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Treinta y uno

Mackenzie entró en la tienda de Gus Winter tal y como había hecho otras muchas mañanas de verano.

– ¿Está Gus? -preguntó.

– Llegará pronto, en cinco o diez minutos -la dependienta, una chica rubia y bronceada, le sonrió como sí acabara de reconocerla-. Hola, señorita Stewart, digo agente Stewart.

– Mackenzie está bien.

– Me enteré de lo de la pelea en el lago. Espero que la policía capture a ese hombre.

– Yo también.

– Mackenzie -Carine la saludó desde cerca de la pared trasera de la tienda-. No sabía que estabas en el pueblo.

Mackenzie sonrió a su amiga.

– Acabo de llegar -se abrió paso entre las hileras de ropa, herramientas y la exposición de Gus de mapas y guías de senderismo-. Lo he decidido esta mañana en un impulso.

Una semana después del ataque, Carine parecía plenamente recuperada. Llevaba a Harry colgado en la cadera.

– Busco un mapa de la Isla Mount Desert. Tyler viene a casa y estamos pensando salir de aquí unos días -dijo-. Creo que Maine puede estar bien. Todavía no he ido al mar este verano.

– ¿Le contaste lo del fin de semana pasado?

– No, pero tenía que haberlo hecho. Lo leyó en Internet. ¿Te lo puedes creer? No se me ocurrió. No aparecía mi nombre, pero el tuyo sí; así que sabía que yo no andaba lejos -dejó los mapas y cambió a Harry a la otra cadera-. Dice que tenemos que mejorar nuestros canales de comunicación mientras esté aquí -sonrió-. No suena mal, ¿verdad?

Mackenzie había conocido a Tyler North tanto tiempo como a los Winter. Él se había marchado pronto de Cold Ridge para entrar en la Fuerza Aérea, pero volvía a menudo a la casa en la que su excéntrica madre, una artista bastante conocida, lo había criado sola. Parecía haber sabido desde siempre que Carine y él estaban destinados a pasar juntos la vida en su pueblo natal.

– ¿Mackenzie? -Carine tocó a su amiga en el hombro-. ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Has venido sola?

Mackenzie asintió.

– Tu agente del FBI, Andrew…

– Se ha quedado en Washington.

Carine enarcó las cejas.

– ¿Pero os lleváis bien?

– Mejor -sonrió Mackenzie-. No sé. Creo que Rook puede querer a una mujer más parecida a su abuela. Alguien que hornee galletas.

– ¿Le has dicho que haces unas galletas de primera?

Mackenzie se echó a reír, pero la risa le sonó forzada incluso a ella.

– No, porque es lo único que sé hacer.

La expresión de Carine se volvió sombría.

– Nos hemos enterado de lo de Harris Mayer. Llamé a Nate, pero no quiso contarme nada. Me dijo que no te molestara a ti. ¿Tú encontraste el cuerpo?

– Ayer por la tarde, sí.

– Debió ser horrible -Carine hizo una mueca. Ella había encontrado la escena de un crimen una vez, antes de casarse con Tyler-. Recuerdo que Harris venía a ver a Beanie. Siempre me pareció una de esas personas que lo tienen todo pero no están satisfechas.

– Supongo que no estaba en su naturaleza.

Carine se subió a Harry más en la cadera y sonrió. Le besó la cabecita calva.

– Este hombrecito pesa ya mucho. ¿Qué planes tienes?

– Esta tarde voy a reunirme con la policía para que me pongan al día.

– ¿Y Beanie?

– Ahora voy a verla.

– Harry y yo hemos estado con Gus esta semana, pero Tyler vuelve esta noche. Estaremos en casa, si necesitas algo.

– Siento lo que ha pasado, Carine. No tenía que haber dejado escapar a ese hombre.

– No fue culpa tuya. Ese hombre pudo atacarme a mí y no lo hizo. Supongo que yo no era su objetivo.

– Si Tyler no llega esta noche, ¿me llamarás?

– No te preocupes por mí, ¿vale? Tú tienes bastante -Harry bostezó y Carine le dio otro beso-. Es hora de la siesta -sonrió y guiñó un ojo a Mackenzie-. Para los dos.

Se marchó de la tienda y dos segundos después entraba Gus desde la trastienda. Al ver a Mackenzie, soltó un gruñido.

– ¿Cuándo has llegado?

– Muy buenos días a ti también, Gus.

