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Se enjugó una lágrima con un dedo.

– Rocky no hablaba mucho de eso. Entregaba citaciones judiciales, creo, cosas así.

– ¿Sabe cómo se llamaba esa mujer?

– Tenía un nombre extranjero. Soy incapaz de pronunciarlo.

Perlmutter no tuvo que pensárselo mucho.

– ¿Indira Khariwalla?

– Eso. -Lorraine Conwell alzó la vista-. ¿La conoce?

Sí la conocía. Había pasado mucho tiempo pero, sí, Perlmutter la conocía muy bien.

Grace le había entregado la foto a Scott Duncan, la foto donde salían las cinco personas. Él no podía apartar la mirada, en especial de la imagen de su hermana. Pasó el dedo por la cara. Grace apenas si resistía mirarlo.

Estaban en casa de Grace, sentados en la cocina. Llevaban hablando más de media hora.

– ¿Esto le llegó hace dos días? -preguntó Scott Duncan.

– Sí.

– Y luego su marido… Es él, ¿no? -Scott Duncan señaló la imagen de Jack.

– Sí.

– ¿Se fugó?

– Desapareció -dijo ella-. No se fugó.

– Ya. ¿Cree que… esto… que lo secuestraron?

– No sé qué le pasó. Sólo sé que tiene problemas.

Scott Duncan mantenía la mirada fija en la vieja foto.

– ¿Porque la avisó de algún modo? ¿Diciendo que necesitaba espacio o algo así?

– Señor Duncan, me gustaría saber cómo ha llegado esa foto a sus manos y, de paso, cómo me ha encontrado a mí.

– Usted la envió a través de un spam. Alguien reconoció la foto y me la envió. Yo localicé al spammer y lo presioné un poco.

– ¿Por eso no recibimos ninguna respuesta?

Duncan asintió.

– Antes quería hablar con usted.

– Ya le he dicho todo lo que sé. Iba a ver al chico de Photomat cuando usted se ha presentado.

– Lo interrogaremos, no se preocupe por eso.

Él podía desviar la mirada de la foto. Hasta el momento sólo había hablado ella. Él no le había contado nada, salvo que la mujer de la foto era su hermana. Grace señaló la cara tachada.

– Hábleme de ella -dijo Grace.

– Se llamaba Geri. ¿Le dice algo su nombre?

– Lo siento, pero no.

– ¿Su marido nunca la mencionó? Geri Duncan.

– No que yo recuerde. -Y añadió-: Ha dicho que se «llamaba».

– ¿Cómo?

– Ha dicho que se «llamaba» Geri, en pasado.

Scott Duncan asintió.

– Murió en un incendio a los veintiún años. En la habitación de su residencia.

Grace se quedó helada.

– Estudió en Tufts, ¿no?

– Sí. ¿Cómo lo sabía?

Ahora caía en la cuenta: por eso le sonaba la cara de la chica. Grace no la había conocido, pero en su día habían salido fotos en la prensa, cuando Grace hacía rehabilitación física y hojeaba demasiados periódicos.

– Recuerdo que lo leí. ¿No fue un accidente? ¿Un incendio por una avería eléctrica o algo así?

– Eso creía yo. Hasta hace tres meses.

– ¿Qué cambió entonces?

– La fiscalía capturó a un hombre que se hace llamar Monte Scanlon. Es un asesino a sueldo. Su trabajo consistió en hacerlo de manera que pareciese un accidente.

Grace intentó asimilarlo.

– ¿Y no se enteró hasta hace tres meses?

– Exacto.

– ¿Lo investigó?

– Sigo investigando, pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. -Su tono de voz se había suavizado-. No quedan muchas pistas después de tantos años.

Grace se volvió.

– Me enteré de que Geri salía con un chico en esa época, un chico de allí que se llamaba Shane Alworth. ¿Le dice algo el nombre?

– No.

– ¿Seguro?

– Eso creo.

– Shane Alworth tenía antecedentes, nada serio, pero lo investigué.

– ¿Y qué?

– Ha desaparecido.

– ¿Desaparecido?

– Sin dejar el menor rastro. No encuentro constancia de ningún empleo ni actividad profesional. No consta ningún Shane Alworth en Hacienda. Su número de la seguridad social no sale en ninguna parte.

– ¿Desde cuándo?

– ¿Desde cuándo ha desaparecido?

– Sí.

– He retrocedido diez años. Y nada. -Duncan metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó otra foto. Se la dio a Grace-. ¿Lo reconoce?

