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Estamos a 5 de noviembre, ha pasado casi un mes desde que matamos a Lespinasse.

– No volveré, pero no importa, otros vivirán en mi lugar -dice mi hermano.

La noche ha llegado y la lluvia con ella.

– Es la hora -murmura Jacques, y Claude levanta la cabeza y suelta los brazos.

Cuenta los minutos, hermanito, memoriza cada instante y deja que te invada el valor; deja que esa fuerza te llene el vientre, tan vacío de todo lo demás. Jamás olvidarás la mirada de mamá, su ternura cuando venía a dormirte hasta hace unos pocos meses. Parece que ha pasado mucho tiempo; así que, aunque no vuelvas esta noche, aún te queda algo por vivir. Llénate el pecho de olor a lluvia, déjate llevar por los gestos tantas veces repetidos. Me gustaría estar a tu lado, pero estoy en otro sitio, y tú estás ahí, junto a Jacques.

Claude aprieta contra sí el paquete que lleva bajo el brazo, un golpe de efecto, del que sobresalen las mechas de la yesca. Intenta no pensar en su piel húmeda ni en la llovizna que cae en la noche. No está solo, ni siquiera en otro lugar, yo estoy allí.

Al llegar a la Place Saint-Paul, siente los latidos de su corazón en las sienes e intenta acoplar el ritmo de sus pasos al de los que lo conducen a la gloria. Continúa con la marcha. Si la suerte le sonríe, más tarde huirá por la Rue des Créneaux. Pero ahora no es momento de pensar en la retirada… posible sólo si la suerte sonríe.

Υ

Mi hermano pequeño entra en la Rue Alexandre, la cita exige valor. El miliciano que vigila la guarida se dice que, a juzgar por el paso tan decidido que lleváis, Jacques y tú tenéis que formar parte de su jauría. La puerta cochera se vuelve a cerrar tras vosotros. Enciendes la cerilla, las puntas incandescentes chisporrotean, y el tictac mortal tintinea en vuestras cabezas. Al fondo del patio hay una bicicleta apoyada contra una ventana; una bicicleta con una cesta donde colocar la primera bomba fabricada por Charles. Una puerta. Entra en el pasillo, el tictac continúa, ¿cuántos segundos quedan? Dos pasos para cada una de ellas, treinta pasos en total, no lo calcules, hermanito, sigue tu camino, la salvación está detrás de ti, pero tú tienes que seguir avanzando.

En el pasillo, dos milicianos hablan sin prestarle atención, Claude entra en la sala, deja su paquete cerca del radiador y finge rebuscar en su bolsillo, como si hubiera olvidado algo. Se encoge de hombros, ¿cómo se puede ser tan despistado? El miliciano se pega a la pared para dejarlo volver a salir.

Tictac, hay que seguir caminando con normalidad, y conseguir que no se note la humedad oculta bajo la ropa. Tictac, ya ha vuelto al patio, Jacques le señala la bici y Claude ve la mecha incandescente desaparecer bajo el papel de periódico. Tictac, ¿cuánto tiempo queda? Jacques ha adivinado la pregunta y sus labios murmuran «¿treinta segundos, tal vez menos?». Tictac, los vigilantes los dejan pasar, se les ha dicho que vigilen a los que entren, no a los que salgan.

La calle está ahí y Claude tirita cuando el sudor se mezcla con el frío. Todavía no sonríe por su audacia, como el otro día después de lo de las locomotoras. Si sus cálculos son correctos, hay que pasar el control de la policía antes de que la explosión golpee la noche. En ese momento, habrá tanta luz como si fuera de día, así que el enemigo podrá verlo.

– ¡Ahora! -dice Jacques agarrándolo por el brazo. Jacques le aprieta más fuerte con la primera explosión. El aliento ardiente de las bombas descarna las paredes de las casas, los vidrios estallan, una mujer grita de terror y los policías demuestran el suyo corriendo en todas direcciones. En el cruce, Jacques y Claude se separan; con el cuello del abrigo subido, y la cabeza hundida en él, mi hermano vuelve a ser alguien que regresa de la fábrica, uno entre miles que vuelven del trabajo.

