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Reconocía que eso era una conexión, a lo sumo, tenue. Decir «Ford Windstar» en ese barrio era como decir «implante» en un club de striptease. No era gran cosa en la que basarse, pero si se tenía en cuenta la historia del pueblo, el hecho de que allí los padres estables no desaparecían así como así, de que en una localidad como Kasselton nunca se daba tanta actividad junta… no, no era un vínculo fuerte, pero a Perlmutter no le costó llegar a la siguiente conclusión:

Estaba todo relacionado.

Perlmutter no tenía ni idea de cuál era la relación, y en realidad tampoco quería dedicarle mucho tiempo todavía. Primero dejaría que los expertos y los técnicos del laboratorio cumplieran con su cometido. Dejaría que examinaran la casa de Sykes en busca de huellas dactilares y pelos. Dejaría que el artista acabara el retrato. Dejaría que Veronique Baltrus, su experta en informática y un auténtico bombón, revisara el ordenador de Sykes. Era sencillamente demasiado pronto para barajar conjeturas.

– ¿Capitán?

Era Daley.

– ¿Qué hay?

– Hemos encontrado el coche de Rocky Conwell.

– ¿Dónde?

– ¿Conoce el aparcamiento de la estación de autobuses en la Carretera Diecisiete?

Perlmutter se quitó las gafas de lectura.

– ¿El que está al final de la calle?

Daley asintió.

– Lo sé. No tiene sentido. Sabemos que salió del estado, ¿no?

– ¿Quién lo ha encontrado?

– Pepe y Pashaian.

– Diles que acordonen la zona -ordenó a la vez que se levantaba-. Iremos nosotros a registrar el vehículo.

23

Grace puso un CD de Coldplay para el viaje, esperando que la distrajera. Lo consiguió sólo a medias. Por un lado entendía exactamente lo que le ocurría sin necesidad de interpretación. Pero la verdad, en cierto modo, era demasiado cruda. Enfrentarse a ella de cara la paralizaría. El surrealismo debía de derivarse de eso: del instinto de supervivencia, de la necesidad de protegerse e incluso filtrar lo que uno veía. El surrealismo le daba fuerzas para seguir, buscar la verdad, encontrar a su marido, frente al ojo de la realidad, descarnado y desnudo y solo, que la impulsaba a hacerse un ovillo o, tal vez, ponerse a gritar hasta que la encerrasen.

Sonó su móvil. Miró intuitivamente el visor antes de responder con el manos libres. De nuevo, no, no era Jack. Era Cora. Grace contestó:

– ¿Qué hay?

– Estas noticias no pueden calificarse de buenas ni malas, así que te lo plantearé de otra manera. ¿Prefieres que te diga primero la noticia rara o la noticia muy rara?

– La rara.

– No encuentro a Gus, el del pito pequeño. No coge el teléfono. Me salta el contestador.

Coldplay empezó a cantar, muy oportunamente, una inquietante canción titulada «Estremecimiento». Grace mantenía las dos manos firmes en el volante, a las diez y dos. Circulaba por el carril del medio sin superar el límite de velocidad. Los coches pasaban a toda velocidad a su derecha e izquierda.

– ¿Y la noticia muy rara?

– ¿Recuerdas que intentamos ver las llamadas de hace dos noches? ¿O sea, las que quizás hizo Jack?

– Sí.

– Pues he llamado a la operadora del móvil. Me he hecho pasar por ti. He supuesto que no te importaría.

– Has supuesto bien.

– Ya. De todos modos, da igual. La única llamada de Jack en los últimos tres días fue la que hizo ayer a tu móvil.

– Cuando yo estaba en la comisaría.

– Exacto.

– ¿Y eso qué tiene de raro?

– Nada. Lo raro tiene que ver con el teléfono fijo de tu casa.

Silencio. Grace seguía en la autopista de Merritt, con las manos en el volante a las diez y dos.

– ¿Y qué es?

– ¿Sabes lo de la llamada a la oficina de la hermana? -preguntó Cora.

– Sí, ésa la descubrí pulsando el botón de rellamada.

– Y su hermana, ¿cómo se llamaba?

– Sandra Koval.

– Eso, Sandra Koval. Te dijo que no estaba allí. Que no hablaron.

– Sí.

– La llamada duró nueve minutos.

