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– Ten un poco de fe -la sonrisa de Jesse se volvió distante, desagradable-. Por suerte para ti, no has intentado negociar con el FBI.

– Harris… -Cal palideció-. ¿Qué le has hecho?

Jesse no contestó. La traición de Harris y Cal había hecho saltar un resorte en su interior. Pero eso no era todo. Estar en Cold Ridge le había recordado la primera vez que había ido a las Montañas Blancas cuando era un joven solitario y asustado que había tenido que controlar la violencia que hervía en su interior. Había tenido que encontrar el modo de que funcionara para él.

Y allí estaba de nuevo, corriendo riesgos, diciéndose que tenía que ser osado… que la osadía siempre le había salido bien.

Pensó en Mackenzie Stewart y sintió el impulso de verla, hablar con ella, oír su voz. Imaginó sus ojos azules, su piel cremosa, las pecas de la nariz. ¿Cómo podía haberse hecho marshal?

– No importa -musitó Cal-. No quiero saber lo de Harris.

Harris había acabado por reconocer la capacidad de violencia de Jesse, pero Cal no. El dosier que había montado con Harris sobre su socio en el mal no incluía ese aspecto de la vida de Jesse.

Incluso después de pasar una noche atado y amordazado, Cal era todavía capaz de creer que lidiaba con un hombre que podía hacer un trato con él.

– Tienes que retirarte -dijo Cal-. Vuelve a México y deja que te envíe el dinero. Ahora es demasiado peligroso obligarme a hacer algo. Tienes al FBI, a los marshals y a la policía estatal detrás de ti. Te aseguro que cumpliré mi parte de trato.

– Tu trato. Yo no he aceptado nada.

– Vamos, Jesse. Es un millón fácil para ti.

– Fácil no. He trabajado por ese dinero. Es mío.

Cal respiró con fuerza.

– Las cosas han cambiado para los dos. Tenemos que reconsiderar la situación.

– Eres arrogante, pero no eres tan listo como te crees. Te gusta la acción, Cal -Jesse bebió un trago de agua de su botella-. En muchos aspectos te pareces a mí.

– Lo que haces ahora nos destruirá a los dos. Jesse, tú eres un hombre listo. ¿Por qué arriesgarlo todo?

– Mi millón está aquí en New Hampshire, ¿verdad?

Cal no contestó. Miró las montañas.

– Hice bien en venir aquí la semana pasada.

Cal volvió la vista hacia él.

– ¿Qué?

Jesse se levantó. Deseó haber dormido más la noche anterior, pero tendría que bastarle con tres horas.

– Ponte en pie. Tenemos una marcha interesante hasta llegar al lago.

– Jesse… ¿Harris tenía razón?

– ¿En si soy el diablo?

– Fuiste tú el que atacó a Mackenzie.

– No te sorprendas tanto, Cal. Ella se defendió bien. La subestimé. De hecho, si no fuera porque acababa de salir del lago, me habría capturado.

Cal palideció aún más.

– Entonces eres violento.

Jesse sonrió.

– Todos somos violentos.

Treinta

Rook oía el agua de la ducha mientras ponía el café. ¿Qué podía ser más normal que un sábado de verano? Pero ese día nada era normal. Mackenzie había salido temprano de la cama y se había metido en el ordenador de Brian a comprar un billete para New Hampshire. T.J. estaba en camino. Tenían trabajo. La muerte de Harris era una prioridad para ellos.

Su compañero llegó en ese momento con un paquete de donuts.

– He pensado que necesitarías una inyección de azúcar esta mañana -como siempre, parecía recién salido de un anuncio de reclutamiento para el FBI. Enarcó una ceja-. ¿Mackenzie?

– En la ducha.

– ¿Seguro que sabes lo que haces?

– Hoy se va a New Hampshire a ver a la jueza Peacham.

T.J. sacó un donut glaseado de la bolsa.

– Debería dejarnos la investigación a los demás y leer un buen libro -Stewart se sentó a la mesa-. Y tú también.

