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Al final de las escaleras había un pasillo que parecía adentrarse en las entrañas del hospital. En el techo, diversos cables recorrían las cañerías que chorreaban agua. Cada diez metros, un aplique eléctrico irradiaba una luz pálida; en algunos sitios, la bombilla estaba rota y el pasillo se sumía en la oscuridad.

A Stefan le daba igual la oscuridad, conocía bien su camino. Tenía que estar allí. El local que buscaba estaba a su derecha, y entró.

Rosine descansaba sobre una mesa, sola en la habitación. Stefan se acercó a la sábana manchada de sangre.

La cabeza vuelta ligeramente delataba la nuca rota. ¿Era ésa la herida que la había matado o las otras muchas que veía? Se colocó ante el cadáver.

Venía de parte de sus compañeros para despedirse de ella, para decirle que su rostro permanecería siempre en nuestros recuerdos y que nunca nos rendiríamos.

«Si allá donde te encuentres te cruzas con André, salúdalo de mi parte.»

Stefan besó a Rosine en la frente y salió del depósito, con un gran peso en el alma.

Cuando volvió al vestíbulo, el profesor Rieuneau lo esperaba.

– Demonios, lo estaba buscando, ¿dónde se había metido? Su compañero ha superado la operación, los cirujanos le han vuelto a coser la pierna. No estoy diciendo que vuelva a andar con normalidad, pero sobrevivirá a sus heridas.

Y como Stefan no dejaba de mirarlo en silencio, el viejo profesor concluyó:

– No puedo hacer nada por él. Lo vigilan permanentemente tres milicianos, esos salvajes ni siquiera me han dejado entrar en la habitación en la que se encuentra. Dígale a sus amigos que no intenten nada aquí, es demasiado peligroso.

Stefan le dio las gracias a su profesor y volvió a irse enseguida. Esa noche, se encontraría con Marianne y le daría la noticia.

A Enzo le concederían sólo unos pocos días de respiro antes de sacarlo de su cama de hospital para transferirlo a la enfermería de la prisión. Los milicianos se lo llevaron sin miramientos, y Enzo perdió en tres ocasiones el conocimiento a lo largo de su traslado.

Su suerte estaba decidida antes incluso de su encarcelación. En cuanto se hubiera recuperado, lo fusilarían en el patio; como tenía que poder caminar hasta el poste de ejecución, confiábamos en que tardara en poder tenerse de pie. Estábamos a principios del mes de marzo de 1944, los rumores de la inminencia de un desembarco aliado se volvían cada vez más numerosos. Nadie dudaba de que, cuando eso pasara, las ejecuciones cesarían y seríamos libres. Por tanto, salvar al compañero Enzo era una carrera contra reloj.

***

Charles lleva furioso desde ayer. Jan fue a visitarlo a su pequeña estación abandonada de Loubers, pero se trataba de una visita especial, ya que iba a despedirse. Se está formando una nueva brigada de resistentes en el interior del país; necesitan a hombres con experiencia, de manera que Jan debe unirse a ellos. No había sido una decisión suya, sino que se limitaba a cumplir órdenes.

– Pero ¿quién da esas órdenes? -pregunta Charles, cuyo enfado no deja de aumentar.

Hace un mes no existían resistentes franceses en Toulouse, fuera de la brigada. Y ahora, se organiza un nuevo grupo a costa de desmontar el suyo. Los tipos como Jan no abundan, y muchos compañeros han muerto o están presos, así que le parece bastante injusto tener que dejarlo irse sin más.

– Lo sé -dice Jan-, pero las órdenes vienen de arriba.

Charles dice que no sabe nada de «arriba». Durante los últimos largos meses, la lucha se ha llevado a cabo aquí abajo. Ellos han inventado la guerra callejera; ahora, es muy fácil copiar su trabajo. Charles no piensa lo que dice, pero despedirse de sus amigos le dolía casi más que cuando tuvo que decirle a una mujer que volviera con su marido.

Desde luego, ni Jan es tan guapo como lo era ella ni habría compartido nunca su cama con él aunque hubiera estado muy enfermo. Pero, antes que su jefe, Jan es su amigo, y así es como lo ve al irse…

– ¿Tienes tiempo para una tortilla? Tengo huevos -farfulla Charles.

– Guárdalos para los demás, de verdad que tengo que irme -responde Jan.

– ¿Para quiénes? ¡A este paso, acabaré siendo el único miembro de la brigada!

– Otros vendrán, Charles, no te preocupes. La lucha sólo acaba de empezar, la Resistencia se organiza, por lo que es normal que vayamos a echar una mano allá donde podamos ser útiles. Venga, despidámonos y no pongas esa cara.

Charles acompañó a Jan por el caminito.

Se abrazaron y se juraron volver a verse un día, cuando el país fuera libre. Jan se subió a la bici y Charles lo llamó una última vez.

– ¿Catherine se va contigo?

– Sí.

– Entonces, dale un beso de mi parte.

Jan se lo prometió con una señal de la cabeza y el rostro de Charles se iluminó al hacer una última pregunta.

– Entonces, como ya nos hemos despedido, ¿ya no eres mi jefe?

– ¡Técnicamente, no! -respondió Jan.

– Entonces, cojones, si ganamos la guerra, intentad ser felices Catherine y tú. ¡Y soy yo, el artificiero de Loubers, el que te da la orden!

Jan saludó a Charles como a un soldado al que se respeta y se alejó en su bici.

Charles le devolvió el saludo y se quedó allí, al final del camino de la vieja estación, hasta que Jan desapareció en el horizonte.

***

Mientras nos morimos de hambre en nuestras celdas y mientras Enzo se retuerce de dolor en la enfermería de la prisión de Saint-Michel, la lucha sigue en la calle. No pasa un día en el que no haya un sabotaje a los trenes enemigos, se arranquen postes, se hundan grúas en el canal o caigan granadas sobre camiones alemanes.

Pero, en Limoges, un delator ha informado a las autoridades de que algunos jóvenes, seguramente judíos, se reúnen furtivamente en un apartamento de su edificio. La policía procede inmediatamente a arrestarlos. El gobierno de Vichy decide enviar sobre el terreno a uno de sus mejores detectives.

El comisario Gillard, encargado de la lucha antiterrorista, ha sido enviado junto con su equipo a investigar lo que podría darles la manera de llegar hasta el núcleo de la Resistencia del suroeste, a la que hay que destruir a cualquier precio.

Gillard había dirigido sus investigaciones en Lyon, está habituado a hacer interrogatorios y no bajará la guardia en Limoges. Vuelve a la comisaría para ocuparse él mismo de las preguntas. Gracias a las torturas, acaba por enterarse de que se envían «paquetes» a Toulouse. En esta ocasión, sabe dónde puede lanzar el anzuelo, así que sólo tiene que esperar a que el pez lo muerda.

Ha llegado el momento de desembarazarse de una vez por todas de todos esos extranjeros que perturban el orden público y cuestionan la autoridad del Estado.

A primera hora de la mañana, Gillard abandona a sus víctimas en la comisaría de Limoges y coge el tren a Toulouse con su equipo.