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Todo tenía su razón de ser, como repetía sin cesar mi profesor de matemáticas en el instituto, y supongo que los ferroviarios, a los que habíamos olvidado avisar de nuestra acción, dejaron las máquinas en marcha, alimentándolas con carbón, para mantener un nivel constante de vapor y asegurar la puntualidad matutina de sus convoyes.

Sin pretender quebrar el arrebato patriótico de mis camaradas justo antes de pasar a la acción, me parece útil informar a Émile y a Alonso de mi descubrimiento. Desde luego, lo hago susurrando para no atraer inútilmente la atención de los otros guardias, y más después de lo desagradable que había sido tener que pegar a un guardia momentos antes. Susurrando o no, Alonso parece preocupado y se queda mirando las chimeneas humeantes. Como yo, analiza perfectamente el dilema al que nos enfrentamos. Lo que está previsto en el plan es hacer bajar nuestros explosivos por las chimeneas para dejarlos suspendidos en las calderas de las locomotoras; sin embargo, si las calderas están incandescentes, es difícil, incluso prácticamente imposible, calcular al cabo de cuánto tiempo explotarán las bombas a esa temperatura ambiente; a partir de ese momento, su mecha se convirtió en un accesorio relativamente superfluo.

Después de una consulta general, queda comprobado que la carrera de Émile como ferroviario no es lo bastante larga para permitirnos afinar en nuestras consideraciones, y nadie puede reprochárselo.

Alonso piensa que las bombas nos explotarán a mitad de la chimenea, Émile es más confiado, pues piensa que, como la dinamita está en cilindros de hierro colado, la conducción del calor llevaría un cierto tiempo. A la pregunta de Alonso de cuánto exactamente, Émile responde que no tiene ni la menor idea. Mi hermano pequeño concluye la discusión añadiendo que como ya estábamos allí, había que intentar el golpe.

Ya te lo he dicho, no renunciaremos. Mañana por la mañana, las locomotoras, humeantes o no, estarán fuera de servicio. Finalmente, se decide actuar por mayoría absoluta y sin abstenciones. Émile levanta de nuevo el brazo para dar la señal de salida, pero en esta ocasión, soy yo el que plantea una pregunta que acaba haciéndose todo el mundo:

– ¿Encendemos las mechas de todos modos?

Émile, exasperado, responde afirmativamente. Lo siguiente ocurre muy rápido. Cada uno corre hacia su objetivo. Saltamos todos sobre nuestra primera locomotora, unos rezando para que todo vaya lo mejor posible, y los demás, menos creyentes, esperando que no pase lo peor. El chisquero chisporrotea, tengo cuatro minutos -sin contar el parámetro calórico, del que ya he hablado bastante- para poner mi primera carga y dirigirme a la locomotora siguiente, repetir la acción y llegar al murete salvador. Mi bomba se balancea al final de su cable de hierro y desciende hacia el objetivo. Entiendo lo importante que es la estiba; igual que con la brasa en el hogar, hay que evitar todo contacto.

Si no me falla la memoria, a pesar de los escalofríos que me estremecen, pasaron tres minutos enteros desde que Charles había echado su grasa de oca en la sartén hasta que habíamos tenido que echarnos al suelo. Por tanto, si la suerte me sonreía, tal vez no acabaría mi vida despedazado encima de una caldera de locomotora, o, al menos, no antes de haber colocado mi segunda carga.

Momentos después, estoy corriendo ya entre los raíles y salto hacia mi segundo objetivo. A unos pocos metros, Alonso me hace una señal para indicarme que todo va bien. Me tranquiliza un poco ver que él tampoco las tiene todas consigo. Sé que hay quienes se mantienen a distancia cuando encienden una cerilla ante su cocina de gas por miedo a la llama; me gustaría verlos metiendo una bomba de tres kilos en la caldera ardiente de una locomotora. Pero lo único que me tranquilizaría de verdad sería saber que mi hermano ha acabado su trabajo y que ya estaba en el punto de huida.

Alonso va rezagado; mientras bajaba, ha tropezado y se le ha quedado el pie atrapado entre el raíl y la rueda de su locomotora. Estiramos como podemos para liberarlo y oigo el péndulo de la muerte que hace tictac en mi oído.