Él suspiró.

– Estoy de mal humor.

– Ya lo veo. He llegado hace un cuarto de hora. Carine y Harry acaban de salir.

– Voy con retraso. He pasado la noche en casa de Beanie. A ella no le importaba quedarse sola anoche pero a mí sí -se pasó una mano por el pelo gris y miró la tienda-. Me ha echado hace una hora. Siempre la he puesto nerviosa.

– Y viceversa.

– Supongo -él movió la mano en el aire con irritación-. Está alterada pero no quiere admitirlo. ¿Me han dicho que tu agente del FBI y tú encontrasteis ayer a Mayer?

– Sí.

Gus suspiró.

– Eso no puede ser bueno. Encontrar cuerpos es peor que dar clase, ¿no te parece? Asumo que vas a ver a Beanie.

Mackenzie asintió.

– Pero ella no me espera.

– Mejor así. No deja de decir que ha debido pasar algo por alto. Se está volviendo loca.

– Conozco esa sensación.

– Sí -Gus se ablandó un poco-. Si quieres llevarte la camioneta…

– He alquilado un coche en el aeropuerto -ella vaciló un segundo-. ¿Has hablado de Cal con Beanie?

Él respiró hondo.

– Sí. En este momento no está muy contenta ni contigo ni conmigo.

– ¿Qué habría hecho ella en nuestro puesto?

– Yo le pregunté lo mismo; no dio resultado. Me habló de sinceridad y de guardar secretos a los amigos. Está avergonzada. Ese bastardo trajo mujeres al lago sabiendo que eso la humillaría si se enteraba.

– O sea que hubo más de una. Yo lo suponía, pero sólo lo vi con una morena.

Gus parecía incómodo con aquel tema.

– Hubo por lo menos dos que yo sepa, tal vez más. Un día lo vi en el muelle con una rubia joven y guapa.

Mackenzie tomó una libreta del mostrador y se la tendió.

– Hazme una descripción. Todo lo que se te ocurra… pelo, ojos, altura, peso, fechas… No te censures. La llevaré cuando vaya a ver esta tarde al inspector Mooney.

– Está bien, agente -él tomó la libreta con regocijo-.Lo haré.

– Gracias.

Gus sonrió un instante.

– Me alegro de verte, muchacha. ¿Cómo va la herida?

– Cicatriza bien.

Mackenzie se despidió y salió de la tienda. Las tormentas del día anterior habían dejado el aire limpio y transparente y las montañas se destacaban contra el cielo sin nubes. Cold Ridge era su hogar de un modo que Washington no lo sería nunca, ¿pero por qué no tener ambas cosas?

Antes de entrar en la zona sin cobertura, comprobó los mensajes del móvil. Tenía una llamada de T.J. pidiéndole que se pusiera en contacto. Marcó su número y él contestó enseguida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó ella-. ¿Rook está contigo?

– Va de camino para allá, Mackenzie. Yo estoy en el piso de tu hombre.

– ¿Te refieres a Cal?

– No. Me refiero a tu atacante. Un portero del edificio lo ha reconocido por el dibujo que dejaste tú. Alquiló un piso encima del de Cal Benton.

– ¿Tienes un nombre?

T.J. vaciló.

– Jesse Lambert.

Mackenzie movió la cabeza.

– No me suena de nada. ¿Hay pruebas contra ese hombre?

– De momento sólo cuchillos de cocina. El lugar está bastante limpio.

– ¿Y se sabe algo de Cal?

– Todavía no -T.J. hizo una pausa-. Rook va de camino a New Hampshire. No tardará mucho en llegar. Su vuelo salía un par de horas después que el tuyo.

– Lo tenía planeado desde el principio, ¿verdad?

– Tenía el billete antes de que yo llegara con los donuts, sí.

Mackenzie suspiró.

– Ese hombre es implacable.

– No voy a entrar en eso -T.J. soltó una risita-. Ten cuidado, Mackenzie. Ese hombre…

– Lo sé. Es por la hortensia. Es macabra.

Ésa vez él no se rió.

Cuando colgó el teléfono, Mackenzie consideró la idea de esperar a Rook en el pueblo, pero no lo hizo. Quería ver a Bernadette y también ver con ojos nuevos el lago, el cobertizo y el lugar donde había sido atacada.

Jesse Lambert.

El nombre no le decía nada. Eran los ojos sin alma lo que le resultaba familiar.