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Habíamos pasado los quince primeros días de octubre trabajando de ese modo. Pero esa noche, el golpe sería mucho más importante de lo habitual. Émile se había enterado de que iban a transportar doce locomotoras a Alemania el día siguiente. La misión era de envergadura, y participaríamos seis de nosotros. Era raro que actuáramos tantos a la vez; si nos cogían, la brigada perdería cerca de un tercio de sus efectivos. Pero la apuesta justificaba que corriéramos un riesgo semejante. Era lo mismo hablar de doce locomotoras que de doce bombas, pero, como no podíamos ir en procesión a casa del bueno de Charles, por una vez, debería servir a domicilio.

A primera hora de la mañana, nuestro amigo había colocado sus preciosos paquetes en el fondo de una pequeña carreta atada a su bici, los había cubierto con lechugas frescas cogidas de su jardín y, por último, con una manta. Había salido de la pequeña estación de Loubers pedaleando y cantando por la campiña francesa. La bicicleta de Charles montada con piezas reutilizadas de nuestras bicis era única en su género. Con un manillar de casi un metro de envergadura, una silla levantada, un cuadro medio azul y medio naranja, pedales diferentes y dos bolsos de mujer colgados a los lados de la rueda trasera, la bicicleta de Charles tenía realmente un aspecto extraño.

El propio Charles también tenía una pinta extraña. No estaba nervioso mientras se dirigía a la ciudad, pues los policías no solían prestarle ninguna atención, ya que estaban convencidos de que era algún vagabundo; desde luego, alguien desagradable para la sociedad, pero no un peligro propiamente hablando. Pero aunque la policía solía ignorarlo por su pinta extraña, ese día, por desgracia, no fue así.

Charles cruza la Place du Capitole, llevando en el remolque su carga más que peculiar, cuando dos gendarmes lo detienen para hacer un control rutinario. Charles les da su documento de identidad, en el que se lee que nació en Lens. Como si no pudiera leer lo que, sin embargo, estaba claramente escrito, el cabo le pregunta a Charles su lugar de nacimiento. Charles, que no tiene espíritu de contradicción, responde sin dudar.

– ¡Lountz!

– ¿Lountz? -pregunta, perplejo, el brigadier.

– ¡Lountz! -insiste Charles, con los brazos cruzados.

– Dice usted que nació en Lountz y yo, en sus papeles, estoy leyendo que su madre lo trajo al mundo en Lens, así que, ¿miente usted o este documento es falso?

– Pero nu -acierta a decir Charles con su particular acento-. Lountz, es exactumente lo que disía.

El policía lo mira, y se pregunta si el tipo al que está interrogando le está tomando el pelo.

– ¿Está usted diciendo que es francés? -replica él.

– ¡Si, dusdo lugo! -afirma Charles (tradúzcase por: «sí, desde luego»).

Entonces, el policía se convence de que se está riendo de él en su cara.

– ¿Dónde vive usted? -pregunta él en tono autoritario. Charles, que se sabía la lección de cabo a rabo, responde de inmediato.

– ¡En Brist!

– ¿En Brist? Y eso de Brist ¿dónde está? A mí no me suena -dice el policía volviéndose a su colega.

– ¡Brist, en la Britaña! -responde Charles un poco irritado.

– ¡Creo que quiere decir Brest, en Bretaña, jefe! -interviene impasible el colega.

Y Charles, encantado, asiente con la cabeza. El cabo, humillado, lo mira de arriba abajo. Hay que decir que entre su bicicleta multicolor, su chaquetón de vagabundo y su cargamento de lechugas, Charles no tiene pinta de pescador bretón. No obstante, el gendarme está harto y le ordena que lo siga para comprobar su identidad.

En esta ocasión, es Charles el que lo mira fijamente. Al parecer, las lecciones de vocabulario de la pequeña Camille han dado sus frutos, porque el bueno de Charles se acerca a la oreja del agente y le murmura:

– Llevo unas bombas en mi carrito; si me llevas a tu comisaría, me fusilarán. Y, al día siguiente, serás tú el fusilado, porque mis compañeros de la Resistencia sabrán quién me arrestó.

¡Así se demostraba que, cuando Charles ponía de su parte, hablaba bastante bien francés!

