A ella le golpeó con fuerza el corazón en el pecho, pero consiguió fabricar una sonrisa.
– Seguramente tiene razón. Oiga, si Cal le ha robado algo, no me extraña que esté enfadado.
Jesse no pareció oírla. Con la mano libre sacó algo del bolsillo de la camisa… un papel grueso doblado por la mitad.
Una fotografía.
La tiró al suelo delante de Bernadette.
– Recójala.
Ella vaciló. Se agachó despacio y la imagen del papel empezó a cobrar forma a sus pies.
Era una foto de Cal, el hombre con el que había pensado pasar su vida, en la cama con una mujer rubia guapa.
En su cama de la casa del lago.
El bastardo no había tenido ni la cortesía de llevarla a uno de los cuartos de invitados.
– ¿Usted hizo la foto? -preguntó.
– Fue bastante fácil. Si hubieran estado arriba, habría sido más difícil.
– ¿Me ha espiado a mí alguna vez?
– No estaba espiando. Recogía información que pudiera usar más adelante. Yo no creo ni por un segundo que Cal se sienta inferior a usted. Pero a usted le preocupaba eso, ¿verdad?
Bernadette lo miró.
– Yo… -no podía concentrarse en la conversación-. Jesse, por favor. Dígame por qué está aquí. ¿Qué quiere?
– Su ex marido es muy superficial. No cree en nada que no sea su cuenta bancaria y sus placeres. Ese tipo de cinismo es duro -la miró con atención, como si esperara ver algo en lo que no se había fijado antes-. ¿Por qué no es usted cínica, Beanie Peacham?
La voz… los ojos…
Bernadette se llevó una mano al pecho y se dejó caer de rodillas.
– ¡Oh, Dios mío!
Jesse sonrió y bajó el rostro hacia el de ella.
– Ahora me recuerda, ¿verdad?
Treinta y tres
La brisa fresca procedente del agua hacía estremecerse a Mackenzie, pero le sentaba bien. Estaba en casa.
Pensaba dirigirse al porche, pero vio la puerta del cobertizo abierta y cruzó la hierba. Si Bernadette estaba preocupada por la muerte de Harris y de mal humor después de las revelaciones de Gus, se entregaría a alguna actividad, a hacer algo útil. Segaría, arrancaría malas hierbas o pintaría por fin la mesa del mercadillo.
– ¡Beanie! -llamó, por si la jueza no había oído llegar el coche-. Hace un día precioso, ¿verdad?
Cuando se acercaba al cobertizo, reprimió un escalofrío e intentó controlar la sensación de pavor que la embargaba a menudo cuando se acercaba allí de niña e imaginaba monstruos en la oscuridad, como si la perspectiva de los monstruos mitigara los recuerdos reales de la sangre y los gemidos de su padre. Desde el día en que lo había encontrado allí, sus recuerdos de lo sucedido estaban plagados de pesadillas, traumas, miedo y confusión sobre cuáles de las imágenes de su cabeza eran reales y cuáles no.
Oyó un sonido, un gemido, e inmediatamente sacó la pistola.
– Beanie, ¿qué ocurre?
Pero no hubo respuesta. Mackenzie avanzó con cautela y abrió la puerta con el pie. Entrecerró los ojos y miró al interior.
– ¿Beanie?
– Estoy bien -la voz de Bernadette sonaba aguda, llena de miedo-. Se ha ido.
Salió tambaleándose, con el rostro ceniciento y la mano derecha en el hombro izquierdo. Entre sus dedos manaba sangre y le bajaba por la muñeca.
Mackenzie la sujetó por la cintura con la mano libre.
– Ya te tengo. No pasa nada. ¿Hay alguien…?
– En el cobertizo no hay nadie. Ha oído tu coche y se ha ido.
Caminaron un par de pasos. Bernadette parecía a punto de desmayarse y se sentó en la hierba sujetándose todavía el hombro con la mano.
