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Capítulo 18

Llevábamos ya ocho meses en la brigada, y realizábamos acciones casi cada día. En tan sólo una semana, había llevado a cabo cuatro. Había perdido diez kilos desde principios de año, y mi moral se resentía tanto como mi cuerpo por el hambre y el agotamiento. Al final del día, fui a buscar a mi hermano a su casa y, sin decirle nada, me lo llevé a hacer una comida de verdad en un restaurante de la ciudad. Se le pusieron unos ojos como platos al leer el menú. Estofado de carne, verduras y tarta de manzana; los precios en la Reine Pédauque eran desorbitados, por lo que tuve que sacrificar todo el dinero que me quedaba, pero se me había metido en la cabeza que iba a morir antes de fin de año, y ya estábamos a principios de diciembre.

Al verme entrar en el establecimiento que sólo frecuentaban milicianos y alemanes, Claude creyó que lo llevaba a dar un golpe. Cuando comprendió que estábamos allí para disfrutar de una comida, vi revivir en su rostro las expresiones de su infancia. Vi renacer la sonrisa que ponía cuando mamá jugaba al escondite en el apartamento donde vivíamos, la alegría de sus ojos cuando pasaba por delante del armario y ella fingía que no había visto que él estaba allí.

– ¿Qué celebramos? -susurró él.

– ¡Lo que tú quieras! El invierno, nosotros, estar vivos, no sé.

– ¿Y cómo piensas pagar la cuenta?

– No te preocupes por eso y disfruta.

Claude devoraba con los ojos los trozos de pan crujiente de la cesta, tenía el apetito de un pirata que se hubiera encontrado piezas de oro en un cofre. Al acabar de comer, con un ánimo recuperado por ver a mi hermano tan feliz, pedí la cuenta mientras él estaba en el lavabo.

Lo vi volver con cara burlona. No quiso volver a sentarse, y me dijo que teníamos que irnos de inmediato. Debía de haber presentido algún peligro que yo todavía ignoraba. Pagué, me puse el abrigo y salimos los dos. En la calle, se agarró de mi brazo y me tiró hacia delante, obligándome a acelerar el paso.

– ¡Vamos, date prisa!

Eché una breve ojeada por encima de mi hombro, suponiendo que alguien nos seguía, pero la calle estaba desierta y veía a mi hermano luchar con dificultad contra la risa tonta que se le escapaba.

– Pero ¿qué diablos pasa? Vas a conseguir asustarme.

– ¡Vamos! -insiste él-. Te lo explicaré todo en la callejuela que hay más abajo.

Me llevó hasta un callejón sin salida y, con un gesto teatral, se abrió la gabardina. En el vestidor de la Reine Pédauque, había robado el cinturón de un oficial alemán y la pistola máuser guardada en el estuche que colgaba de él.

Caminamos juntos por la ciudad, más cómplices de lo que nunca habíamos sido. Era una bonita noche, y la comida nos había dado casi tantas fuerzas como esperanza. Cuando nos despedimos, le propuse que nos volviéramos a ver al día siguiente.

– No puedo, tengo una misión -murmuró Claude-. Ah, y a la mierda las consignas, eres mi hermano, si a ti no te puedo contar lo que hago, entonces, ¿qué sentido tiene todo?

Yo no dije nada, no quería forzarlo a hablar, ni empujarlo a que se confiase a mí.

– Mañana tengo que ir a robar la oficina de Correos. ¡Jan debe de pensar que sirvo para todo tipo de robos! ¡No puedes imaginarte la rabia que me da!

Comprendía su razonamiento, pero necesitábamos dinero desesperadamente. Los «estudiantes» de nuestras filas debían alimentarse un poco para poder seguir luchando.

– ¿Es muy arriesgado?

– ¡En absoluto! Más bien es humillante -masculló Claude.

Me explicó el plan de su misión. Todas las mañanas, una encargada de Correos llegaba sola a la oficina de la Rue Balzac. La mujer transportaba unas bolsas llenas de suficiente dinero para que pudiéramos subsistir durante algunos meses más. Claude debía abordarla para quitarle el saco, Émile lo cubriría.

