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Le propuse volver a quedar a solas a la noche siguiente para que pudiéramos hablar un poco.

– ¿Mañana por la noche? No puedo -dijo Claude.

No le hice preguntas, pero, por su silencio, supe que tenía una misión; y él, por mi cara, veía que la inquietud empezaba a carcomerme desde que se había callado.

– Pasaré por tu casa después -añadió él-. Pero no antes de las diez.

Era muy generoso de su parte, porque tras cumplir con su misión, tendría que pedalear un buen rato para venir a verme. Pero Claude sabía que, si no lo hacía, yo no pegaría ojo en toda la noche.

– Hasta mañana, entonces, hermanito.

– Hasta mañana.

***

Seguía dándole vueltas a mi pequeña conversación con la señora Dublanc. Si se lo decía a Jan, me obligaría a dejar la ciudad. Pero yo no quería ni alejarme de mi hermano… ni de Sophie. Por otro lado, si no se lo decía a nadie y me apresaban, habría cometido un error imperdonable. Así que me subí a la bici y me puse en camino hacia la pequeña estación de Loubers. Charles siempre daba buenos consejos.

Me recibió en su casa con su buen humor habitual, y me invitó a echarle una mano en el jardón. Yo había pasado algunos meses cuidando el huerto del Manoir antes de unirme a la Resistencia y había adquirido cierta maña en materia de bina y de escarda. Charles apreciaba mi ayuda. Empezamos a charlar de inmediato. Le repetí las palabras de la señora Dublanc y Charles me tranquilizó enseguida.

Según él, si mi casera no quería problemas, no me denunciaría para ahorrarse molestias; y además, sus palabras sobre el mérito que les concedía a los «estudiantes» permitían creer que no era tan mala. Charles añadió incluso que no había que juzgar mal a la gente enseguida. Muchos no hacen nada sólo por miedo, pero tampoco eso los convierte en chivatos. La señora Dublanc es así. La ocupación no cambia su vida hasta el punto de que le compense correr el riesgo de perderla, sin más. Para darse cuenta de que uno está vivo, se requiere un alto nivel de conciencia, me explica él mientras arranca un manojo de rábanos.

Charles tiene razón, la mayoría de los hombres se contentan con un trabajo, con un techo, con unas horas de descanso el domingo y así se consideran felices; ¡felices por estar tranquilos, no por estar vivos! Les da igual que sus vecinos sufran; mientras la pena no entre en su casa, prefieren no ver nada y actuar como si las cosas malas no existieran. Eso no siempre es cobardía. Para algunos, vivir exige ya mucho valor.

– Evita llevar a amigos a tu casa durante algunos días. Nunca se sabe -añadió Charles.

Seguimos binando la tierra en silencio. Él se ocupaba de los rábanos, yo de las lechugas.

– No estás sólo preocupado por tu casera, ¿verdad? -me preguntó Charles, a la vez que me acercaba un escardillo.

Tardé en responderle, así que él continuó:

– Una vez, una mujer vino aquí. Robert me pidió que le diera cobijo. Ella era diez años mayor que yo, estaba enferma y venía a descansar. Dije que no era médico, pero acepté. Arriba sólo hay una habitación, así que no nos quedó otra opción que compartir cama; ella estaba a un lado, yo al otro, y la almohada en medio. Se pasó dos semanas en casa; nos pasábamos el tiempo bromeando y contándonos cosas, hasta que acabé acostumbrándome a su presencia. Un día, como ya estaba recuperada, tuvo que irse. No le dije nada, pero tuve que volver a acostumbrarme a vivir en el silencio. De noche, escuchábamos juntos aullar el viento. A solas, no tiene la misma música.

– ¿La has vuelto a ver alguna vez?

– Se presentó en mi casa dos semanas después y me dijo que quería quedarse conmigo.

– ¿Y qué pasó?

– Le dije que era mejor para los dos que volviera junto a su marido.

– ¿Por qué me explicas esto, Charles?

– ¿De qué chica de la brigada te has enamorado?

No respondí.

– Jeannot, sé muy bien cuánto nos pesa la soledad, pero es el precio que hay que pagar al estar en la clandestinidad.

