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Por fin, las luces vuelven a encenderse. Los espectadores se levantan y se dirigen a la salida. Como están sentados en medio de la fila, Marius y Rosine se quedan en su lugar, mientras esperan a que la gente salga. Detrás de ellos, Enzo tampoco se mueve. En la punta, una vieja dama se toma todo su tiempo para ponerse el abrigo. Su vecino no puede esperar más. Harto, da media vuelta y se dirige hacia el otro pasillo.

– ¡Venga, fuera, la película ha acabado! -refunfuña él.

– Mi novia está un poco cansada -responde Marius-, estamos esperando a que recupere fuerzas para levantarnos.

Rosine lo fulmina con la mirada, y se dice que Marius es un caradura y que se lo dirá cuando salgan. Mientras tanto, lo que más le gustaría es que ese tipo se fuera por donde ha venido.

El hombre echa una ojeada a la fila, la vieja dama ya se ha ido, pero, para salir por allí, tendría que volver a hacer todo el camino. Da lo mismo, se pega al respaldo de la butaca y pasa a la fuerza por delante de ese muchacho imbécil que sigue sentado a pesar de que todo ha acabado ya; después, pasa por encima de su vecina, empujándola, y comprueba que es demasiado joven para estar cansada; finalmente, se aleja sin disculparse.

Marius vuelve lentamente la cabeza hacia Rosine, su sonrisa es extraña; algo no va bien, lo sabe, lo siente. Rosine tiene el rostro desencajado.

– ¡Ese idiota ha pisado mi bolso!

Ésas son las últimas palabras que Marius oirá; el mecanismo se ha activado; con el empujón, la bomba se ha movido, la bolita de mercurio ha entrado en contacto con las pilas e, inmediatamente, ha explotado. Marius, partido en dos, ha muerto en el acto. Proyectado hacia atrás, Enzo, al caer, ve el cuerpo de Rosine levantarse lentamente y caer tres filas más adelante. Intenta ayudarla, pero se desploma inmediatamente, con la pierna rota, casi arrancada.

Tumbado en el suelo, con los tímpanos rotos, no puede oír a los policías que se precipitan. En la sala, diez filas de butacas han quedado destrozadas. Lo levantan y se lo llevan, está perdiendo sangre y está a punto de caer inconsciente. Frente a él, Rosine está en el suelo y tiene la mirada petrificada; la rodea un charco rojo que no deja de hacerse más grande.

Eso pasó ayer, en el cine, cuando acabó la sesión; Enzo lo recuerda, Rosine tenía una belleza primaveral. Los llevaron al hospital del Hôtel-Dieu.

Rosine murió a primera hora de la mañana sin volver a recuperar el conocimiento.

Los cirujanos volvieron a coserle la pierna a Enzo como pudieron.

Tres milicianos custodian su puerta.

El cadáver de Marius fue lanzado a una fosa del cementerio de Toulouse. A menudo, de noche, en mi celda de la prisión de Saint-Michel, pienso en ellos, para que nunca se borren sus rostros, para no olvidar nunca su valor.

***

Al día siguiente, Stefan, que vuelve de cumplir una misión en Agen, se encuentra con Marianne; lo está esperando cuando baja del tren, con el rostro deshecho. Stefan la coge por la cintura y se la lleva al exterior de la estación.

– ¿Estás al corriente de lo ocurrido? -pregunta ella con un nudo en la garganta.

Por su cara, entiende que Stefan no sabe nada del drama sucedido la noche anterior en la sala de cine. En la calle, sin dejar de caminar, le informa de la muerte de Rosine y de la de Marius.

– ¿Dónde está Enzo? -pregunta Stefan.

– En el Hôtel-Dieu -responde Marianne.

– Conozco a un doctor que trabaja en el servicio de cirugía. Es bastante liberal, veré qué puedo hacer.

Marianne acompaña a Stefan hasta el hospital. No dicen ni una palabra en todo el camino; cada uno, por su parte, piensa en Rosine y en Marius. Al llegar ante la fachada del Hôtel-Dieu, Stefan rompe el silencio.

