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Ese abandono le sabía a traición. Aquella noche, en compañía de Robert, que había recuperado el mando de la brigada después de la marcha de Jan, expresó todo su disgusto. ¿Cómo podían abandonarlos, volverles la espalda a ellos, que habían estado ahí desde el principio? Robert no sabía muy bien qué decir, quería a Charles como a un hermano, e intentó tranquilizarlo en el aspecto que, probablemente, más le preocupaba, el que le hacía sufrir más.

– Escucha, Charles, nadie se cree lo que escribe la prensa. Todo el mundo sabe qué paso de verdad en el cine y quién perdió allí la vida.

– ¡Y a qué precio! -farfulló Charles.

– Al de la libertad -respondió Robert-, y toda la ciudad lo sabe.

Marc se reunió con ellos un poco más tarde. Charles se encogió de hombros al verlos y salió a su encuentro en el jardín de la parte trasera de la casa. Mientras golpea un terrón, Charles piensa que Jacques se había equivocado, era ya finales de marzo de 1944, pero la primavera todavía no había llegado.

***

El comisario Gillard y su adjunto Sirinelli reunieron a todos sus hombres. En el primer piso de la comisaría, es hora de hacer los preparativos. Ha llegado el día de efectuar las detenciones. Se ha dado la orden, silencio absoluto, debe evitarse que alguien pueda avisar a quienes, dentro de unas horas, caerán en la redada que preparan. Sin embargo, desde la oficina de al lado, un joven comisario de policía escucha lo que se dice. Su trabajo se centra en los delitos comunes, la guerra no ha hecho desaparecer a los truhanes y alguien debe ocuparse de ellos.

Pero el comisario Esparbié nunca ha enchironado a partisanos, sino que, muy al contrario, cuando se está preparando algo, los avisa: es su forma de colaborar con la Resistencia.

Informarlos del peligro que corren es expuesto y arriesgado, y no hay tiempo; Esparbié no está solo, uno de sus colegas actúa como su cómplice. El joven comisario se levanta de su silla y va a verlo de inmediato.

– Vete ahora mismo a la tesorería principal. En el departamento de pensiones, pide ver a una tal Madeleine, dile que su compañero Stefan debe irse de viaje inmediatamente.

Esparbié le ha confiado esta misión a su colega porque él tiene otra cita. Yendo en coche, llegará en una media hora a Loubers. Allí debe entrevistarse con un amigo; ha visto su ficha en una carpeta en la que hubiera sido mejor que no hubiera aparecido nunca.

A mediodía, Madeleine sale de la tesorería principal y se va a buscar a Stefan, pero, aunque ha ido a todos los sitios que suele frecuentar, no lo encuentra. Cuando llega a casa de sus padres, la policía está esperándola.

Ellos no saben nada de ella aparte de que Stefan va a verla casi todos los días. Mientras los policías registran la casa, Madeleine, aprovechando un momento de despiste, garabatea una nota a toda prisa y la esconde en una caja de cerillas. Finge encontrarse mal y pregunta si puede ir a tomar el aire a la ventana…

Bajo su ventana, ve a uno de sus amigos, un tendero italiano que la conoce mejor que nadie. Una caja de cerillas cae a sus pies. Giovanni la recoge, levanta la cabeza y sonríe a Madeleine. ¡Es hora de cerrar la tienda! Al cliente extrañado, Giovanni responde que, de todos modos, hace mucho que no tiene nada que vender en sus estantes. Después de bajar la persiana, se monta en la bici y va a avisar a quien debe.

En ese mismo momento, Charles se despide de Esparbié. En cuanto éste se ha ido, prepara la maleta y, haciendo de tripas corazón, vuelve a cerrar por última vez la puerta de la estación abandonada. Antes de girar la llave en la cerradura, echa una última ojeada a la habitación. Sobre el hornillo hay una vieja sartén que le recuerda una cena en la que una de sus tortillas casi provoca la catástrofe. Aquella noche, todos los compañeros estaban reunidos. Aquel fue un día terrible, pero corrían tiempos mejores que ahora.

En su curiosa bicicleta, Charles pedalea tan rápido como puede. Tiene que ver a muchos compañeros. Pasa el tiempo y sus amigos están en peligro. Avisado por el tendero italiano, Stefan ya ha huido. No tendrá tiempo de despedirse de Marianne, ni tampoco de ir a besar a su amiga Madeleine, cuyo valor ha podido salvarle la vida, aun a riesgo de la suya.

Charles se ha reunido con Marc en un café. Le informa de lo que se prepara y le ordena que vaya enseguida a unirse a los maquis junto a Montauban.

– Ve con Damira, ellos os acogerán en sus filas.

Antes de separarse de él, le entrega un sobre.

– Ten cuidado. He anotado la mayoría de nuestras acciones en este diario -dice Charles-, dáselo de mi parte a los que encuentres allá abajo.

– ¿No es peligroso conservar estos documentos?

– Sí, pero si todos morimos, alguien debe saber algún día lo que hemos hecho. Puedo aceptar que me maten, pero no que me hagan desaparecer.

Los dos amigos se separan, Marc debe encontrar a Damira lo antes posible. Su tren sale a primera hora de la tarde.

***

Charles había escondido algunas armas en la Rue Dalmatie, y otras en una iglesia no lejos de allí. Tiene que intentar salvar lo que pueda. Cuando llega cerca del primer escondite, Charles ve, en el cruce, a dos hombres, uno de los cuales está leyendo un diario.

«Mierda, esto se va a ir al garete», piensa.

Todavía queda la iglesia, pero cuando se acerca, un Citroën negro aparece en la plaza, se bajan cuatro hombres y se le tiran encima. Charles se resiste como puede, pero la lucha es desigual y no paran de lloverle los golpes. Charles chorrea sangre, vacila, los hombres de Gillard acaban reduciéndolo y lo meten en el coche.

***

El día se acaba, Sophie vuelve a su casa. Dos individuos la vigilan desde el final de la calle. Ella los ve y da media vuelta, pero otros dos avanzan ya hacia ella. Uno de ellos se abre la chaqueta y saca un revólver con el que apunta hacia ella. Sophie no tiene forma de escapar, sonríe y se niega a levantar las manos.

***

Esa noche, Marianne cena en casa de su madre una sopa aguada de aguaturmas. No está muy sabrosa, pero sirve para olvidar el hambre hasta el día siguiente. Llaman violentamente a la puerta. La joven se sobresalta, ha reconocido esa forma de llamar y no se hace ilusión alguna sobre la naturaleza de sus visitantes. Su madre la mira preocupada.

– No te muevas, es para mí -dice Marianne, soltando su servilleta.

Rodea la mesa, abraza a su madre y la aprieta contra ella.

– Te digan lo que te digan, no lamento nada de lo que he hecho, mamá. He actuado por una causa justa.

La madre de Marianne mira fijamente a su hija y le acaricia la mejilla como si ese último gesto de ternura le permitiera contener las lágrimas.

– Me digan lo que me digan, mi amor, eres mi hija y estoy orgullosa de ti.

La puerta tiembla bajo los golpes. Marianne besa por última vez a su madre y se va a abrir.

***

Es una noche tranquila; Osna está apoyada en la ventana, fumándose un cigarrillo. Un coche recorre la calle y aparca frente a su casa. Bajan cuatro hombres con gabardina. Osna lo ha entendido. Mientras suben a su piso, tal vez podría haber tenido tiempo para esconderse, pero es mucho el cansancio tras todos esos meses de clandestinidad. Y, además, ¿dónde esconderse? Entonces, Osna cierra la ventana. Entra en el lavabo y se echa un poco de agua en la cara.