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En el porche había una anciana sentada en una mecedora. Leía el periódico. Saludó a Grace, y ella le contestó. También el vestíbulo pretendía transportar la memoria a un hotel de una era pasada. Contenía óleos con marcos chillones semejantes a esos cuadros de los remates de los Holiday Inn, donde todo se vende por 19,99 dólares. Saltaba a la vista que eran reproducciones de clásicos, aunque uno no conociese El almuerzo de remeros de Renoir o Noctámbulos de Hopper.

El vestíbulo estaba sorprendentemente concurrido. Había ancianos, claro, muchos, en diversos estados de deterioro. Algunos caminaban sin ayuda, otros arrastraban los pies; algunos llevaban bastón, otros andadores; algunos iban en sillas de ruedas. Muchos parecían rebosantes de vida; unos pocos dormitaban.

Aunque el vestíbulo estaba limpio y era alegre, se percibía -Grace se odió por pensar así- ese olor a viejo, el olor de un sofá mohoso. Intentaban disimularlo con el aroma a cerezas de un ambientador, que recordaba a Grace esos árboles que cuelgan de los taxis, pero algunos olores son imposibles de ocultar.

La única persona joven de la sala -una mujer de veintitantos años- estaba sentada detrás de un escritorio que también intentaba recrear el pasado pero parecía recién comprado en Bombay Company. Sonrió a Grace.

– Buenos días. Soy Lindsey Barclay.

Grace reconoció la voz del teléfono.

– Vengo a ver al señor Dodd.

– Bobby está en su habitación. En la segunda planta, la habitación doscientos once. Ya la acompaño.

Se levantó. Lindsey era bonita de una manera que sólo lo son las jóvenes, con ese entusiasmo y esa sonrisa que son patrimonio exclusivo de los inocentes o los captadores de las sectas.

– ¿Le importa subir por la escalera? -preguntó.

– En absoluto.

Muchos residentes se detuvieron a saludar. Lindsey tuvo tiempo para todos, devolviendo cada saludo con alegría, aunque Grace, con su natural cinismo, no pudo menos que preguntarse si todo eso no sería una escenificación para la visita. No obstante, Lindsey los conocía a todos por sus nombres. Siempre tenía algo que decir, algo personal, y daba la impresión de que los residentes lo agradecían.

– Parece que la mayoría son mujeres -advirtió Grace.

– Cuando estudiaba, decían que la proporción nacional en las residencias geriátricas asistidas era de cinco mujeres por cada hombre.

– Vaya.

– Sí. Bobby, en broma, dice que ha esperado toda su vida para una proporción así.

Grace sonrió.

Lindsey hizo un gesto para quitarle importancia.

– Sí, pero todo eso no es más que pura palabrería. Su mujer, la llama «su Maudie», murió hace treinta años. Y creo que desde entonces no ha vuelto siquiera a mirar a otra.

Después de eso callaron. El pasillo era de color verde bosque y rosado, y las paredes presentaban la decoración habitual: grabados de Rockwell, perros jugando al póquer, fotos en blanco y negro de películas antiguas como Casablanca y Extraños en un tren. Grace cojeaba junto a Lindsey, y ésta lo advirtió -Grace lo notó en sus furtivas miradas de soslayo- pero, como la mayoría de la gente, no dijo nada.

– En Starshine tenemos varios barrios -explicó Lindsey-. A esta clase de pasillos los llamamos así: barrios. Cada uno tiene un tema distinto. En el que estamos ahora se llama Nostalgia. Creemos que a los residentes los reconforta.

Se detuvieron ante una puerta. Una placa a la derecha rezaba: B. Dodd. Llamó a la puerta.

– ¿Bobby?

Silencio. De todos modos, abrió la puerta. Entraron en una habitación pequeña pero cómoda. Había una cocina americana minúscula a la derecha. En la mesita de centro, colocada de manera que podía verse tanto desde la puerta como desde la cama, había una gran foto en blanco y negro de una mujer de imponente belleza que se parecía un poco a Lena Horne. La mujer debía de tener unos cuarenta años, pero obviamente era una foto antigua.

– Ésa es su Maudie.