Jacques ya está lejos, en el Boulevard Carnot, su silueta se hace invisible, y Claude, sin saber por qué, se lo imagina muerto, el miedo vuelve a apoderarse de él. Piensa en el día en que uno de los dos dirá «aquella noche, tenía un amigo», y se avergüenza de pensar que él sería el superviviente.

Reúnete conmigo en casa de la señora Dublanc, hermanito. Jacques estará mañana en el final de la línea 12 del tranvía, y, cuando lo veas, te tranquilizarás por fin. Esa noche, acurrucado bajo tu sábana, con la cara hundida en la almohada, la memoria te traerá como regalo el perfume de mamá, un pequeño retazo de la infancia que guardas en tu interior. Duerme, hermanito, Jacques ha vuelto del trabajo. Y ni tú ni yo sabemos que una noche de agosto de 1944, en un tren que nos deportará a Alemania, lo veremos, tumbado, con un agujero de bala en la espalda.

***

Había invitado a mi casera a la ópera, no para agradecerle su relativa benevolencia, tampoco para tener una coartada, sino porque, según las recomendaciones de Charles, era preferible que no se cruzara con mi hermano cuando viniera a mi casa tras la misión. Sólo Dios sabía en qué estado llegaría.

El telón se levantaba y yo, rodeado de aquella oscuridad, sentado en el palco del gran teatro, no dejaba de pensar en él. Había escondido la llave debajo del felpudo, él sabía dónde encontrarla. Sin embargo, aunque la preocupación me corroía y no atendía en absoluto al espectáculo, me sentía extrañamente bien por estar, simplemente, en alguna parte.

Puede parecer sorprendente, pero cuando uno es un fugitivo, es un alivio estar a cubierto. Saber que durante las dos horas siguientes no tendría ni que esconderme ni huir me hacía sumirme en una inaudita parsimonia. Por supuesto, presentía que cuando acabara el descanso el miedo al regreso arruinaría ese espacio de libertad; tan sólo una hora después de que empezara el espectáculo, un silencio era suficiente para devolverme a la realidad, a mi soledad en medio de aquella sala inundada del mundo maravilloso de la escena. Lo que no podía imaginar era que la irrupción de un puñado de gendarmes alemanes y de milicianos haría que mi casera se posicionase, repentinamente, del lado de la Resistencia. Las puertas se habían abierto estrepitosamente, y los ladridos de los Feldgendarmes habían acabado con la ópera. Y precisamente, para la señora Dublanc la ópera era algo sagrado. Ni tres años de despropósitos, de privación de libertad, de asesinatos sumariales, ni toda la crueldad y la violencia de la ocupación nazi habían conseguido provocar la indignación de mi casera. ¡Pero interrumpir el estreno de Peleas y Melisande era demasiado! Entonces, la señora Dublanc murmuró: «¡qué salvajes!».

Volviendo a pensar en mi conversación de la víspera con Charles, aquella noche comprendí que el momento en que una persona toma conciencia de su propia vida sería siempre un misterio para mí.

Desde el palco, miramos cómo los bulldogs evacuaban la sala con una prisa sólo sobrepasada por su violencia. Es cierto que tenían pinta de bulldogs, ladrando y con su placa colgada de una gran cadena al cuello. Los milicianos vestidos de negro que los acompañaban parecían perros callejeros, de esos que se ven por las calles de ciudades abandonadas, con los belfos chorreando saliva, mirada torva y ganas de morder, más por odio que por hambre. Si Debussy era maltratado así, y los milicianos estaban tan encolerizados, quería decir que Claude había tenido éxito en su golpe.

– Vámonos -dijo la señora Dublanc, envuelta en su abrigo rojo con el que afirmaba su dignidad.

Para levantarme, todavía tenía que calmar mi corazón, que latía tan fuerte en mi pecho que hacía que me fallaran las piernas. ¿Y si habían pillado a Claude? ¿Y si estaba encerrado en un agujero húmedo cara a cara con sus torturadores?