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– Seguro que no.

Rook se incorporó sobre un codo para mirarla.

– ¿Qué clase de hombre quieres tú? -preguntó.

– Un manitas.

– Después de la última hora, yo diría que soy bastante manitas.

– Touché.

– No tengo tan poco humor como pensabas, ¿verdad?

– Estás lleno de sorpresas -Mackenzie se ruborizó recordando la sensación de él en su interior-. Me refería a si sabes usar un martillo.

– He hecho casi todo el trabajo de esta casa.

– Está muy bien -ella empezaba a quedarse sin energía-. Has hecho un buen trabajo. Me gustan las claraboyas.

– Falta mucho trabajo.

– Nunca he tenido casa propia, siempre he vivido de alquiler -ella le tomó la mano y lo miró a los ojos-. Nos iba bien. Un par de citas agradables, disfrutábamos de la compañía del otro. Y luego me plantaste.

– Y tú te fuiste a New Hampshire a lamerte las heridas y te apuñalaron -él entrelazó sus dedos con los de ella y la atrajo hacia sí-. No voy a decir que sepa qué narices ocurre, pero si te hubieras quedado aquí el fin de semana pasado, las cosas habrían sido diferentes.

Ella se incorporó un poco y sintió un tirón doloroso en el costado, un recuerdo de que todavía no estaba curada del todo.

– Si me hubiera quedado, no tendríamos una descripción del asesino de Harris.

– Su probable asesino.

– Lo sé. «Sigue los hechos, no las especulaciones» -ella se dejó caer de nuevo sobre la almohada-. El cerebro ya no me funciona más. Está destrozado.

Él la besó en la boca, la nariz y la frente.

– Duerme -susurró.

Pero ella le tocó el costado, pasó las yemas de los dedos por su abdomen y Rook sintió una excitación renovada.

– Mac…

La joven se subió sobre él, sintió su calor y su dureza. Había oscurecido ya y sentía la brisa fría sobre la piel.

– No necesito pensar -musitó. Rook le agarró los pechos y ella lo guió para que la penetrara.

Hicieron el amor despacio, a conciencia, dejando cualquier duda o pregunta para otro momento.

Veintinueve

Jesse se estremeció con el aire frío de la mañana en la montaña y se arrastró por la roca desnuda hasta Cal, que no se había movido mucho en las tres últimas horas. Habían acampado entre unas rocas de granito bastante apartadas de los caminos principales de las colinas que había encima de la casa del lago de Bernadette Peacham. No tenían tienda ni sacos de dormir, sólo un par de mantas de emergencia que podían ocupar tan poco como una baraja de cartas.

– Buenos días, Cal.

Jesse le quitó la mordaza, aunque Cal no mostró ninguna gratitud por ello. Tosió y escupió.

– Eres un sádico. Podía haber muerto.

– ¿Muerto de qué?

– De sed. O ahogado con mi propia saliva. Apenas podía respirar -tosió un poco más-. Bastardo.

– Si hubieras corrido peligro de morir, te habría despertado -Jesse cortó con calma las sogas que ataban las manos y pies de su cautivo-. Date un par de minutos para que vuelva la circulación.

Él mismo había dormido tres horas como máximo. Había capturado a Cal el día anterior después de su conversación con Mackenzie Stewart y lo había llevado al aeropuerto, metido en un avión y considerado la posibilidad de arrojarlo al Atlántico para que la gente se preguntara durante años qué había sido de Calvin Benton, el ex marido de la jueza Peacham.

En vez de eso, le había dado agua y comida y lo había llevado a New Hampshire y arrastrado hasta las montañas. Pero no parecía que las Montañas Blancas relajaran a Cal, que se mostraba silencioso y tenso.

Las montañas sí habían ayudado a centrarse a Jesse. Tal vez no había sido buena idea llevar a Cal allí, pero dejarlo en Washington para que pudiera negociar con el FBI era aún peor. Ahora que la agente Mackenzie y el tipo del FBI habían encontrado a Harris, la policía y la prensa investigaban su muerte. Los periódicos no mencionaban los nombres de Rook y Mackenzie, pero Jesse sabía que habían sido ellos los que habían encontrado la pensión. ¿Quizá a través de Bernadette Peacham? ¿Por la amistad de la jueza con Harris? Daba igual. Por supuesto, la prensa decía que Harris había sido asesinado. Jesse consideraba que lo que había hecho esa noche había sido defensa propia.

