Veintisiete
Mackenzie cruzó el césped de la casa histórica en la que llevaba viviendo casi dos meses, con el olor a hortensias y a hierba mojada mezclándose en la brisa y el atardecer resplandeciendo entre los árboles. Después de horas de responder preguntas y escribir su informe sobre los sucesos del día, había ido allí a ducharse y cambiarse de ropa.
Pero cuando llegó, el coche de Nate estaba ante la casa. Caminaron por el jardín y ella se lo contó todo.
– Al fin he llamado a mis padres a Irlanda y les he dicho lo que pasa -dijo cuando se acercaban a la parte trasera de la propiedad-. No me apetecía nada. ¡Lo estaban pasando tan bien!
– ¿Tu madre está descubriendo sus raíces irlandesas?
– Dice que no hay nada como la mantequilla irlandesa. Y si alguien merece disfrutar de la vida, es ella. No sé si tengo derecho a preocuparla con esto. Si me hubiera quedado en la universidad…
– Te habrían matado la semana pasada y Harris estaría muerto igual.
Mackenzie se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
– He pedido a mis padres que busquen un cibercafé y miren el dibujo. Quizá vieran a ese hombre en el lago o por el pueblo antes de marcharse a Irlanda.
– La pareja que intercambió la casa con ellos no lo reconoció.
– Puede que estuviera aquí antes de que llegaran ellos.
Los dos guardaron silencio un momento.
– Puede que mataran a Harris antes de tu ataque -dijo Nate-. Si su asesino es el mismo hombre…
– ¿No seré responsable por haberlo dejado escapar? -gruñó Mackenzie-. Yo no lo veo así.
– Tú no lo dejaste escapar -comentó Nate con exasperación-. Si vas a seguir en este trabajo, necesitas poner en perspectiva lo que es un error y lo que no.
Mackenzie apartó la vista.
– No sé si puedo hacer este trabajo. Te miro a ti…
– Yo llevo más tiempo.
– Miro a Juliet Longstreet, a T.J., a Rook…
– Todos con más experiencia que tú. Tú eres nueva. Todos lo sabemos. Y Joe Delvecchio también.
– Hoy me ha dicho que soy tan lista que soy estúpida.
Nate sonrió.
– No le ha gustado que te colaras en casa de Beanie.
– No me he colado. Tengo llave. Y no me he llevado nada.
– Ella es una jueza federal de este distrito. ¿Y si hubieras encontrado algo relevante para la investigación de Rook? Habría sido inadmisible.
– Delvecchio no comprende mi relación con ella.
– Nadie la entiende. Después del accidente de tu padre… -Nate vaciló, pero continuó-, Beanie se culpabilizó tanto como tú. Ella era una adulta y tú una niña, pero aquel día fue duro para las dos.
– Yo apenas me acuerdo. Sólo recuerdo la sensación abrumadora de que había hecho algo malo.
– Igual que hoy.
Sí. Aquello era cierto. Mackenzie le tomó la mano y se la apretó.
– Gracias por tu amistad.
Él le pasó un brazo por los hombros.
– Harris tendría que haber sido sincero con Rook. No lo fue.
– Quizá porque tenía miedo de la persona que lo mató.
– Posiblemente.
– O, conociéndolo, quizá intentaba jugar a dos bandas. Hacer un trato con el FBI y con su asesino.
– La pensión no está en un barrio bueno. Por lo que sabemos, quizá sorprendió un negocio de drogas o intentaron robarle. Veremos adonde nos lleva la investigación.
– No forzaron la entrada. Las puertas estaban cerradas con llave. O Harris dejó entrar a su asesino o le dio una llave o el asesino convenció al encargado de que le abriera la puerta. Hay muchas posibilidades -Mackenzie se obligó a sonreír-. O fue un fantasma.
– No me extraña que Sarah y tú os llevéis tan bien -comentó Nate.
Pero Mackenzie se puso seria en el acto.
– El FBI quiere hablar con Cal -dijo-. Tenía que reunirse con Rook y T.J. esta mañana y ahora no consiguen encontrarlo.
– Puede estar en muchos lugares.
– Lo sé. No significa que esté muerto en el baño.
– Ni que haya matado a Harris o tenga algo que ver con eso. ¿Dónde te quedas esta noche?
