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Ella se volvió.

– No lo sabía. Pero también vi el guardallaves.

– Allí en el suelo. A la vista de todos.

– Sí.

– Entiendo. ¿Y ató cabos?

– Exacto.

Perlmutter asintió como si acabase de comprenderlo todo de pronto.

– Y si el señor Sykes hubiera usado el guardallaves, no lo habría dejado tirado en el sendero. ¿Fue eso lo que pensó?

Charlaine no contestó.

– Porque verá, señora Swain, eso es lo que me extraña. ¿Por qué dejaría el guardallaves a la vista de todos el hombre que entró en la casa y agredió al señor Sykes? ¿No habría sido más lógico esconderlo o llevárselo a la casa?

Silencio.

– Y hay otro detalle. El señor Sykes sufrió las lesiones al menos veinticuatro horas antes de que lo encontráramos. ¿Cree que el guardallaves estuvo en el camino todo ese tiempo?

– Eso no puedo saberlo.

– No, supongo que no. Tampoco es que se pase usted el día observando el jardín trasero del vecino ni nada por el estilo.

Ella se limitó a mirarlo.

– ¿Por qué lo siguieron su marido y usted? Me refiero al hombre que entró en la casa de Sykes.

– Ya le he dicho al otro agente…

– Que querían ayudar, para que no se nos escapara.

– También tenía miedo.

– ¿De qué?

– De que supiera que yo había llamado a la policía.

– ¿Y eso por qué habría de preocuparla?

– Yo estaba mirando por la ventana. Cuando llegó la policía, él se volvió, miró y me vio.

– ¿Y qué pensó? ¿Que iría a buscarla?

– No lo sé. Tenía miedo, eso es todo.

Perlmutter volvió a asentir con la cabeza.

– Supongo que todo encaja. O sea, algunas piezas… bueno, hay que forzarlas un poco, pero eso es normal. La mayoría de los casos no son del todo lógicos.

Ella se dio media vuelta.

– Dice que ese hombre conducía un Ford Windstar.

– Sí.

– Salió del garaje con ese vehículo, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Y le vio la matrícula?

– No.

– Mmm. ¿Por qué cree que lo hizo?

– Hizo ¿qué?

– Aparcar en el garaje.

– No tengo ni idea. Tal vez para que nadie viera su coche.

– Ya, claro, eso tiene sentido.

Charlaine volvió a coger de la mano a su marido. Se acordó de la última vez que estuvieron cogidos de la mano. Dos meses antes, cuando fueron a ver una comedia de Meg Ryan. Curiosamente, a Mike le encantaban las películas para mujeres. Se le humedecían los ojos con las películas románticas malas. En la vida real, Charlaine sólo recordaba haberlo visto llorar una vez, cuando murió su padre. Pero si uno lo observaba en el cine, sentado a oscuras, veía un ligero temblor en su cara y luego, sí, se le saltaban las lágrimas. Esa noche él tendió la mano y cogió la suya, y lo que Charlaine más recordaba -lo que la atormentaba ahora- fue que ella no se conmovió. Mike intentó entrelazar los dedos, pero ella movió los suyos justo lo suficiente para impedírselo. Tan poco había significado para ella, nada en realidad, que ese hombre obeso peinado con una raya al lado le tendiese la mano.

– ¿Le importaría marcharse ya? -pidió a Perlmutter.

– Ya sabe que no puedo.

Ella cerró los ojos.

– Sé lo de su problema con los impuestos.

Charlaine permaneció inmóvil.

– De hecho, por eso ha llamado usted a H amp;R Block esta mañana, ¿no es así? Es donde trabajaba el señor Sykes.

Charlaine no quería soltar la mano de Mike, pero tuvo la sensación de que él la apartaba.

– ¿Señora Swain?

– Aquí no -dijo Charlaine a Perlmutter. Soltó la mano de Mike y se levantó-. No delante de mi marido.

22

Los ancianos de las residencias siempre están en casa y dispuestos a recibir visitas. Grace marcó el número y contestó una mujer de voz alegre.

– ¡Residencia geriátrica asistida Starshine!

– ¿Podría indicarme el horario de visitas? -preguntó Grace.

– ¡No hay! -Hablaba con exclamaciones.

– ¿Perdón?

