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– Ha llegado el momento -murmura ante su reflejo del espejo.

Ya oye los pasos en la escalera.

***

En el andén de la estación, el reloj marca las siete y treinta y dos minutos. Damira está nerviosa, se inclina con la esperanza de ver aparecer el tren que los llevará lejos de allí.

– ¿Llega tarde, no?

– No -responde Marc con calma-, llegará dentro de cinco minutos.

– ¿Crees que los otros lo habrán logrado?

– No sé nada, pero no estoy demasiado preocupado por Charles.

– Yo lo estoy por Osna, Sophie y Marianne.

Marc sabe que nada podrá tranquilizar a la mujer que ama. La coge entre sus brazos y la besa.

– No pienses en ello, estoy seguro de que las habrán avisado a tiempo, como a nosotros.

– ¿Y si nos arrestan?

– Bueno, al menos, estaríamos juntos, pero no nos arrestarán.

– No pensaba en eso, sino en el diario de Charles, soy yo la que lo lleva.

– ¡Ah!

Damira mira a Marc y le sonríe con ternura.

– Lo siento, no quería decir eso, pero tengo tanto miedo que no sé lo que digo.

A lo lejos, la locomotora se perfila sobre los raíles.

– Ya verás, todo saldrá bien -dice Marc.

– ¿Hasta cuándo?

– Algún día volverá la primavera, ya verás, Damira.

El convoy pasa por delante de ellos, las ruedas de la locomotora se detienen, haciendo saltar unas cuantas chispas, y el tren se detiene con un chirrido de los frenos.

– ¿Crees que seguirás amándome cuando la guerra acabe? -pregunta Marc.

– ¿Quién ha dicho que te ame? -responde Damira con una sonrisa maliciosa.

Y cuando ella lo está llevando al vagón, una mano cae pesadamente sobre su hombro.

Marc está aplastado contra el suelo, dos hombres lo cachean. Damira se resiste, una bofetada tremenda la lanza contra la pared del vagón. Su cara queda aplastada contra el suelo del tren. Justo antes de perder el conocimiento, lee escrito en grandes letras «Montauban».

En la comisaría, los policías encuentran la carta que lleva encima Damira, el sobre que Charles le había confiado a Marc.

***

Aquel 4 de abril de 1944, la brigada cayó en manos de la policía casi al completo. Algunos se libraron: Catherine y Jan escaparon a la redada, la policía no consiguió localizar a Alonso, y Émile consiguió desaparecer justo a tiempo.

Aquella noche del 4 de abril de 1944, Gillard y su terrible adjunto Sirinelli brindan con champán. Con su copa levantada, se felicitan por haber puesto fin a las actividades de una banda de jóvenes «terroristas».

Gracias a su trabajo, esos extranjeros perjudiciales para Francia pasarán el resto de su vida tras los barrotes.

– Aunque -añade él hojeando el diario de Charles- con estas pruebas, podemos estar seguros de que esos extranjeros no tardarán mucho en ser fusilados.

Cuando empezaban las torturas de Marianne, Sophie, Osna y de todos los detenidos de ese día, el hombre que los había traicionado con su silencio, el que había decidido, por razones políticas, no transmitir la información proporcionada por los miembros de la Resistencia infiltrados en la prefectura, ese mismo hombre preparaba ya su entrada en el Estado Mayor de la Liberación.

Cuando se enteró, al día siguiente, de que la 35.a brigada Marcel Langer, que pertenecía a la MOI, había caído casi en su totalidad, se encogió de hombros y le quitó el polvo a su chaqueta, donde, meses más tarde, se colgaría el emblema de la Legión de Honor. Ahora es capitán de las fuerzas francesas del interior, pero muy pronto será coronel.

En cuanto al comisario Gillard, tras recibir la felicitación de las autoridades, le confiaron al final de la guerra la dirección de la Brigada de estupefacientes, donde acabó tranquilamente su carrera.

Capítulo 25

Como ya te he dicho, nunca renunciamos. Los pocos que escaparon ya se están organizando. Algunos compañeros de Grenoble se han unido a ellos. A partir de ahora, Urman no daría respiro al enemigo y la semana siguiente las acciones volverían a sucederse.