– ¿Quién se ha ido, Beanie? -preguntó Mackenzie.
– Jesse, Jesse Lambert -Bernadette hizo una mueca-. Maldita sea, esto duele. Por lo menos no es profunda.
– Déjame ver.
Bernadette negó con la cabeza con la autoridad de una mujer acostumbrada a mandar. Pero sus ojos, normalmente verdes claros, estaban oscurecidos y vidriosos por el dolor y el miedo.
– Dice que Cal morirá si yo… -se interrumpió e hizo una mueca de dolor-. Quiere algo que Cal le robó. No lo sé. No he conseguido entender la mitad de lo que decía.
Mackenzie vio algo, un papel, en la mano ensangrentada de Bernadette.
– ¿Qué es eso?
La mujer pareció confusa.
– ¿Qué? -pero apartó la mano del hombro y Mackenzie vio una fotografía-. Toma, míralo por ti misma.
La joven miró la imagen ensangrentada. Era la rubia de Cal. Sintió una punzada de ternura por su amiga.
– ¿Te la ha dado ése tal Jesse?
– Como si fuera un trofeo.
– Siento que hayas tenido que ver eso -Mackenzie volvió su atención a la herida, un corte a través de la carne del hombro que bajaba un poco por el cuello. Se quitó la chaqueta-. Aprieta con esto. Apriétalo todo lo que puedas, ¿vale?
– No quería matarme. Podía haberlo hecho, pero… -Bernadette se detuvo y apretó la chaqueta en la herida-. Puedo llamar a la policía.
– No puedo dejarte. Si vuelve…
– No se lo permitirás -Bernadette se levantó tambaleándose, apartó la mano de Mackenzie y miró el cobertizo-. Ese hombre, Jesse… tenía que haberlo reconocido.
Mackenzie se puso tensa.
– ¿Por qué?
Pero cuando Bernadette se volvió a mirarla, Mackenzie recordó la voz de su padre discutiendo con un hombre veinte años atrás.
– «Busque otro lugar para acampar, Jesse. Esto es allanamiento. Tiene que irse».
Ella estaba escondida entre los árboles jugando a los espías. Su padre y el hombre joven no sabían que estaba allí.
– Ahora te acuerdas, ¿verdad? -preguntó Bernadette-. Tu padre lo echó de la propiedad.
– Sí, me acuerdo -susurró Mackenzie-. Le preocupaba mi seguridad y la tuya.
– No fue culpa tuya -dijo Bernadette.
Mackenzie se obligó a salir del pasado.
– Eso no importa ahora. Andrew Rook está en camino. No creo que tarde mucho -vio que Bernadette tenía ya mejor color y parecía capaz de llamar a la policía-. Si llega antes de que yo vuelva, dile que venga al claro al que fuimos el sábado pasado.
– Mackenzie…
– Ahora no puedo explicártelo. Beanie, ¿seguro que puedes hacerlo?
– Sí -sonrió la jueza-. Sé que a los marshals no os gusta que acuchillen a jueces federales, pero, por favor, no te preocupes por mí. Vete. Haz lo que tengas que hacer. Y ten mucho cuidado.
Mackenzie esperó hasta asegurarse de que Bernadette no se iba a desmayar en los escalones del porche y se metió entre los arbustos con la pistola n la mano.
Una ardilla roja salió huyendo delante de ella.
– «Salga de aquí antes de mediodía o llamaré la policía».
No era una pesadilla, era un recuerdo. Pero sintió el tirón de la herida en el costado y se concentró en el presente. En buscar a Jesse Lambert, el hombre que las había atacado a ella, a la senderista y a Bernadette, que había intentado matar a su padre tantos años atrás y la semana anterior había conseguido matar a Harris Mayer.
Mackenzie sabía que tenía que encontrar a Cal porque, si le había robado algo a ese hombre, entonces Bernadette tenía razón.
Jesse lo mataría.