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Treinta y cuatro

Rook paró detrás de lo que asumió sería el coche de Mackenzie en casa de Bernadette Peacham. Salió de su vehículo y entró en la sombra de un arce alto cuyas hojas se movían en la brisa, algo más fría que la de la semana anterior. T.J. estaba en camino. Había hecho una broma sobre que todos los caminos llevaban a New Hampshire, pero ni Rook ni él habían tenido humor para reír. El registro de la casa de Jesse Lambert les había proporcionado información sobre un avión pequeño que estaba en ese momento aparcado en un aeródromo a una hora en coche de Cold Ridge.

Rook apreciaba el aire fresco y la vista del lago, pero estaba nervioso. ¿Por qué no había aparecido ya Mackenzie a preguntarle por lo que T.J. y él habían encontrado en Washington?

Caminó hacia la casa. Se abrió la puerta del porche y Bernadette Peacham bajó los escalones tambaleándose agarrada a la barandilla.

– Agente… -se llevó una mano ensangrentada al hombro-. Agente Rook, tenemos un problema.

Él corrió a su lado y la agarró por la cintura. Ella tenía las manos y la camisa manchadas de sangre, pero él vio que procedía de un corte en el hombro.

– Venga, siéntese -la sentó en un escalón-. ¿Dónde está Mackenzie?

– Tiene que ir detrás de ella. He llamado al 911. Ya viene ayuda en camino.

Rook oyó un vehículo en el carril detrás de la casa.

– Gus -dijo Bernadette. Intentó sonreír-. Reconozco el ruido.

– Dígame lo que ha pasado.

– Mackenzie ha salido en persecución de Jesse Lambert. Es…

– Sé quién es. ¿La ha apuñalado él?

La mujer asintió.

– Para sacar ventaja. Tiene a Cal prisionero en alguna parte. Creo que Mackenzie sabe dónde.

Gus Winter dio la vuelta a la casa.

– Beanie -miró las manchas de sangre y la cara pálida de ella-. ¡Ah, demonios!

– No te pongas histérico, Gus, por lo que más quieras -dijo ella cortante-. Estoy bien. El agente Rook y tú tenéis que ir con Mackenzie.

Gus se sentó a su lado en los escalones.

– Irá Rook. Va armado hasta los dientes. Yo me quedo aquí contigo.

Bernadette le tomó la mano con los ojos brillantes por las lágrimas. Miró a Rook.

– Ha dicho que vaya al claro…

– Sé dónde es.

– La policía llegará enseguida -dijo ella.

Pero Rook cruzaba ya el césped en dirección al bosque.

Mackenzie cruzó de un salto el arroyo de piedras y salvó el barro de la otra orilla sin problemas. Una pequeña victoria después del fallo del sábado anterior. Con la pistola en la mano, subió por el sendero escuchando por si oía algo fuera de lo corriente… el crujido de una rama caída, pájaros cantarines, ardillas… cualquier cosa que indicara que Jesse Lambert se había escondido cerca.

No le preocupaba que le disparara al estilo de un francotirador. A él le gustaban los cuchillos.

Y le gustaba verla sufrir. Pegarle un tiro no sería divertido.

Avanzaba con firmeza, familiarizada con las raíces que sobresalían y las piedras del sendero, concentrada en lo que tenía que hacer en ese momento… no en lo que había pasado veinte años atrás. Eso podía esperar.

Oyó un crujido en la espesura a su izquierda. Mackenzie pensó que no podía ser un pájaro ni una ardilla y se agachó detrás de un viejo arce situado a la derecha del sendero.

– Sal ya, Jesse -dijo-. Levanta las manos y déjate ver.

El hombre de la semana anterior, Jesse Lambert, saltó fuera de la protección de los árboles y aterrizó en mitad del sendero. Abrió las manos.

– ¿Lo ves? No voy armado -sonrió con chulería y despreocupación-. Sabía que vendrías.

Mackenzie permaneció cerca del árbol y lo apuntó con la pistola.

– Levanta las manos. Vamos. ¡Manos arriba!

– Mackenzie, Mackenzie… -sonriendo todavía, él mantuvo las manos abiertas y dio un paso hacia ella-. Aquí estamos de nuevo después de tantos años. Es el destino, ¿no lo ves?

Ella no hizo caso.

– Soy agente federal y te ordeno que levantes las manos. ¡Vamos!