Un estremecimiento repentino recorrió a Grace. Se obligó a seguir sujetando el volante en la misma posición.

– Por lo tanto, mintió.

– Eso parece.

– ¿Y qué le dijo Jack?

– ¿Y qué le contestó ella? -preguntó Cora.

– ¿Y por qué mintió?

– Siento haber tenido que decírtelo.

– No, yo me alegro.

– ¿Por qué?

– Es una pista. Antes, Sandra era un callejón sin salida. Ahora sabemos que tiene algo que ver.

– ¿Y qué vas a hacer?

– No lo sé -contestó Grace-. Hablar con ella, supongo.

Se despidieron y Grace colgó. Condujo un poco más, intentando imaginar las distintas posibilidades. En el compact comenzó a sonar Problemas. Se detuvo en una gasolinera de Exxon. Las de Nueva Jersey no tenían autoservicio, así que Grace primero se quedó esperando en el coche, sin darse cuenta de que tenía que llenarse el depósito ella misma.

Compró una botella de agua fría en el supermercado de la gasolinera y dejó el cambio en una hucha de beneficencia. Quería pensar un poco más en esa conexión con la hermana de Jack, pero no tenía tiempo para sutilezas.

Grace recordaba el número de teléfono del bufete de Burton y Crimstein. Sacó el móvil y pulsó los dígitos. Tras sonar dos veces, pidió que le pusieran con la línea de Sandra Koval. Se sorprendió cuando la propia Sandra Koval contestó:

– ¿Diga?

– Me has mentido.

Silencio. Grace volvió a su coche.

– La llamada duró nueve minutos. Hablaste con Jack.

Más silencio.

– ¿Qué está pasando, Sandra?

– No lo sé.

– ¿Por qué te llamó Jack?

– Voy a colgar. Por favor, no intentes volver a hablar conmigo.

– ¿Sandra?

– Dijiste que él ya te llamó.

– Sí -contestó Grace.

– Te aconsejo que esperes a que vuelva a llamarte.

– No quiero tus consejos, Sandra. Quiero saber qué te dijo.

– Creo que deberías dejarlo.

– ¿Dejar qué?

– ¿Hablas por un móvil? -preguntó Sandra.

– Sí.

– ¿Dónde estás?

– En una gasolinera de Connecticut.

– ¿Por qué?

– Sandra, quiero que me escuches. -Se produjo una ráfaga de estática. Grace esperó a que pasara. Acabó de llenar el depósito y sacó el recibo-. Eres la última persona que habló con mi marido antes de su desaparición. Y me mentiste al respecto. Insistes en no contarme qué te dijo. ¿Por qué habría de contarte yo nada a ti?

– Tienes razón, Grace. Y ahora escúchame tú a mí. Voy a decirte una última cosa antes de colgar: vete a casa y ocúpate de tus hijos.

La línea se cortó. Grace ya estaba otra vez en el coche. Pulsó el botón de rellamada y pidió que le pasaran con la línea de Sandra. No lo cogió nadie. Volvió a intentarlo. Tampoco. ¿Y ahora qué? ¿Se presentaba otra vez en el bufete?

Salió de la gasolinera. Tras recorrer un par de kilómetros, vio un cartel donde se leía residencia geriátrica asistida starshine. Grace no sabía muy bien qué esperaba ver. Una de esas residencias de ancianos de su juventud, supuso, esos edificios de una planta de obra vista, la forma más pura de lo «esencial por encima del estilo», que, por alguna retorcida razón, le recordaba a las escuelas primarias. La vida, lamentablemente, era cíclica. Se empieza en uno de esos sencillos edificios de obra vista y se acaba en otro. Una vuelta, otra y otra más.

Pero la residencia geriátrica asistida Starshine era un hotel de tres plantas que imitaba la arquitectura victoriana. Tenía las torrecillas, los porches y el amarillo intenso de las mansiones de antaño, todo ello mezclado con un espantoso revestimiento de aluminio. El jardín estaba cuidado hasta el exceso, tanto que parecía de plástico. El sitio procuraba ofrecer una apariencia alegre, pero el esfuerzo se notaba demasiado. El resultado final recordó a Grace al Epcot Center de Disneylandia: una reproducción divertida pero que nunca se confundiría con la realidad.