– En casa de Rook, supongo. Me quedé allí anoche después del incidente de la hortensia y el cuchillo. Tiene un cuarto de invitados agradable, con una pared llena de fotos de los Rook.
Nate apartó el brazo de los hombros de ella pero no dijo nada.
– Su sobrino de diecinueve años está allí -añadió Mackenzie.
– ¿Eso crees? -Nate abrió la puerta de su coche y sonrió-. Te apuesto a que el sobrino no está esta noche.
Rook encontró a su sobrino en los columpios oxidados colocados en el jardín, otra zona que había que arreglar. Los setos que habían plantado sus abuelos necesitaban una poda seria y en un rincón del jardín medio oculto por la maleza había un gnomo regordete que sencillamente tenía que desaparecer.
Y los columpios también.
– Tengo que llevar esto al vertedero -dijo Rook-. Lo compró mi abuela de segunda mano cuando tu madre estaba embarazada de ti. Estaba entusiasmada con volver a tener un bebé cerca. Sabía que serías un chico.
– Sus hijos y nietos salieron muy bien -dijo Brian, que apenas cabía en el asiento-. Supongo que ya tocaba una oveja negra en la siguiente generación, ¿no?
– Los pensamientos negativos de ese tipo no ayudan, pero los entiendo -repuso Rook-. Hoy he perdido a un informador. Un hombre al que debería haber protegido. No sabía que corría peligro.
– ¿Y qué le ha pasado?
– Lo han apuñalado.
Brian hizo una mueca.
– No me gusta la violencia.
– A mí tampoco.
– Pero tú eres agente del FBI.
– No me metí en esto porque me guste la violencia. Me metí porque me interesaba y creía que podía hacer algún bien.
– Y porque todos los Rook son policías.
– Tal vez, pero en su momento eso me pareció más negativo que positivo. Cuando empecé la universidad, no sabía lo que haría seis meses después ni mucho menos diez años después.
– ¿No sabías que serías policía?
– Era una opción, pero había muchas otras.
Brian se movió y el viejo columpio crujió bajo su peso.
– Ni siquiera sé qué estudiaste en la universidad.
– Ciencias Políticas -sonrió Rook-. No se lo digas a Mackenzie. Ella casi tiene un doctorado en Ciencias Políticas.
Su sobrino sonrió.
– Imagínate que llegas a ser alumno suyo.
Rook no pensó que fuera buena idea imaginarlo.
Brian se echó hacia atrás en el columpio con las piernas estiradas y los ojos fijos en la hierba mojada.
– ¿Sientes que has fracasado por lo que le ha pasado a tu informador?
– Eso no importa mucho, ¿verdad? Todavía tengo un trabajo que hacer.
– Un trabajo que haces bien -Brian se echó hacia delante-. Yo soy bueno con los videojuegos.
– Cuando tu padre tenía diecinueve años, era bueno con todo lo que tuviera que ver con motos.
– Él nunca abandonó la universidad -Brian se levantó del columpio-. Te ayudaré a tirar esto cuando quieras. Me voy a casa. No tienes que preocuparte por mí, tío Andrew. Y mamá y papá tampoco. Ya me aclararé yo.
– Me parece bien.
– Eh, hoy he encontrado un trabajo lavando platos en un restaurante cerca del Museo Internacional de Espionaje -sonrió de pronto-. A lo mejor acabo siendo eso.
– ¿Lavaplatos?
– No. Espía.
Brian cruzó el jardín y Rook pensó que, conociéndolo, no le sorprendería que acabara siendo espía. Al chico le iría bien. Sus batallas con sus padres entraban dentro de lo normal.
Cuando se dirigía a la casa, pararon dos coches en la puerta. Eran su hermano Jim, un agente del Servicio Secreto como su padre y su hermano Steven, inspector de policía en Arlington. Detrás de ellos llegó su hermano Scott, padre de Brian y fiscal.
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Rook cuando salieron todos de los coches.
– Sí -repuso Steven, el más joven-. A ti.
– No estoy sangrando.
Al fin aparcó su padre detrás del coche de Scott y, cuando salió del coche, Rook se dio cuenta de que a Brian le faltaban cincuenta años para ser la viva imagen de su abuelo.