Ella observó la foto atentamente. No cabía duda. Era el otro chico de la foto. Miró a Duncan para que se lo corroborase. Éste asintió.

– Es espeluznante, ¿no?

– ¿De dónde ha sacado esta foto? -preguntó ella.

– De la madre de Shane Alworth. Dice que su hijo vive en un pueblo de México, que es misionero o algo así, y por eso su nombre no aparece en ningún sitio. Shane también tiene un hermano que vive en San Luis. Es psicólogo. Confirma lo que dice la madre.

– Pero usted no se lo cree.

– ¿Y usted?

Grace dejó la foto misteriosa en la mesa.

– Así que sabemos algo de tres personas de esta foto -dijo Grace, más para sí que para Duncan-. Tenemos a su hermana, que fue asesinada. Tenemos a su novio, Shane Alworth, este chico de aquí, cuyo paradero se desconoce. Y tenemos a mi marido, que desapareció al ver la foto. ¿Es así?

– Más o menos.

– ¿Qué más dijo la madre?

– Que Shane estaba ilocalizable. En la selva del Amazonas, o eso creía.

– ¿La selva del Amazonas? ¿En México?

– Sus conocimientos de geografía son un poco confusos.

Grace meneó la cabeza y señaló la foto.

– Así que sólo nos quedan las otras dos mujeres. ¿Tiene idea de quiénes son?

– No, todavía no. Pero ahora sabemos algo más. Pronto tendré información sobre la pelirroja. De la otra, la que está de espaldas, no sé si podremos averiguar algo.

– ¿Y no se ha enterado de nada más?

– En realidad, no. He exhumado el cadáver de Geri. Tardé un tiempo en conseguir autorización. Se está haciendo una autopsia completa, para ver si encuentran alguna prueba física, pero es una posibilidad remota. Ésta… -cogió la foto del spam-… ésta es la primera auténtica pista que consigo.

A Grace no le gustó el tono de esperanza en su voz.

– Quizá sólo sea una foto -dijo ella.

– No es eso lo que usted cree.

Grace apoyó las manos en la mesa.

– ¿Piensa que mi marido tuvo algo que ver con la muerte de su hermana?

Duncan se frotó la barbilla.

– Buena pregunta -contestó.

Grace esperó.

– Es probable que tuviera algo que ver. Pero no creo que la matase él, si se refiere a eso. Les pasó algo hace mucho tiempo. No sé qué fue. Mi hermana murió en un incendio. Su marido huyó al extranjero, supongo. ¿Ha dicho que a Francia?

– Sí.

– Y Shane Alworth también. O sea, está todo relacionado. Tiene que estarlo.

– Mi cuñada sabe algo.

Scott Duncan asintió.

– ¿Ha dicho que es abogada?

– Sí. Trabaja en Burton y Crimstein.

– Mala cosa. Conozco a Hester Crimstein. Si no quiere hablar, no podré presionarla demasiado.

– ¿Qué podemos hacer, pues?

– Seguiremos sacudiendo la jaula.

– ¿Sacudiendo la jaula?

Él asintió.

– La única manera de progresar es sacudir jaulas.

– Así que habrá que empezar sacudiendo a Josh en Photomat -dijo Grace-. Fue él quien me dio la foto.

Duncan se puso en pie.

– Parece un buen plan. ¿Piensa ir ahora? -preguntó Scott Duncan.

– Sí.

– Me gustaría acompañarla.

– Pues vamos.

– Dichosos los ojos, capitán Perlmutter. ¿A qué debo el placer?

Indira Khariwalla era una mujer menuda y arrugada. Su piel oscura -era, como sugería su nombre, de la India, en concreto de Bombay- parecía más dura y más gruesa. Seguía siendo atractiva, pero ya no era la mujer tentadora y exótica que había sido en sus buenos tiempos.

– Han pasado muchos años -dijo él.

– Sí. -La sonrisa, en su día irresistible, ahora le requería un gran esfuerzo y casi le resquebrajaba la piel-. Pero preferiría no desenterrar el pasado.

– Yo también.

Cuando Perlmutter empezó a trabajar en Kasselton, tenía como compañero a un veterano llamado Steve Goedert, una bellísima persona, al que le faltaba un año para jubilarse. Enseguida entablaron una profunda amistad. Goedert tenía mujer, Susan, y tres hijos, ya adultos. Perlmutter no sabía cómo había conocido Goedert a Indira, pero tuvieron una aventura. Y Susan se enteró.