Y como me quedé en silencio, Charles dejó de binar.

Volvimos a la casa y Charles me regaló un manojo de rábanos para agradecerme la ayuda.

– ¿Sabes, Jeannot?, esa amiga de la que te he hablado me concedió una gran oportunidad: me dejó amarla. Sólo fue durante unos cuantos días, pero con la cara que tengo, ya es un buen regalo. Ahora, me basta con pensar en ella para sentir un poco de felicidad. Deberías volver a casa, en esta época anochece pronto.

Charles me acompañó hasta la puerta.

Cuando me subía a la bici, me giré y le pregunté si creía que tenía alguna posibilidad con Sophie, en caso de que la volviera a ver después de la guerra, cuando ya no estuviéramos en la clandestinidad. Charles parecía afligido, vi que dudaba sobre qué responderme, y finalmente me dijo con una sonrisa triste:

– Si Sophie y Robert dejan de estar juntos cuando acabe la guerra, ¿quién sabe? Buen viaje, amigo, ten cuidado con las patrullas apostadas a la salida del pueblo.

***

Por la noche, mientras intentaba conciliar el sueño, volvía a pensar en mi conversación con Charles. Tenía razón, Sophie sería una gran amiga y sería mejor así. De todas formas, habría detestado tener que teñirme el pelo.

***

Habíamos decidido continuar la lucha de Boris contra la Milicia. De ahora en adelante, los perros callejeros vestidos de negro, los que nos espiaban para arrestarnos, los que torturaban y vendían la miseria humana al mejor postor serían atacados sin piedad. Esa noche, iríamos a la Rue Alexandre para volar una de sus guaridas.

Mientras espera tumbado en su cama, con las manos debajo de la cabeza, Claude mira al techo de su habitación y piensa en lo que se le viene encima.

– Esta noche no volveré -dice él.

Jacques entra. Se sienta a su lado, pero Claude no dice nada; con el dedo, mide la mecha de la bomba, sólo quince milímetros, y murmura:

– Da igual, voy de todos modos.

Entonces, Jacques sonríe con tristeza, él no ha ordenado nada, Claude se ha ofrecido.

– ¿Estás seguro? -pregunta él.

Claude no está seguro de nada, pero sigue resonando en su mente la pregunta de mi padre en el Café des Tourneurs… ¿Para qué se lo contaría? Entonces dice:

– Sí. Esta noche no volveré -murmura mi hermano pequeño de apenas diecisiete años.

Quince milímetros de mecha es muy poco; cuando escuche el chisporroteo de la mecha le quedarán minuto y medio de vida; noventa segundos para huir.

– Esta noche no volveré -repite él sin cesar-, pero esta noche los milicianos tampoco volverán a su casa. Así, montones de personas a las que no conocemos ganarán unos meses de vida, unos meses de esperanza, el tiempo que tarden en llegar otros perros a repoblar las tierras del odio.

Un minuto y medio para nosotros y unos cuantos meses para ellos, vale la pena, ¿no?

Boris había empezado nuestra guerra contra la Milicia el mismo día en que Marcel Langer había sido condenado a muerte. Así que, sólo por él, que se pudría en un calabozo de la prisión de Saint-Michel, había que ir. Habíamos matado al fiscal Lespinasse también para salvarlo a él, y nuestra táctica había funcionado: en el juicio de Boris, los jueces se habían recusado uno tras otro, los abogados tenían tanto miedo que se contentaron con veinte años de prisión. Esa noche, Claude piensa en Boris y también en Ernest. De él sacará valor. Ernest tenía dieciséis años cuando murió, ¿te das cuenta? Al parecer, cuando los milicianos lo arrestaron, empezó a hacerse pis encima en medio de la calle; los cerdos le dieron permiso para abrirse la bragueta y le concedieron tiempo para que se aliviara allí, delante de ellos, para humillarlo; en realidad, aprovechó ese tiempo para accionar la granada que llevaba escondida en el pantalón y envió a esos cerdos al infierno. Claude no olvida los ojos grises del chico desaparecido en medio de la calle, y que sólo tenía dieciséis años.