Scott le dio una palmada en el hombro.
– Puede que no estés sangrando, pero has tenido un mal día. Un informador asesinado y ninguna pista. No es fácil. Venimos de apoyo moral.
– Además, queremos conocer a la marshal pelirroja de las pecas -añadió Jim.
Andrew estaba en minoría, uno de los problemas de vivir en Washington, y, posiblemente, una de las ventajas. Sus hermanos y su padre querrían saber todo lo que pudiera contarles. Le ofrecerían opiniones y consejos y harían preguntas.
Pero cuando la familia entraba en la casa, Rook pensó que les resultaría más fácil entender las circunstancias que rodeaban la muerte de su informador que a la marshal pelirroja de las pecas.
Veintiocho
Mackenzie dio dos vueltas a la manzana hasta que vio alejarse el último de los coches desconocidos del camino de Rook. Éste estaba en la puerta principal de la casa. Llevaba vaqueros y parecía más relajado de lo que ella esperaba. Desde luego, más que ella.
– He tenido que convencer a mis hermanos de que no investigaran tu matrícula -dijo él-. Vehículo sospechoso dando vueltas a la casa.
– Desconocido, no sospechoso. Hay una diferencia.
– Para ellos no -él abrió la puerta-. Sentirán no haberte visto.
– Lo que me faltaba. Más Rook.
Pero el humor la abandonó cuando entró en el vestíbulo. La herida del costado le dolía.
– Un día duro -comentó él.
– Desde luego -ella se dirigió a la cocina-. He llamado a Beanie antes de venir. Ha hablado con el FBI. Tampoco se le había ocurrido mirar en la pensión.
– A ti se te ocurrió.
– Bastante tarde. Y no sabe nada de Cal. Sigue sin aparecer, ¿verdad?
– Sí. Pero es un fin de semana de agosto en Washington. Nadie está donde debería.
– Se supone que se mudaba hoy.
– Puede permitirse pagar a alguien e irse a la playa. Cal Benton no es estúpido.
Ella miró por la ventana encima del fregadero y pensó qué diría Rook si le preguntaba si necesitaba una compañera de casa que compartiera los gastos. Se sentía sin raíces como nunca en su vida. Lo miró.
– He visto a dos de tus hermanos. Se parecen mucho a ti. ¿Cuántos sois?
– Tres hermanos. Scott, Jim y Steven. Un fiscal, un inspector de Arlington y un agente del Servicio Secreto. Mi padre está jubilado del Servicio Secreto.
– Supongo que debo alegrarme de que sólo quisieran investigar mi matrícula y no dispararles a los neumáticos. ¿El padre de tu sobrino es el fiscal?
– Scott. Es el mayor. Yo soy el tercero.
– ¿Todos viven por aquí?
– Sí. Todos están casados y con hijos.
– Ah. Eso te convierte en la oveja negra, ¿verdad? ¿Te llevas bien con sus esposas?
– Casi siempre.
– Ellas no son policías.
– Una es enferma de Urgencias, otra trabaja en el Smithsonian y otra es ama de casa.
– ¿Y tu madre?
– Una amiga y ella abrieron una tienda de regalos hace un par de años. Mi padre las volvía locas y acabaron dándole trabajo para que se callara. Está a cargo de los jabones artesanales.
– Sois todo un clan. Yo siempre he estado sola con mis padres. Nos llevamos bien con el resto de la familia pero mis parientes son un grupo pequeño y no nos vemos mucho. De mis abuelos sólo conocí a la madre de mi madre, pero murió cuando yo estaba en el instituto. Pero siempre he tenido a los Winter -Mackenzie se apoyó en el fregadero-. Y a Beanie.
Rook no dijo nada.
Ella lo miró.
– No he visto el coche de Brian.
– Se ha ido a casa el fin de semana. Vive muy cerca.
Así que Nate tenía razón. Mackenzie sonrió.
– ¿Entonces estamos solos? Tus hermanos no se presentarán en plena noche, ¿verdad?
– No.
– Me alegro, porque parecen tipos duros sin sentido del humor -sonrió ella-. Estoy deseando conocerlos.
Rook se acercó y la rodeó con sus brazos, justo encima de la herida del costado. Ella se apoyó en su pecho y él le besó la parte superior de la cabeza.