El policía tenía la mano sobre su arma reglamentaria. Dudó, y después soltó la culata del revólver; tras un breve cruce de miradas con su colega, le dijo a Charles:

– ¡Vamos, largo de aquí, bretón!

A mediodía, recibimos las doce bombas, Charles nos contó su aventura, y lo peor de todo era que aquello parecía divertirle.

A Jan no le pareció divertido en absoluto. Sermoneó a Charles, le dijo que había corrido demasiados riesgos, pero éste seguía bromeando y replicó que, muy pronto, habría doce locomotoras menos para arrastrar convoyes de deportados. Nos deseó buena suerte y volvió a subirse a la bici. A veces, de noche, antes de dormirme, todavía puedo oírlo pedalear hacia la estación de Loubers, encaramado a su gran bicicleta multicolor, con sus inmensas carcajadas igualmente coloristas.

***

Son las diez, la noche es lo suficientemente oscura para que podamos actuar. Émile da la señal y saltamos el muro que bordea la vía. Hay que tener cuidado con el momento de la recepción, cada uno de nosotros lleva dos bombas en sus bolsas. Hace frío, la humedad nos hiela los huesos. François abre la marcha, Alonso, Émile, mi hermano Claude, Jacques y yo andamos en fila, y nos colamos entre un tren inmóvil. La brigada está casi al completo.

Ante nosotros, un soldado vigila y nos impide avanzar. El tiempo vuela, debemos avanzar hasta las locomotoras aparcadas más lejos. Ese mediodía habíamos ensayado la misión. Gracias a Émile, sabemos que todas las máquinas están alineadas en las vías de clasificación. Cada uno tendrá que ocuparse de dos locomotoras. Primero había que saltar sobre el motor, seguir la pasarela que recorre uno de los lados y subir por la escalerilla hasta lo alto de la caldera; tras esto, había que encender el cigarrillo, después la mecha y bajar lentamente la bomba por la chimenea con ayuda del hilo de hierro que la sujeta a un gancho; acercar el gancho al borde de la chimenea, de manera que la bomba quede suspendida a unos pocos centímetros del fondo de la caldera. Después, volver a bajar, cruzar la vía y empezar de nuevo en la locomotora siguiente. Una vez estuvieran colocadas las bombas, había que ir hacia un murete unos metros más adelante, y había que llegar rápido antes de que todo explotara. En la medida de lo posible, había que intentar ir sincronizado con los compañeros para evitar que uno estuviera trabajando todavía cuando las locomotoras del otro saltaran por los aires. Y en el momento en que treinta toneladas de metal explotaran, más valía estar lo más lejos posible.

Alonso mira a Émile, debe desembarazarse del tipo que nos barra el paso. Émile saca su revólver. El soldado se acerca un cigarrillo a los labios. Enciende una cerilla y la llama ilumina su rostro. A pesar de su uniforme impecable, el enemigo parece más un pobre chico disfrazado de soldado que un nazi feroz. Émile guarda su arma y con señas nos da a entender que nos limitaremos a pegarle. Todo el mundo se alegra de la noticia, yo un poco menos que los demás porque me toca encargarme del trabajo. Es terrible tener que pegar a alguien, golpearle el cráneo con miedo a matarlo.

Llevamos al soldado inconsciente a un vagón y Alonso cierra la puerta lo más suavemente posible. Volvemos a ponernos en marcha, y, por fin, llegamos. Émile levanta el brazo para dar la señal, todos aguantamos la respiración, listos para actuar. Yo levanto la cabeza y miro al cielo, mientras me digo que luchar en el aire debe de ser más elegante que arrastrarse por la grava y por el carbón, pero un detalle llama mi atención: a menos que mi miopía haya empeorado brutalmente, me parece ver salir humo de la chimenea de todas nuestras locomotoras. Que la chimenea de una locomotora humee implica que su caldera está encendida. Gracias a la experiencia adquirida en el comedor de Charles durante una party-tortilla (como dirían los ingleses de la Royal Air Force en el comedor de oficiales), sé que todo lo que contiene pólvora es extremadamente sensible a una fuente de calor. A menos que alguna particularidad de nuestras bombas escape a mis conocimientos de química, que se quedaron a las puertas del bachillerato, Charles habría pensado como yo que «teneríamos ouno serio probleme».