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Capítulo 23

A primera hora de la mañana del 17 de febrero, los guardias vienen a buscar a André. Cuando va a salir de la celda, se encoge de hombros y nos mira de reojo. La puerta se cierra, y, custodiado por dos matones, parte hacia el tribunal militar. No habrá alegatos, y no tiene abogado. Tardan un minuto en condenarlo a muerte. El pelotón de ejecución lo espera ya en el patio.

Los gendarmes han venido expresamente de Grenade-sur-Garonne, del mismo sitio donde arrestaron a André cuando estaba cumpliendo una misión. Hay que acabar el trabajo.

André querría despedirse, pero eso va contra el reglamento. Antes de morir, escribe una nota a su madre que entrega al vigilante Theil, quien sustituye a Touchin ese día.

Ahora están atando a André al poste, pide unos segundos, el tiempo justo para quitarse el anillo que lleva en el dedo. El jefe Theil refunfuña un poco, pero acaba aceptando el anillo que André le entrega con la súplica de que se lo devuelva a su madre. «Era su alianza», explica él, ella se la había regalado el día que se fue para unirse a la brigada. Theil se lo promete, y, ahora, le atan las manos juntas.

Agarrados a los barrotes de nuestras celdas, nos imaginamos a los doce hombres uniformados formar el pelotón. André se mantiene derecho. Los fusiles se levantan, apretamos los puños y doce balas despedazan el delgado cuerpo de nuestro amigo, que se dobla en dos y se queda allí, jadeando, en el poste, con la cabeza ladeada y la cara chorreando sangre.

La ejecución ha acabado, los gendarmes se van. El jefe Theil rompe la carta de André y se guarda el anillo en el bolsillo. Mañana se encargará de otro de nuestros compañeros.

Un zapatero detenido en Montauban fue fusilado en el mismo poste. A su espalda, la sangre de André apenas se había secado.

De noche, todavía veo a veces cómo vuelan los trocitos de papel. En mi pesadilla, revolotean hasta el muro que hay detrás del poste de los fusilados y se vuelven a unir los unos a los otros para recomponer las palabras que André había escrito justo antes de morir. Acababa de cumplir dieciocho años.

Cuando acabó la guerra, el jefe de los guardias Theil fue ascendido a vigilante general de la prisión de Lens.

***

Pocos días después llegaría el turno del juicio de Boris, y nos temíamos lo peor. Pero en Lyon teníamos hermanos.

Su grupo se llamaba Carmagnole-Liberté. Ayer arreglaron cuentas con un fiscal del estado que, como Lespinasse, había conseguido cortarle la cabeza a un miembro de la Resistencia. El compañero Simon Frid había muerto, pero al procurador Fauré-Pingelli le llenaron el cuerpo de plomo. Después de ese golpe, ningún magistrado se atrevería a pedir la vida de uno de los nuestros. Boris, condenado a veinte años de prisión, se burla de su pena porque su lucha continúa fuera. Como prueba, los españoles nos han contado que ayer por la noche la casa de un miliciano había saltado por los aires. Conseguí pasarle una nota a Boris para que lo supiera.

Boris ignora que el primer día de primavera de 1945 morirá en Gusen, en un campo de concentración.

***

– ¡No pongas esa cara, Jeannot!

La voz de Jacques me saca de mi aturdimiento. Levanto la cabeza, cojo el cigarrillo que me ofrece y, con un gesto, le indico a Claude que venga a mi lado para dar unas caladas. Pero mi hermano pequeño, exhausto, prefiere quedarse apoyado contra la pared de la celda.

Lo que deja a Claude sin fuerzas no es la falta de alimento, no es la sed, no son las pulgas que nos devoran de noche, ni tampoco los maltratos de los guardias; no, lo que pone a mi hermano tan triste es seguir allí, lejos de la acción, y lo entiendo porque siento lo mismo.

– No renunciaremos -continúa Jacques-. Fuera siguen luchando, y los aliados acabarán desembarcando, ya lo verás.

Mientras me dice estas palabras para reconfortarme, Jacques no se imagina que los compañeros preparan una operación contra un cine en el que proyectan películas de propaganda nazi.

Rosine, Marius y Enzo participan en la acción, pero, por una vez, Charles no se ha encargado de preparar la bomba. La explosión debe producirse una vez finalizada la sesión, cuando la sala esté vacía, para evitar toda víctima entre la población civil.

El artefacto que Rosine tiene que colocar debajo de una butaca de platea debía estar equipado con un dispositivo retardante, y nuestro jardinero de Loubers no tenía lo necesario para fabricarlo. El golpe debía haber tenido lugar ayer por la noche, cuando estaba programada la película El judío Süss. Pero la policía estaba por todas partes, se vigilaba quién entraba, se registraban los bolsos, de modo que los compañeros no pudieron entrar con su cargamento.

Jan decidió posponerlo para la mañana siguiente. En esta ocasión, no hay control en las taquillas; Rosine entra en la sala y se sienta al lado de Marius, que empuja la mochila con la bomba debajo de su sillón. Enzo ocupa su lugar detrás de ellos, donde debe vigilar que no los descubran. Si me hubiera enterado de esa historia, habría mandado a Marius a pasar toda una noche en el cine junto a Rosine. Es tan bonita, con su ligero acento cantarín y esa voz que provoca escalofríos incontrolables.

Las luces se apagan y las novedades desfilan sobre la pantalla del cine. Rosine se acomoda en su sillón, y su larga cabellera morena cae sobre su hombro. A Enzo no le ha pasado por alto el suave y elegante movimiento de la nuca. Es difícil concentrarse en la película que empieza cuando se tienen diez kilos de explosivos delante de las piernas. Aunque Marius ha querido convencerse de lo contrario, está un poco nervioso. No le gusta trabajar con material que no conoce. Cuando Charles se encarga de preparar las cargas, está tranquilo, pues el trabajo de su amigo nunca ha fallado; pero, en este caso, el mecanismo es diferente, y la bomba es demasiado sofisticada para su gusto.

Cuando acabe el espectáculo, deberá deslizar la mano en la mochila de Rosine y romper un tubo de cristal que contiene ácido sulfúrico. En treinta minutos, el ácido habrá corroído la pared de una pequeña caja de hierro llena de clorato de potasio. Cuando las dos sustancias se mezclen, harán saltar los detonadores implantados en la carga. Pero todos esos chismes de químicos son muy complicados para Marius. A él le gustan los sistemas simples, los que fabrica Charles con dinamita y una mecha. Basta con contar los segundos cuando empieza a echar chispas; si hay problemas, siempre se puede arrancar el cordón de la mecha con un poco de valor y destreza. Además, el artificiero ha añadido otro sistema a la parte inferior de su bomba; cuatro pequeñas pilas y una bolita de mercurio unidas entre ellas desatarían la explosión inmediatamente si algún vigilante la encontraba e intentaba levantarla una vez activado el mecanismo.

Marius está sudando e intenta, en vano, interesarse por la película. A falta de eso, mira discretamente a Rosine, que pone cara de no estar dándose cuenta de nada; hasta que le da una palmadita en la pierna para recordarle que el espectáculo tiene lugar al frente, y no en su cuello.

Incluso al lado de Rosine, los minutos que pasan parecen muy largos en el cine. Por supuesto, Rosine, Enzo y Marius habrían podido activar el mecanismo en el entreacto y largarse de inmediato. La misión estaría cumplida y ellos estarían ya sanos y salvos, en lugar de sufrir y sudar como lo están haciendo. Pero como ya te he dicho, nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Por tanto, esperarán al final de la sesión, y cuando la sala se vacíe, activarán la bomba, sólo entonces.