– Si no te importa, prefiero no hablar de mi familia en este momento.
– No, ¿eh? -ella levantó la cabeza y le echó los brazos al cuello-. ¡Imagínate!
– Olvídate del cuarto de invitados. Esta noche quédate conmigo.
Ella recordó lo sucedido dos noches atrás en la cocina.
– Y si no te importa, prefiero que no hagamos el amor en la cocina. Este suelo parece duro.
La boca de él estaba muy cerca de la suya.
– Si no recuerdo mal, la última vez no llegamos al suelo.
– Ya me han quitado los puntos.
– Lo sé.
– La herida cura bien.
Él le dio un beso breve.
– Tendré cuidado.
– Espero que no mucho.
Él la izó sobre sus caderas.
– Rook…
– Déjate llevar un poco, Mac -sonrió él.
Ella se hundió en sus brazos y entregó todo su peso.
– Me parece bien.
Rook la transportó a su cuarto, una habitación masculina de maderas oscuras y colores vivos. Apartó la ropa de la cama con una mano y la depositó en ella. Mackenzie se quedó tumbada y lo observó abrir la ventana para dejar entrar el aire casi frío. La brisa, menos húmeda que otros días, acarició su piel ya acalorada.
Empezó a desnudarse, pero él se sentó a su lado y le tomó las manos.
– Permíteme.
Ella sonrió.
– ¿Quién soy yo para discutir?
Él le levantó los brazos por encima de la cabeza y bajó las manos por ellos hasta que llegó a los pechos. Con lentitud deliberada fue buscando botones, corchetes, una cremallera… Y cada contacto de sus dedos producía una respuesta en ella.
Mackenzie empezó a bajar las manos para acelerar el proceso, pero él se las apartó con gentileza.
– No, es mi trabajo.
Siguió hasta que le hubo quitado toda la ropa. Y entonces continuó explorando su piel con las manos. La besó tan profundamente, de un modo tan erótico que casi parecía que sus bocas se hubieran fundido juntas.
Mackenzie se movió debajo de él, luchó por respirar.
– Andrew… no creo que pueda soportarlo más…
– ¿Quieres que pare?
Ella negó con la cabeza.
– Ni se te ocurra. Pero…
Pero él había empezado a besarle el cuello y fue bajando por los pechos, donde se entretuvo un rato y ella olvidó lo que pensaba decir, olvidó todo lo que no fuera la humedad exquisita de la lengua de él.
Rook fue bajando más, lamiendo y mordisqueando, y ella se entregó a las sensaciones que la embargaban, se abrió al movimiento de su lengua y al roce de sus dientes, a la exploración de sus dedos. Se iba acercando cada vez más al límite, al momento de perder el control.
Él se apartó de pronto y la miró con una luz de regocijo en sus oscuros ojos.
– Me toca desnudarme a mí.
Ella intentó sentarse para ayudarle, pero su cuerpo no cooperó. Estaba temblando, llena de deseo. Él tiró la ropa al suelo con la de ella y se acercó. Le acarició los pechos y ella le abrazó las nalgas. Rook la penetró de un modo tan repentino y feroz que ella soltó un grito.
Pero él no paró y ella no quería que lo hiciera. Entraba muy hondo en ella, llenándola con una suerte de dulce agonía que ella no había conocido nunca. Se agarró a sus caderas y le clavó los dedos y él se quedó un momento inmóvil. Sólo un momento. Sus ojos se encontraron y él bajó la vista a sus cuerpos unidos y luego la alzó de nuevo hacia ella, musitó su nombre y la montó cada vez más deprisa.
Mackenzie llegó al clímax en oleadas y sintió el orgasmo hasta los dedos de los pies, pero él no había terminado. Ella levantó los brazos por encima de la cabeza y se permitió no sentir nada que no fueran las embestidas de él, hasta que Rook explotó en su interior gimiendo y gruñendo.
Satisfecho al fin, se colocó de espaldas al lado de ella. Mackenzie sentía su pulso latir con fuerza aunque su cuerpo estaba relajado por el encuentro sexual.
– Espero que no hayamos molestado a los vecinos -dijo, todavía un poco sin aliento.