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A veces algún benévolo guardia nos lanza algún folleto clandestino impreso por los compañeros francotiradores partisanos. Jacques nos los lee. Eso le sirve para compensar el sentimiento de frustración que no lo abandona. La impotencia lo va carcomiendo un poco más cada día. Supongo que la ausencia de Osna también.

Sin embargo, viéndolo encerrado en su desesperación, en medio de este sórdido universo, he descubierto una de las bellezas más justas de nuestro mundo: un hombre puede conformarse con perder la vida, pero no con la ausencia de los que ama.

Jacques se calla un instante, retoma su lectura y nos da noticias de los amigos. Cuando nos enteramos de que un par de alas de avión han sido saboteadas, que un poste se ha caído, arrancado por la bomba de un compañero, que un miliciano ha caído en la calle, que diez vagones han quedado inutilizados para el servicio -que consistía en deportar inocentes-, compartimos un poco su victoria.

Aquí estamos en la cloaca del mundo, en un espacio oscuro y pequeño, un territorio en el que reina la enfermedad. No obstante, en medio de ese territorio infame, en lo más oscuro del abismo, todavía queda una ínfima parcela de luz, que es como un susurro. Los españoles que ocupan las celdas vecinas la invocan cantando de noche, la han bautizado Esperanza.

Capítulo 20

El día de Año Nuevo no había ninguna celebración, no teníamos nada que celebrar. Allí, en medio de ninguna parte, conocí a Chahine. Enero avanzaba, y ya se habían llevado a algunos de nosotros ante sus jueces; mientras se desarrollaba una farsa de proceso, una camioneta venía a dejar sus ataúdes en el patio. A continuación, se oían los gritos de los prisioneros y el ruido de los fusiles, y, después, el silencio recaía sobre su muerte y la nuestra que estaba por llegar.

Nunca supe el verdadero nombre de Chahine, porque ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlo. Le di ese apodo porque los delirios febriles que agitaban sus noches le hacían hablar. En esas ocasiones, le pedía a un pájaro blanco que viniera a buscarlo. En árabe, Chahine es el nombre que recibe el halcón peregrino de plumas blancas. Lo busqué después de la guerra cuando me esforcé por recordar estos momentos.

Chahine llevaba meses encerrado, y moría un poco cada día. Su cuerpo se resentía por las múltiples carencias y el estómago se le había hecho tan pequeño que ni siquiera podía tolerar una sopa.

Una mañana, mientras me desnudaba, sus ojos se cruzaron con los míos y noté que su mirada me llamaba en silencio. Me acerqué, y él hizo acopio de todas sus fuerzas para sonreírme; aunque con dificultad, consiguió mostrarme una sonrisa. Su mirada se volvió hacia sus piernas. La sarna había hecho estragos en ellas. Comprendí su súplica. La muerte no tardaría en llevárselo de allí, pero Chahine quería reunirse con ella dignamente y tan limpio como fuera posible. Acerqué mi jergón al suyo y, a partir de entonces, cuando llegaba la noche, le quitaba las pulgas y arrancaba de los pliegues de su camisa los piojos que se habían instalado allí.

A veces, Chahine me dedicaba una de sus débiles sonrisas que tanto esfuerzo le exigían, pero con las que, a su manera, me daba las gracias. En realidad, era yo quien tenía que dárselas.

Cuando repartían la comida de la noche, me hacía una señal para que le diera la suya a Claude.

– ¿Para qué alimentar un cuerpo que ya está muerto? -murmuraba él-. Salva a tu hermano, es joven y le queda mucho por vivir.

Chahine esperaba a que se extinguiera el día para intercambiar algunas palabras. Probablemente necesitaba verse rodeado por el silencio de la noche para encontrar un poco de fuerza. Juntos en ese silencio, compartíamos un poco de humanidad.

El padre Joseph, el capellán de la prisión, sacrificaba sus tiques de racionamiento ayudándolo. Todas las semanas, le traía un paquetito de galletas. Para alimentar a Chahine, las trituraba y le obligaba a comer. Tardaba más de una hora en comerse una galleta, a veces el doble. Agotado, me suplicaba que le diera el resto a los compañeros, para que el sacrificio del padre Joseph no fuera en vano.

