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Robert va a su encuentro y la única cosa que se le ocurre es pedirle la hora. Querría que a ese hombre, que no puede ignorar que está amenazado, se le escapara algún gesto que delatara su miedo, como que su mano temblara o que el sudor perlara su frente.

Aquél se contenta con remangarse su manga y responde educadamente «las diez y media». Los dedos de Robert sueltan la culata, incapaces de disparar. Lespinasse lo saluda y se sube al coche.

Jan no dice nada, no tiene nada más que decir. Robert tenía buenas razones y nadie puede reprocharle que desistiera. Lo único que pasa es que los verdaderos cabrones tienen la piel dura. En el momento en que nos vamos, Jan murmura que habrá que volver a empezar muy pronto.

***

No ha dejado de estar amargado en toda la semana. Tampoco ha querido ver a nadie. El domingo, Robert pone su despertador a primera hora de la mañana. El aroma del café que prepara su casera sube hasta su habitación. Normalmente, el olor del pan tostado haría que su vientre le cosquilleara, pero, desde el lunes pasado, Robert se siente mal. Se viste con calma, coge el revólver de debajo del colchón y se lo guarda en la cintura. Se pone una chaqueta y un sombrero y sale de su casa sin avisar a nadie. No es el recuerdo del fracaso lo que le provoca náuseas a Robert. Hacer saltar locomotoras por los aires, destrozar raíles, destruir pilones, dinamitar grúas, sabotear material enemigo, para todo eso uno se puede armar de valor, pero a nadie le gusta matar. Soñamos con un mundo en el que los hombres vivan en libertad. Queríamos ser médicos, obreros, artesanos, profesores. No cogimos las armas cuando nos quitaron nuestros derechos, fue más tarde: cuando deportaron a los niños y fusilaron a los compañeros. Pero matar sigue siendo para nosotros una necesidad asquerosa. Ya te lo he dicho, nunca se olvida la cara de alguien al que vas a disparar; incluso en el caso de un cabrón como Lespinasse, es difícil.

Catherine había confirmado a Robert que todos los domingos por la mañana el fiscal se iba a misa a las diez en punto, así que, decidido, Robert lucha contra el asco que se apodera de él y se monta en su bici. Hay que salvar a Boris.

Son las diez cuando Robert sale a la calle. El procurador acaba de cerrar la verja de su jardín. Acompañado por su mujer y su hija, camina por la acera. Robert le quita el seguro a su revólver y avanza hacia él; el grupo llega a su altura y pasa de largo. Robert saca su arma, da media vuelta y apunta. No lo hará por la espalda, así que grita:

– ¡Lespinasse!

Sorprendida, la familia se vuelve y descubre el arma que le apunta, pero ya han resonado dos disparos y el fiscal cae de rodillas, con las manos sobre el vientre. Con los ojos abiertos de par en par, Lespinasse se queda mirando a Robert, vuelve a levantarse, titubea y se apoya en un árbol. ¡Los cabrones son verdaderamente duros!

Robert se acerca y Lespinasse, a modo de súplica, murmura:

– Gracia…

Robert, a su vez, piensa en el cuerpo de Marcel, con la cabeza entre las manos dentro de su ataúd y ve el rostro de los compañeros abatidos. A todos esos chicos no les concedió gracia o piedad alguna; Robert vacía su cargador. Las dos mujeres gritan, un peatón intenta venir a ayudarlo, pero Robert levanta su arma y el hombre retrocede.

Y mientras Robert se aleja en su bici, las llamadas de auxilio se elevan a su espalda.

A mediodía, está de regreso en su habitación. La noticia se ha extendido por toda la ciudad. Los policías han cercado el barrio, interrogan a la viuda del procurador, le preguntan si podría reconocer al responsable. La señora Lespinasse asiente y responde que es posible, pero que no desearía hacerlo, porque ya ha habido bastantes muertes.