– Y Rosine, ¿dónde está?

– En el depósito. Esta mañana, Jan fue a ver a su padre.

– Entiendo. Recuerda, la muerte de nuestros amigos no servirá de nada si no llegamos hasta el final.

– Stefan, no sé si el «final» del que hablas existe de verdad, si conseguiremos despertar algún día de esta pesadilla en la que vivimos desde hace meses. Pero si quieres saber si tengo miedo porque Rosine y Marius han muerto, pues sí, Stefan, tengo miedo; cuando me levanto por la mañana, tengo miedo; durante todo el día, cuando merodeo por las calles para conseguir información o seguir a un enemigo, tengo miedo; en cada cruce, tengo miedo de que me estén siguiendo, miedo de que se me echen encima, miedo de que me detengan, miedo de que otros compañeros caigan en sus misiones, miedo de que fusilen a Jeannot, Jacques y Claude, miedo de que les pase algo a Damira, a Osna, a Jan, a todos los que formáis parte de mi familia. Tengo miedo siempre, Stefan, incluso cuando duermo. Pero no más que ayer o antes de ayer, no más del que tenía el día en que me uní a la brigada, ni más del que tengo desde que nos quitaron la libertad. Por tanto, sí, Stefan, seguiré viviendo con miedo, hasta ese «final» del que hablas, aunque no sepa dónde está.

Stefan se acerca a Marianne y sus torpes brazos la rodean. Con tanto pudor como él, apoya la cabeza sobre su hombro, y le da igual que a Jan le parezca que tomarse esas libertades sea peligroso. En medio de la soledad que domina su vida diaria, si Stefan quiere, ella le dejará amarla, aunque sea sólo un momento, con la condición de que lo haga con ternura. Vivir un instante de consuelo, sentir la presencia de un hombre que le dijera, con la dulzura de sus gestos, que la vida continúa, que existe, simplemente.

Los labios de Marianne se acercan a los de Stefan y se besan, allí, ante los escalones del Hôtel-Dieu, donde Rosine descansa en un sótano oscuro.

En la calle, los peatones ralentizan el paso, divertidos al ver a esa pareja abrazada en un beso que parece no querer acabarse nunca. En medio de esa horrible guerra, algunos encuentran todavía la fuerza para amarse. Un día, Jacques dijo que la primavera volvería, y ese beso robado ante un hospital siniestro permite creer que, tal vez, tuviera razón.

– Tengo que irme -murmura Stefan.

Marianne se aparta y mira a su amigo subir los escalones. Cuando llega a la entrada, ella le hace un gesto con la mano, tal vez una forma de decirle «hasta esta noche».

***

El profesor Rieuneau trabajaba como cirujano en el Hôtel-Dieu. Había sido profesor de Stefan y de Boris cuando tenían derecho todavía a seguir sus estudios de Medicina en la facultad.

A Rieuneau no le gustaban las leyes indignas de Vichy; de sensibilidad liberal, su corazón se inclinaba a favor de la Resistencia. Recibió a su antiguo alumno cordialmente y se lo llevó aparte.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó el profesor.

– Tengo un amigo -respondió Stefan dudando-, un muy buen amigo que está en alguna parte de este hospital.

– ¿En qué servicio?

– En el que se ocupen de aquellos a los que una bomba les ha arrancado una pierna.

– Entonces, supongo que estará en cirugía. ¿Lo han operado?

– Esta noche pasada, creo.

– No está en mi servicio, lo habría visto en las visitas de la mañana. Voy a informarme.

– Profesor, habría que hallar un medio para…

– Ya lo había entendido, Stefan -le interrumpió el profesor-, veré lo que se puede hacer. Espérame en el vestíbulo, voy a preguntar por su estado de salud.

Stefan obedeció y se fue a la escalera. Cuando llegó a la planta baja, reconoció la puerta de madera desconchada; detrás, otros escalones llevaban al sótano. Stefan dudó; si alguien lo sorprendía allí, le harían muchas preguntas a las que le costaría responder. Pero el deber pesaba más que el riesgo que entrañaba la acción, y sin esperar más, empujó los batientes.