***

Había anochecido hacía tiempo. Claude dormía, como la mayoría de nosotros; yo intentaba ver estrellas en el cielo, más allá de los barrotes.

En mitad del silencio, oí los sollozos de un compañero y me acerqué a él.

– ¿Por qué lloras?

– Mi hermano era incapaz de matar, nunca pudo levantar su arma contra un hombre, ni siquiera contra una mierda de miliciano.

Samuel demostraba una extraña mezcla de sabiduría y cólera. Creía que eran dos cosas irreconciliables hasta que las vi en él.

Samuel se pasa la mano por la cara para secarse las lágrimas, y desvela la palidez de sus mejillas demacradas. Tiene los ojos hundidos en el fondo de sus órbitas, parece un milagro que no se le caigan, prácticamente no tiene músculo en la cara, y la piel translúcida casi deja ver sus huesos.

– Eso fue hace mucho tiempo -continúa con un susurro apenas audible-. Fíjate, entonces sólo éramos cinco. Cinco miembros de la Resistencia en toda la ciudad y juntos no sumábamos ni cien años. Yo sólo he disparado una vez, pero fue a un cerdo, a uno de esos que denunciaban, que violaban y torturaban. Mi hermano era incapaz de hacer daño alguno, ni siquiera a ésos.

Samuel se echó a reír sarcásticamente, y su pecho, corroído por la tuberculosis, no dejaba de sufrir estertores. Su voz era extraña, a veces tenía un timbre de hombre y otras el de un niño: Samuel tenía veinte años.

– No debería contarte nada, lo sé, no está bien, pero cuando hablo de él, hago que vuelva un poco a la vida, ¿no crees?

Yo no sabía qué responder, pero asentí con la cabeza. No importa lo que fuera a decir, un compañero necesitaba que yo lo escuchara. No había estrellas en el cielo y tenía demasiada hambre para dormir.

– Ocurrió al principio. Mi hermano tenía el corazón de un ángel y la cara de un muchacho. Creía en el bien y el mal. Hazte cargo, supe desde el inicio que estaba jodido. Con un alma tan pura no se puede hacer la guerra, y la suya era tan bella que destacaba sobre la suciedad de las fábricas y la de las prisiones; iluminaba el camino al amanecer cuando te ibas a trabajar con el calor de la cama todavía en el cuerpo.

»A él no se le podía pedir que matara. Ya te lo he dicho, ¿no? Creía en el perdón. Cuidado, era valiente, nunca se negaba a participar en una acción, pero siempre lo hacía sin arma. "¿De qué serviría? No sé disparar", decía él burlándose de mí. Su corazón le impedía apuntar, tenía un corazón enorme, te lo aseguro -insistía Samuel gesticulando con los brazos-. Iba con las manos vacías al combate, tranquilo y seguro de su victoria.

»Nos habían pedido que saboteáramos la cadena de montaje de una fábrica donde se producían cartuchos. Mi hermano me dijo que había que ir, para él era lógico: cuantos menos cartuchos se fabricaran, más vidas se salvarían.

»Hicimos juntos la investigación. No nos separábamos nunca. Tenía catorce años, así que tenía que vigilarlo y cuidarlo. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que durante todo ese tiempo fue él quien me protegió a mí.

»Tenía mucho talento, deberías haberlo visto con un lápiz entre los dedos, era capaz de dibujar cualquier cosa. Con dos trazos de carboncillo te habría esbozado un retrato que tu madre habría colgado en la pared del salón. Así, encaramado al murete del recinto, en medio de la noche, dibujó el perímetro de la fábrica y pintó de colores todos los edificios, que surgían en su hoja de papel como el trigo sale de la tierra. Yo vigilaba y lo esperaba abajo. Entonces, de golpe, se echó a reír sin más, en medio de la noche; era una risa plena y clara, una risa que llevaré siempre conmigo, incluso a la tumba cuando la tuberculosis me gane la batalla. Mi hermano se reía porque había dibujado a un hombre en medio de la fábrica, un tipo con las piernas arqueadas como las del director de su escuela.