Capítulo 15

Émile había conseguido que lo contrataran en los servicios ferroviarios. Todos intentábamos conseguir un trabajo. Necesitábamos un salario. Había que pagar el alquiler, alimentarse más o menos, y la Resistencia apenas conseguía darnos algo de vez en cuando. Un empleo tenía también la ventaja de representar un cambio respecto a nuestras actividades clandestinas. Llamábamos menos la atención de la policía o de nuestros vecinos si íbamos a trabajar todas las mañanas. Los que estaban en paro no tenían otra opción que la de hacerse pasar por estudiantes, pero llamaban mucho más la atención. Evidentemente, era genial si el trabajo podía servir también a la causa. Los puestos que Émile y Alonso ocupaban en la estación de clasificación de Toulouse eran preciosos para la brigada. Junto a algunos ferroviarios, habían constituido un pequeño equipo especializado en sabotajes de todo tipo. Una de sus especialidades consistía en despegar, en las narices de los soldados, las etiquetas que estaban a los lados de los vagones para volver a pegarlas, enseguida, encima de otras. Así, en el momento de ensamblar los convoyes, las piezas sueltas tan esperadas en Calais por los nazis se iban a Burdeos, los transformadores esperados en Nantes llegaban a Metz, los motores que debían ir a Alemania se entregaban en Lyon.

Los alemanes culpaban a la SNCF de ese desbarajuste, y se burlaban de la ineptitud francesa. Gracias a Émile, a François y a algunos de sus colaboradores ferroviarios, el abastecimiento necesario para las fuerzas de ocupación se dispersaba en todas direcciones, excepto en la buena, y se perdía por el camino. Antes de que las mercancías destinadas al enemigo se encontraran y llegaran a buen puerto, pasaban uno o dos meses, que nosotros ganábamos.

A menudo, cuando ya había caído la noche, nos uníamos a ellos para colarnos entre los convoyes parados. Estábamos atentos a cualquier ruido que surgiera a nuestro alrededor y aprovechábamos el menor chirrido de un cambio de aguja o el paso de una locomotora para avanzar hacia nuestro objetivo sin que nos sorprendieran las patrullas alemanas.

La semana anterior nos habíamos deslizado bajo un tren para volver a subir por sus ejes hasta alcanzar un vagón muy particular por el que nos volvíamos locos: el Tankwagen, que se traduce como «vagón-cisterna». Aunque era muy difícil llevarla a cabo sin hacerse notar, la maniobra de sabotaje pasaría totalmente desapercibida una vez realizada.

Mientras uno vigilaba, los otros se subieron a lo alto de la cisterna, levantaron la tapadera y echaron kilos de arena y melaza en el carburante. Algunos días más tarde, cuando llegó a su destino, el precioso líquido que había recibido nuestros cuidados se utilizaba para alimentar las reservas de los bombarderos o cazas alemanes. Nuestros conocimientos eran suficientes para saber que, justo después del despegue, el piloto del aparato sólo tendría una alternativa: intentar comprender por qué sus motores acababan de apagarse o saltar de inmediato en paracaídas antes de que el avión se estrellara; en el peor de los casos, los aviones quedarían inutilizados al final de la pista, lo que no estaba nada mal.

Con un poco de arena y otro tanto de descaro, mis compañeros habían conseguido idear uno de los sistemas de destrucción a distancia de la aviación enemiga más simples y de los más eficaces. Cuando volvía con ellos por la mañana, me decía a mí mismo que, con estas acciones, me estaban permitiendo realizar una pequeña parte de mi segundo sueño: formar parte de la Royal Air Force.

A veces, también nos colábamos entre las vías del tren de la estación de Toulouse-Raynal para quitar cubiertas de los vagones, y actuábamos en función de lo que encontráramos. Cuando descubríamos alas de Messerschmitt, fuselajes de Junkers o estabilizadores de Stuka construidos en los talleres Latécoère de la región, cortábamos los cables de control. Cuando nos topábamos con motores de aviones, arrancábamos los cables eléctricos o los tubos de la gasolina. No puedo recordar el número de aparatos que conseguimos clavar así al suelo. Por mi parte, he de admitir que era aconsejable que un compañero viniera conmigo cuando me tocaba destruir un avión enemigo a causa de mi natural distraído. Cuando debía agujerear los planos de sustentación de un ala con un punzón, me imaginaba en la carlinga de mi Spitfire, apretando el gatillo de la palanca, con el viento soplando en el fuselaje. Por suerte para mí, las benévolas manos de Émile o de Alonso me daban una palmadita en el hombro, y veía entonces sus caras disgustadas que me devolvían a la realidad, y me decían «Venga, Jeannot, es hora de volver».