Ya ves, ésta es la historia de un cura que deja de comer para salvar a un árabe, de un árabe que salva a un judío dándole una razón para vivir, y de un judío que sujeta a un árabe entre sus brazos en la hora de su muerte, mientras él espera su propio turno; la historia del mundo de los hombres tiene insospechados y maravillosos momentos.

La noche del 20 de enero hacía un frío glacial que te calaba hasta los huesos.

Chahine tiritaba, yo lo apretaba contra mí, pero los temblores lo agotaban. Aquella noche se negó a comer el alimento que le acercaba a los labios.

– Ayúdame, sólo quiero recuperar mi libertad -me dijo de repente.

Le pregunté cómo podía darle algo que no tenía. Chahine sonrió y respondió:

– Imaginándolo.

Ésas fueron sus últimas palabras. Mantuve mi promesa y estuve lavando su cuerpo hasta el alba; después lo envolví en sus ropas, justo hasta el amanecer. Aquellos de nosotros que tenían fe rezaron por él; y no importaban las palabras de sus oraciones, tan sólo que venían del corazón. Yo, que nunca había creído en Dios, también recé durante un instante para que se cumpliera el deseo de Chahine y pudiera ser libre en otra parte.

Capítulo 21

Los últimos días de enero, el ritmo de las ejecuciones en el patio disminuye, lo que da esperanzas a algunos de nosotros de que el país será liberado antes de que les llegue su turno. Cuando los guardias se los llevan, esperan que su juicio se retrase para ganar un poco de tiempo, pero eso nunca pasa y acaban fusilados.

Aunque estamos encerrados entre estos sombríos muros, sin poder actuar, sabemos que las acciones de nuestros compañeros se multiplican en el exterior. La Resistencia teje su tela, se despliega. La brigada tiene ahora destacamentos organizados por toda la región; además, el combate por la libertad está tomando forma en toda Francia. Charles dijo un día que habíamos inventado la guerra callejera; desde luego exageraba, porque no éramos los únicos, pero habíamos dado ejemplo en la región. Los demás nos seguían y todos los días la tarea del enemigo se veía contrariada y paralizada por nuestras numerosas acciones. Ningún convoy alemán circulaba sin riesgo de que un vagón o algún cargamento hubiera sido saboteado, ninguna fábrica francesa producía para el ejército enemigo sin que saltaran los transformadores que alimentaban la corriente, sin que sus instalaciones fueran destruidas. Asimismo, a medida que aumentaban las actuaciones de nuestros compañeros, la población conseguía recobrar su valor y las filas de la Resistencia aumentaban.

A la hora del paseo, los españoles nos informan de que la brigada dio ayer un golpe de efecto. Jacques intenta averiguar algo más de un preso político español. Se llama Boldados, y los guardias le tienen un poco de miedo. Es un castellano que, como todos los suyos, lleva dentro de sí el orgullo de su tierra, una tierra que ha defendido en los combates de la Guerra Civil española y que no dejó de amar en ningún momento de su éxodo, cuando tuvo que cruzar los Pirineos a pie. Tampoco en los campos del oeste, donde había estado encerrado, había dejado de cantarle. Boldados le hace una señal a Jacques para que se acerque a la reja que separa el patio de los españoles del de los franceses. Y, cuando Jacques se acerca, aquél le explica lo que le ha contado un guardia simpatizante:

– El golpe lo dio uno de los vuestros. La semana pasada, se subió por los pelos al último tranvía, sin darse cuenta siquiera de que estaba reservado a los alemanes. Debía de tener la cabeza en otra parte para hacer algo así. Un alemán lo hizo bajar enseguida de una patada en el culo. A tu compañero no le hizo ninguna gracia. Es comprensible, la patada en el culo fue una humillación. Entonces, estuvo investigando y comprendió enseguida que ese tranvía llevaba todas las noches a los oficiales que salían del Cinéma des Variétés; parecía que el último servicio estuviera reservado a esos hijos de puta. Volvieron algunos días después, es decir, ayer por la noche, con tres más de los vuestros al mismo sitio donde le habían pateado el culo a tu compañero, y esperaron.