– ¡He rechazado llevar una porra! -exclama Claude casi colérico.

– ¿Y cómo piensas arreglártelas?

– ¡No voy a pegar a una mujer! La asustaré y como mucho la empujaré un poco, le arranco la bolsa y listos.

No sabía muy bien qué decir. Jan debería haber pensado que Claude no pegaría a una mujer. Pero tenía miedo de que las cosas no salieran como Claude esperaba.

– Tengo que llevar el dinero hasta Albi. Tardaré dos días en volver.

Lo abracé, y antes de irme, le hice prometerme que sería prudente. Nos miramos una última vez y nos volvimos a despedir con la mano. Yo también tenía una misión que cumplir dos días después y tenía que ir a casa de Charles a buscar municiones.

Según lo previsto, a las siete de la mañana, Claude se escondió detrás de unos matorrales en el pequeño jardín que rodea la oficina de Correos. Según lo previsto, a las ocho y diez, oyó que aparcaban la camioneta, la grava que crujía bajo los pasos de la empleada. Según lo previsto, Claude se levantó de un salto, con el puño levantado en un gesto amenazador. Como no estaba previsto en absoluto, ¡la encargada pesaba cien kilos y llevaba gafas!

Lo demás pasó muy rápido. Claude intentó empujarla echándose sobre ella; el efecto fue el mismo que si se hubiera dado contra un muro. Se cayó al suelo un poco aturdido. No había más solución que la de volver al plan de Jan y pegar a la encargada. Pero al ver sus gafas, Claude piensa en mi terrible miopía; la idea de romper los cristales en los ojos de su víctima le hace renunciar definitivamente.

– ¡Al ladrón! -grita la encargada. Claude reúne todas sus fuerzas e intenta arrancarle la bolsa, que ella aprieta contra su pecho de dimensiones desmedidas. ¿Se debe a una conmoción pasajera? ¿A una relación de fuerzas desiguales? La lucha cuerpo a cuerpo se complica y Claude se ve en el suelo, con cien kilos de feminidad sobre el tórax. Se debate como puede, se libera, agarra la bolsa y, bajo la mirada aterrada de Émile, se monta en la bici. Huye sin que nadie lo siga. Émile se asegura de que sea así y parte en la dirección opuesta. Algunos peatones se aglomeran en la zona, la empleada se levanta e intentan calmarla.

Un policía en moto aparece por una calle transversal y lo entiende todo; ve a Claude a lo lejos, aprieta el acelerador y empieza a perseguirlo de inmediato. Unos segundos más tarde, mi hermano siente el golpe de la porra que lo tira al suelo. El policía se baja de su máquina y se precipita sobre él. Le cae encima un aluvión de patadas de una violencia inusitada. Con el revólver apuntándole a la sien, Claude ya está esposado, le da igual, ha perdido el conocimiento.

***

Cuando vuelve en sí, está atado a una silla con las manos a la espalda.

No tarda mucho en despertarse; la primera tunda del comisario que lo interroga lo hace caer. Su cráneo golpea el suelo y se hace de nuevo la oscuridad. ¿Cuánto tiempo ha pasado cuando reabre los ojos? Su visión se tiñe de rojo. Sus párpados están pegados por la sangre, su boca cruje y se deforma con los golpes. Claude no dice nada, ni un quejido, ni siquiera un susurro. Tan sólo algunos desvanecimientos lo sustraen de esa brutalidad, y en cuanto levanta la cabeza, los bastones de los inspectores se ensañan con él.

– Así que eres un pequeño judío, ¿eh? -pregunta el comisario Fourna-. Y la pasta ¿para quién era?

Claude se inventa una historia, una historia en la que no hay jóvenes que luchen por la libertad, una historia sin compañeros ni nadie a quien delatar.

Esa historia no se tiene en pie; Fourna grita:

– ¿Dónde tienes tu cuartucho?

Hay que aguantar dos días antes de responder a esa pregunta. Es la consigna, el tiempo necesario para que los otros puedan hacer la «mudanza». Fourna vuelve a golpearle, la bombilla que cuelga del techo oscila y envuelve a mi hermano con su vals. Vomita y su cabeza vuelve a caer.