Cal se frotó las muñecas y los tobillos.

– De todos modos voy a morir, ¿no? -dijo con voz sorprendentemente tranquila-. Antes o después, pagaré por mis pecados.

– Todos pagaremos por nuestros pecados.

El paso del frente frío del día anterior había hecho caer bastante la temperatura. Jesse podría haber dormido durante horas de no haber sido porque Cal estaba maniatado y amordazado a pocos metros de él. Despierto tenía su cuchillo de asalto para controlarlo. Dormido, necesitaba tenerlo inmovilizado.

Cal giró bruscamente de rodillas y vomitó en el suelo. Cuando terminó, se sentó hacia atrás con el rostro ceniciento.

– ¡Maldito seas, Jesse! Harris tenía razón. Eres el diablo.

– Teníamos un acuerdo bueno, Cal. Harris y tú os beneficiabais y yo también.

– ¿Pero cuánto tiempo? Tú no te habrías conformado con tu millón, habrías vuelto a por más. Y yo habría seguido cayendo en picado hasta que un día me habría visto en medio de un escándalo, igual que Harris -Cal volvió a escupir. Tenía los labios agrietados por la mordaza-. Yo no quería acabar como él.

Jesse pensó en el modo en que había dejado a Harris en la pensión.

– Eso lo entiendo, pero deberías haber venido a hablar conmigo. Haberme tratado como a un igual, un socio, en vez de como a una mierda.

– Yo no tengo intención de quedarme tu dinero. Lo otro es sólo para estar seguro de que te irás y no volverás.

Jesse abrió una botella de agua de plástico y se la pasó.

– No bebas muy deprisa o volverás a vomitar.

– ¿Crees que me importa? -Cal bebió y no paró hasta terminar la botella. La arrojó a un lado y no se molestó en limpiarse la boca-. ¡Ojalá te hubiera atropellado en la calle cuando te conocí!

– No pienses que puedes atacarme ahora. No estás en condiciones y te mataría.

– Si me matas, no recibirás el maldito dinero ni lo demás.

– Tu ex mujer…

– Bernadette no sabe nada. No la metas en esto.

– Tú intentas que no te tire por un precipicio y acuda a la jueza. Te importa un bledo lo que le pase. No finjas otra cosa.

A Cal se le oscurecieron los ojos.

– ¿Tú mataste a esa pobre chica en Washington?

– ¿Tu rubia? ¿Por qué la iba a matar?

– Para tener algo contra mí.

Jesse no contestó. Metió la mano en la mochila y sacó una barrita energética de crema de cacahuete y trozos de chocolate. La abrió y dio un mordisco. Tenía el cuchillo metido en el cinturón. Si Cal hacía un movimiento en falso, lo apuñaría y disfrutaría con ello. Aquel tipo era escoria.

– No creas que no te conozco, Cal. Soy un gran observador de la gente. Así es como me gano la vida. Estás aburrido.

– ¿Estoy luchando por mi vida y crees que estoy aburrido?

– Te traías mujeres a New Hampshire porque estabas aburrido con el status quo. Aburrido contigo mismo. Dejaste que tu aburrimiento se convirtiera en rabia e imprudencia. ¿Por qué crees que te asociaste conmigo? Por aburrimiento.

– No, Jesse. Me asocié contigo porque Harris y tú me hicisteis chantaje. ¡Ojalá no hubiera cedido! Tú no querías dinero, querías información. Llevas años extorsionando a Harris, pero la misma debilidad que explotaste en él acabó por llevaros a la ruina y lo presionaste para que te buscara a otro -Cal se llevó un dedo a la comisura del labio, donde había aparecido una gota de sangre-. Yo…

Jesse negó con la cabeza.

– Tú no te retiraste, ¿verdad? ¿Y sabes por qué? Por aburrimiento.

– ¿Aburrimiento? -Cal hizo una mueca-. No estoy aburrido, hijo de perra, estoy asustado. Si tú no me matas, el FBI me meterá en la cárcel.