– Si te hubieran atacado en el lago donde creciste, ¿tú te dedicarías a leer un buen libro?

– Yo no habría llevado un bikini rosa, eso seguro. No critico, sólo digo lo que pienso.

– Entendido.

T.J. mordió su donut. Rook eligió uno normal. Si tomaba demasiada azúcar, se subiría por las paredes. Mackenzie no le había pedido que fuera a New Hampshire con ella.

La joven entró en la estancia vestida con vaqueros, una chaqueta de verano y una pistolera al hombro.

– Los dos parecéis preparados para escalar montañas altas y matar dragones -dijo animosa, con el pelo húmedo todavía de la ducha. Se le iluminaron los ojos al ver la bolsa de donuts-. ¡Ah! No habrás traído sólo dos, ¿verdad, T.J.?

– Soy un agente bien entrenado. Sabía que estarías aquí.

Ella sonrió.

– Bien pensado -tomó un donut glaseado-. Mi taxi está a punto de llegar. Le esperaré fuera. Gracias por permitirme dejar el coche aquí, Rook.

– De nada.

– Nos vemos mañana por la noche. Avísame si ocurre algo nuevo aquí.

– Te diremos lo que podamos -contestó T.J.

A ella claramente no le gustó eso, pero no discutió.

– Yo haré lo mismo.

Tomó su mochila, que había llevado esa mañana a la cocina, y salió. Rook oyó que llegaba el taxi.

– Podías haberla detenido -dijo T.J.

– Sí. Tengo más armas que ella. Y tú me habrías apoyado.

– De eso nada. Yo no me pienso meter entre vosotros. Cuando veo chispas, me aparto de la línea de fuego -T.J. terminó su donut y se lavó los dedos en el fregadero-. ¿Cuándo vas a ir tú a New Hampshire?

Rook pensó que su amigo podía leer el pensamiento mejor que nadie que conociera.

– Mi avión sale dos horas después que el de ella.

– Pues entonces vámonos.

Fueron directamente al edificio de la casa de Cal. Si no había vuelto todavía, quizá alguien de allí supiera dónde estaba.

En el vestíbulo los recibió un portero distinto, un joven con un libro de Matemáticas abierto sobre el mostrador.

– ¿Ustedes fueron los que dejaron ese dibujo? -preguntó.

– Fue una colega -contestó Rook.

– Creo que conozco a ese hombre.

Rook no mostró ninguna reacción.

– ¿De su trabajo aquí?

– Sí. Trabajo sobre todo noches y fines de semana -apartó su silla y sacó el dibujo de debajo del mostrador-. Sí, es él. Lo vi entrando en el ascensor hace dos o tres noches.

– ¿Venía a visitar a alguien?

– No, no. Tiene un piso aquí.

T.J. se enderezó y Rook no pudo ocultar su sorpresa.

– ¿Dónde?

– Sexto piso. Es un dúplex de empresa. Lo alquiló seis meses. No recuerdo el nombre de su empresa. Está basada en Virginia pero él no es de allí. Trabaja para ellos o es el dueño, no sé. No le pregunté.

– ¿Cómo se llama? -inquirió T.J.

El chico se encogió de hombros.

– Ni idea.

Rook señaló el dibujo.

– ¿Seguro que es él?

– Sí. Se parece a él. No sé si lo reconocería si hubiera visto el dibujo en la tele, pero supuse que había un motivo para que ustedes lo trajeran aquí.

– ¿Por qué no lo reconoció el portero de ayer?

– Ese hombre no para mucho por aquí.

– Llame a su piso -dijo Rook-. A ver si está en casa.

No hubo respuesta ni en ese piso ni en el de Benton. Rook y T.J. dieron las gracias al chico y salieron. T.J. soltó un silbido.

– Esta mañana vamos a estar ocupados.

Rook estaba de acuerdo. Tenían que pedir un par de órdenes de registro rápidamente.