se queda pegado a mí. Las paredes de la prisión están cubiertas de hielo. En medio de ese frío, nos apretamos el uno contra el otro para conseguir entrar un poco en calor.

Jacques ya no es el mismo. En cuanto se despierta, empieza a caminar arriba y abajo en silencio. Él también cuenta las horas perdidas, estropeadas para siempre. Tal vez piense también en alguna mujer del exterior. La falta del otro es un abismo; a veces, de noche, levanta la mano e intenta retener lo inasible: la caricia que ya no está, el recuerdo de una piel cuyo sabor ha desaparecido, una mirada en la que la complicidad vivía en paz.

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[1] Mano de Obra Inmigrante.

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[2] Francotiradores y partisanos.