Aunque herido, conseguimos liberarle el pie a Alonso, corremos hacia nuestra salvación y la onda expansiva de la primera explosión que se eleva causando un terrible desastre nos ayuda un poco, ya que nos lanza a los tres hacia el murete.

Mi hermano acude a ayudarme a levantarme, y al ver su cara, a pesar de mi aturdimiento, vuelvo a respirar de nuevo y lo llevo hacia las bicicletas.

– ¡Ves cómo lo hemos conseguido! -dijo él, casi burlándose.

– Vaya, ¿ahora sonríes?

– ¡En noches como ésta, sí! -responde él sin dejar de pedalear.

A lo lejos, se suceden las explosiones, una lluvia de hierro cae del cielo. Hasta donde estamos sentimos el calor. De noche y en bici, paramos un momento y nos volvemos.

Mi hermano sonríe con razón. No es la noche del Catorce de Julio, ni la de San Juan. Es el 10 de octubre de 1943, pero al día siguiente, a los alemanes les faltarán doce locomotoras: son los fuegos artificiales más bonitos que podíamos ver.

Capítulo 16

Ya había amanecido, debía reunirme con mi hermano y llegaba tarde. La noche anterior, al despedirnos tras la explosión de las locomotoras, nos habíamos prometido tomar un café juntos. Nos echábamos de menos, ya que las ocasiones de vernos se volvían cada vez más escasas. Después de vestirme aprisa y corriendo, volé a encontrarme con él en la Place Esquirol.

– Dígame, ¿qué estudios está usted haciendo exactamente?

La voz de mi casera resonó en el pasillo cuando me disponía a salir. Por su entonación, comprendí que la pregunta no se debía a un repentino interés de la señora Dublanc por mi carrera universitaria. Me giré para mirarla de frente y me esforcé por ser lo más convincente posible. Si mi casera dudaba de mi identidad, tendría que mudarme lo más rápidamente posible, y, probablemente, salir de la ciudad ese mismo día.

– ¿Por qué lo pregunta, señora Dublanc?

– Porque si estuviera usted en la facultad de Medicina o, todavía mejor, en la escuela de Veterinaria, me vendría muy bien. Mi gato está enfermo, no quiere levantarse.

– Lo siento, señora Dublanc, me habría encantado poder ayudarla, bueno, ayudar a su gato, pero estudio contabilidad.

Pensaba que me había librado del apuro, pero la señora Dublanc ha añadido de inmediato que era una pena; parecía ensimismada y su comportamiento me preocupaba.

– ¿Puedo hacer alguna otra cosa por usted, señora Dublanc?

– ¿Le importaría venir a echar un vistazo a mi Gribouille, de todos modos?

La señora Dublanc me coge de inmediato por el brazo y me arrastra a su casa; como si quisiera tranquilizarme, me susurra al oído que sería mejor que habláramos dentro, porque las paredes de su casa no son muy gruesas. Pero, con esas palabras, consigue cualquier cosa menos tranquilizarme.

La vivienda de la señora Dublanc se parece a mi habitación, pero tiene más muebles y un lavabo, lo que, al fin y al cabo, tampoco constituye una gran diferencia. En el sofá duerme un gran gato gris que no parece tener mejor aspecto que yo, pero me abstengo de hacer comentario alguno.

– Escuche, amigo -dice tras cerrar la puerta-: Me da igual que estudie usted contabilidad o álgebra; he visto pasar por aquí a varios estudiantes como usted, y algunos han desaparecido sin venir ni siquiera a recoger sus cosas. Usted me cae bien, pero no quiero problemas con la policía y todavía menos con la Milicia.

Sentía retortijones en el estómago, parecía como si alguien estuviera jugando al mikado en mi vientre.

– ¿Por qué dice eso, señora Dublanc? -farfullé yo.

– Porque, a menos que sea usted un mal estudiante, no le veo estudiar mucho. Y luego está ese hermano pequeño suyo que viene de vez en cuando con otros amigos suyos que tienen pinta de terroristas; por tanto, se lo repito, no quiero problemas.