– Sabes quién soy, ¿verdad, agente? -los ojos incoloros brillaron y él bajó la voz-. Soy el hombre de tus pesadillas infantiles. Si me disparas, no encontrarás a Cal a tiempo. Morirá. Eres una agente novata, Mackenzie. Eres pequeña. Nunca dispararás a nadie de verdad. Sabes que no puedes conmigo sola.

– La última vez, Jesse…

– Estás tan indefensa como a los once años, cuando tu papá intentaba protegerte.

Mackenzie sabía que quería pincharla, pero no se lo iba a permitir.

– No pienso repetirlo. Levanta las manos.

– No puedes disparar a un hombre desarmado.

– ¿Cómo sé que vas desarmado? No puedo saberlo hasta que te espose y te registre -sentía el peso de la pistola y el tirón de la herida en el costado, pero mantuvo la voz firme y la mente centrada en él-. ¿Vas a cooperar, sí o no?

– Mackenzie, tú eres la razón de que tu padre me echara de aquí hace años. Lo sabes, ¿verdad? No quería verme cerca de ti.

Su padre siempre había sabido juzgar a la gente, pero Mackenzie se negaba a entrar en la conversación. Había practicado docenas de veces aquel escenario… el del sospechoso desarmado que no coopera, el uso apropiado de fuerza. Con la herida del costado, no estaba en plena forma para luchar con él.

– Yo no quería matar a tu padre. Sólo quería que sufriera por no confiar en mí.

Mackenzie vio a Rook colocarse en posición entre los árboles detrás de Jesse y decidió buscar tiempo. Pincharlo. Dejar que hiciera su movimiento.

– Sí, bueno, Jesse, dame una excusa para matarte y lo haré. ¿Qué me dices de la pobre mujer a la que apuñalaste la semana pasada en la montaña? Eso fue para despistarnos, ¿verdad? Para que creyéramos que eras un senderista peligroso que elegía sus víctimas al azar.

Él se encogió de hombros, claramente complacido consigo mismo.

– Funcionó.

– Y a Harris lo dejaste pudrirse como una rata en esa pensión -tenía los brazos cansados de sostener la Browning y mantener la vista fija en él, pero no vaciló-. Puesto que no quieres levantar las manos como te he ordenado varias veces…

– Quiero ir a México y vivir mi vida -la voz de él adquirió un tono de súplica que ella asumió que era falso, destinado a manipularla-. ¿Por qué no te vienes conmigo? Tengo dinero, más del que tú ganarás nunca. No he hecho nada que no hubiera hecho alguien con la misma provocación. Con Harris fue defensa propia y lo que le pase a Cal será obra suya.

– Cállate ya. Esta conversación ha terminado. Ya me he cansado.

Ésa era la contraseña para Rook.

Él saltó sobre Jesse y los dos cayeron al suelo. Mackenzie saltó hacia delante, apuntando a Jesse con la pistola.

Apareció un cuchillo en su mano y ella reaccionó instantáneamente pisándole la muñeca. Él gritó de dolor y soltó el cuchillo. Ella lo alejó de una patada y ayudó a Rook a esposarlo y registrarlo.

– Carnicero -dijo ella, apartándose del hombre que había atacado a su padre veinte años atrás, que la había apuñalado a ella y a otra mujer una semana antes y asesinado a Harris Mayer-. ¿A cuántas personas has matado?

Jesse la miró con una mueca.

– A más de las que nunca sabrás.

Rook la miró.

– ¿Estás bien?

Ella vio la sangre en su costado izquierdo.

– Se me ha abierto la herida sólo de veros luchar -en realidad, había sido más bien al saltar el arroyo pero suponía que él ya lo sabía-. Has sido muy silencioso para ser un tipo de ciudad, Rook. Estoy impresionada. Yo esperaba un elefante abriéndose paso por el bosque.

Jesse escupió en la hierba.

– Cal morirá por vuestra culpa.

– Si muere, será por tu culpa -contestó Rook.

Mackenzie miró a Jesse a los ojos y se recordó acuclillada en el bosque y a su padre, atractivo y fuerte, discutiendo con aquel hombre intransigente y arrogante. Ella había percibido su violencia, pero sólo tenía once años y si su padre no había podido anticipar lo que haría Jesse, ¿cómo iba a saberlo ella?