Grace asintió, quedándose por un momento absorta en esa imagen con el marco de plata. Volvió a pensar en «su Jack». Por primera vez se permitió contemplar lo impensable: que Jack no volviera a casa. Lo había eludido desde el momento en que oyó arrancar el monovolumen. Quizá no volvería a ver a Jack. Quizá no volvería a abrazarlo. Quizá no volvería a reírse de sus chistes malos. Quizás -una idea pertinente en un lugar así- no envejecer con él.

– ¿Está bien?

– Sí.

– Bobby debe de estar arriba con Ira, en Reminiscencia. Juegan a las cartas.

Salieron de la habitación.

– ¿Reminiscencia es otro… eh… barrio?

– No. Reminiscencia es el nombre de la tercera planta. Es para nuestros residentes con Alzheimer.

– Ah.

– Ira no reconoce a sus propios hijos; sin embargo, puede ser un difícil adversario en una partida de póquer.

Estaban otra vez en el pasillo. Grace vio unas cuantas imágenes junto a la puerta de Bobby Dodd. Se acercó a mirar con más detenimiento. Era uno de esos casilleros que emplea la gente para exponer baratijas. Había medallas del ejército, una vieja pelota de béisbol, pardusca por el paso del tiempo, fotos de todas las etapas de la vida de un hombre. Una era de su hijo asesinado, Bob Dodd, la misma que había visto en el ordenador la noche anterior.

– Una caja de recuerdos -explicó Lindsey.

– Es bonito -comentó Grace, sin saber qué otra cosa decir.

– Todos los pacientes tienen una junto a la puerta. Es una manera de que los demás los conozcan.

Grace asintió. Resumir una vida en un casillero de treinta por veinte centímetros. Como todo lo demás en ese sitio, conseguía ser apropiado y espeluznante a la vez.

Para llegar a la planta Reminiscencia había que coger un ascensor que funcionaba con un teclado y un código numérico.

– Para que los residentes no se paseen por ahí -explicó Lindsey, detalle que encajaba con el estilo «todo muy lógico pero escalofriante» del lugar.

La planta Reminiscencia era cómoda, bien acabada, dotada de personal suficiente, y terrorífica. Algunos residentes se valían por sí mismos, pero la mayoría se marchitaban como flores en sus sillas de ruedas. Algunos, de pie, se movían desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra continuamente. Varios hablaban solos en murmullos. Todos tenían la mirada vidriosa y perdida.

Una mujer octogenaria se dirigía hacia el ascensor agitando unas llaves.

– ¿Adónde vas, Cecile? -preguntó Lindsey.

La anciana se volvió hacia ella.

– Tengo que recoger a Danny en la escuela. Estará esperándome.

– No te preocupes -dijo Lindsey-. Todavía faltan dos horas para que acaben las clases.

– ¿Seguro?

– Claro. Venga, vamos a comer y ya irás luego a buscar a Danny, ¿vale?

– Hoy tiene piano.

– Lo sé.

Un miembro del personal se acercó y se llevó a Cecile. Lindsey la observó irse.

– En pacientes con un Alzheimer avanzado usamos la terapia de validación -explicó.

– ¿Terapia de validación?

– No discutimos con ellos ni intentamos hacerles ver la verdad. Por ejemplo, no le digo que Danny ahora es un banquero de sesenta y dos años con tres nietos. Simplemente intentamos desviarlos.

Recorrieron un pasillo -no, un «barrio»- lleno de muñecos de bebés de tamaño natural. Había una mesa para cambiar pañales y ositos de peluche.

– El barrio de la guardería -dijo.

– ¿Juegan a las muñecas?

– Las pacientes menos graves. Las ayuda a prepararse para las visitas de los bisnietos.

– ¿Y las demás?

Lindsey siguió caminando.

– Algunas creen que son jóvenes madres. Así se tranquilizan.

Inconscientemente, o tal vez no, aceleraron el paso. Poco después, Lindsey dijo:

– ¿Bobby?

Bobby Dodd se levantó de la mesa de juego. Al verlo, la primera palabra que acudía a la mente era: atildado. Se lo veía brioso y lozano. Tenía la piel de un color negro oscuro y gruesas arrugas como las de un caimán. Vestía elegantemente con una chaqueta de tweed, corbata roja con pañuelo a juego y mocasines de dos tonos. Llevaba el pelo cano cortado al uno y peinado hacia atrás.