– No tenemos horario de visitas. Puede venir a cualquier hora, las veinticuatro horas del día.

– Ah. Me gustaría visitar a Robert Dodd.

– ¿A Bobby? Bien, le paso con su habitación. Ah, un momento, son las ocho. Estará en clase de gimnasia. A Bobby le gusta mantenerse en forma.

– ¿Puedo concertar una cita con él?

– ¿Para visitarlo?

– Sí.

– No hace falta, puede venir cuando quiera.

En coche tardaría un par de horas. Sería mejor que intentar explicarse por teléfono, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera sabía qué iba a preguntar. En todo caso, con los ancianos era más fácil tratar cara a cara.

– ¿Cree que estará ahí esta mañana?

– Sí, sin duda. Bobby dejó de conducir hace un par de años. Estará aquí.

– Gracias.

– De nada.

En la mesa del desayuno, Max hundió la mano hasta el fondo en la caja de cereales Cap'n Crunch. Al ver a su hijo buscando el juguete, se detuvo. Era todo tan normal. Los niños intuyen las cosas, Grace lo sabía. Pero a veces, bueno, a veces los niños pueden actuar con una maravillosa indiferencia. En ese momento Grace se alegró de que fuera así.

– Ya cogiste el juguete -le recordó ella.

Max se quedó inmóvil.

– ¿Ah, sí?

– Son tantas las cajas y tan malos los juguetes…

– ¿Qué?

La verdad era que ella hacía lo mismo de pequeña: revolver dentro de la caja con la mano en busca de esos premios sin ningún valor. Y ahora que lo pensaba, era la misma marca de cereales.

– Nada.

Cortó un plátano en rodajas y lo mezcló con el cereal. Grace siempre intentaba hacer trampa y, poco a poco, poner más plátano y menos cereales. Durante un tiempo añadió Cheerios -con menos azúcar-, pero Max enseguida se dio cuenta.

– ¡Emma! ¡Despierta!

Un gemido. Su hija era demasiado pequeña para empezar con los típicos problemas para levantarse por las mañanas. A Grace no le había pasado hasta la adolescencia. Bueno, tal vez un poco antes. Pero no a los ocho años, eso desde luego. Pensó en sus propios padres, muertos hacía tanto tiempo. A veces uno de los niños hacía algún gesto que a Grace le recordaba a su padre o su madre. Emma apretaba los labios de una manera tan parecida a como lo hacía su madre que Grace se quedaba de piedra. La sonrisa de Max era como la de su padre. Se veía el eco genético, y Grace nunca sabía si eso era un consuelo o un recordatorio doloroso.

– ¡Emma, ya mismo!

Un ruido. Podría ser una niña levantándose.

Grace empezó a preparar la comida del mediodía para uno. A Max le gustaba la de la escuela, y Grace le veía el lado cómodo a eso y lo aprovechaba. Preparar la comida por las mañanas era una lata. Durante un tiempo Emma también había comido en la escuela, pero recientemente algo la había asqueado, un olor imperceptible en el comedor que le provocaba arcadas. Empezó a llevarse el plato fuera del comedor, incluso cuando hacía frío, pero el olor, como pronto advirtió, estaba también en la comida. Ahora se quedaba en el comedor pero se llevaba de casa una fiambrera de Batman.

– ¡Emma!

– Ya estoy aquí.

Emma vestía su habitual atuendo de fanática del deporte: pantalón corto granate, zapatillas Converse Allstars y un jersey de los Nets de Nueva Jersey. Nada pegaba con nada, pero tal vez se trataba de eso. Emma se negaba a usar cualquier cosa mínimamente femenina. Para conseguir que se pusiera un vestido había que negociar con una sensibilidad propia de Oriente Medio, y a menudo el resultado era igual de violento.

– ¿Qué quieres para comer? -preguntó Grace.

– Un bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada.

Grace la miró.

Emma se hizo la inocente.

– ¿Qué pasa?

– ¿Cuánto tiempo hace que vas a esa escuela?

– ¿Qué?

– Cuatro años, ¿verdad? Un año de parvulario. Y ahora estás en tercero. Son cuatro años.

– ¿Y?

– En todo ese tiempo, ¿cuántas veces me has pedido mantequilla de cacahuete para la escuela?