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– No -contestó Josh.

– ¿Seguro?

– Absolutamente.

Grace esperó un momento. Sabía que el chico mentía. Habló por primera vez.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.

Los dos la miraron.

– ¿Qué? -preguntó Josh.

– ¿Cómo se revelan los carretes?

– ¿Qué? -repitió Josh.

– Pones el carrete en la máquina -dijo Grace-. Y las fotos salen en una pila. Y luego metes la pila en un sobre. ¿No es así?

– Sí.

– ¿Compruebas todas las fotos que revelas?

Josh no dijo nada. Miró alrededor como para pedir ayuda.

– Te he visto trabajar -prosiguió Grace-. Lees revistas. Escuchas música. No repasas todas las fotos. Así que lo que estoy preguntándote, Josh, es cómo sabes qué fotos había en la pila.

Josh lanzó una mirada a Scott Duncan. Por ese lado no recibiría ninguna ayuda. Se volvió otra vez hacia ella.

– Es porque es rara, sólo eso.

Grace esperó.

– Esa foto parece tener cien años, al menos. Es del mismo tamaño, pero el papel no es de Kodak. Me refiero a eso. Nunca la he visto. -Eso ya le gustó más a Josh. Se le iluminaron los ojos, animándose con su mentira-. Sí, verá, pensé que él se refería a eso. Cuando me preguntó si la puse con las demás, si la he visto antes.

Grace se limitó a mirarlo.

– Oiga, yo no sé qué fotos pasan por la máquina. Pero ésa no la he visto nunca. No sé nada más, ¿vale?

– ¿Josh?

Era Scott Duncan. Josh se volvió hacia él.

– Esa foto acabó en el paquete de fotos de la señora Lawson. ¿Tienes alguna idea de cómo llegó hasta ahí?

– A lo mejor sacó ella la foto.

– No -dijo Duncan.

Josh volvió a encogerse de hombros con afectación. Debía de tener unos hombros muy fuertes de tanto ejercitarlos.

– Explícame cómo se hace -dijo Duncan-. Cómo revelas las fotos.

– Es como ha dicho ella. Meto el carrete en la máquina. Y la máquina se ocupa del resto. Yo sólo tengo que indicar el tamaño y la cantidad.

– ¿La cantidad?

– Ya sabe. Una copia por negativo, o dos, lo que sea.

– ¿Y salen todas juntas en una pila?

– Sí.

Josh estaba más relajado, en un terreno más cómodo.

– ¿Y luego las pones en un sobre?

– Exacto. El mismo sobre que rellenó el cliente. Y después lo archivo en orden alfabético. Y ya está.

Scott Duncan miró a Grace. Ella no dijo nada. Él sacó su placa.

– ¿Sabes qué significa esta placa, Josh?

– No.

– Significa que trabajo para la fiscalía. Significa que puedo hacerte la vida imposible si me enfado contigo. ¿Lo entiendes?

Josh parecía un poco asustado. Asintió a duras penas.

– Así que te lo pregunto por última vez: ¿Sabes algo de esta foto?

– No, lo juro. -Miró alrededor-. Tengo que volver al trabajo.

Se levantó. Grace se interpuso en su camino.

– ¿Por qué saliste temprano del trabajo el otro día?

– ¿Eh?

– Alrededor de una hora después de recoger mis fotos, volví a la tienda. Ya te habías ido. Y a la mañana siguiente tampoco estabas. Así que dime, ¿qué pasó?

– Estaba enfermo -contestó.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– ¿Y ahora te sientes mejor?

– Supongo. -Intentó abrirse paso para salir.

– Porque, según tu jefe, te surgió una urgencia familiar -prosiguió Grace-. ¿Eso fue lo que le dijiste?

– Tengo que volver al curro -dijo él, y esta vez la empujó para poder pasar y casi salió corriendo por la puerta.

Beatrice Smith no estaba.

Eric Wu entró sin problemas. Registró la casa. No había nadie. Sin quitarse los guantes, Wu encendió el ordenador. El Asistente de Información Personal -un término rebuscado para referirse a una agenda de teléfonos y fechas- era Time amp; Chaos. Lo abrió y consultó su calendario.

Beatrice se había ido a ver a su hijo, el médico, a San Diego. Volvería al cabo de dos días: estaba lo bastante lejos para salvar su vida. Wu reflexionó sobre los caprichosos vientos del destino. No pudo evitarlo. Echó una ojeada a los dos meses anteriores y los dos meses posteriores en el calendario de Beatrice Smith. No había más viajes. Si él hubiese llegado en cualquier otro momento, Beatrice Smith habría muerto. A Wu le gustaba pensar en esas cosas, en cómo a menudo los pequeños detalles, los actos inconscientes, los que no conocemos ni controlamos, son los que alteran nuestra vida. Ya sea obra del destino, el azar, las probabilidades o Dios. A Wu eso lo fascinaba.

En el garaje de Beatrice Smith cabían dos coches. Su Land Rover de color habano se hallaba aparcado en el lado derecho. El izquierdo estaba vacío. Había una mancha de aceite en el suelo. Wu dedujo que Maury debía de aparcar su coche allí. Ahora Beatrice lo tenía vacío -Wu no pudo evitar pensar en la madre de Freddy Sykes-, como si fuera el lado de la cama de Maury. Wu aparcó allí. Abrió la puerta de atrás. Jack Lawson parecía temblar. Wu le desató las piernas para que pudiera caminar. Seguía maniatado por las muñecas. Wu lo condujo al interior de la casa. Jack Lawson se cayó dos veces. La sangre no le circulaba aún bien del todo por las piernas. Wu lo sostenía por el cuello de la camisa.

– Voy a quitarte la mordaza -dijo Wu.

Jack Lawson asintió. Wu lo vio en sus ojos. Lawson estaba descompuesto. Wu no le había hecho mucho daño -de momento-, pero cuando uno pasa suficiente tiempo a oscuras, a solas con sus pensamientos, la mente se repliega y se da un festín. Eso siempre era peligroso. La clave de la serenidad, como Wu sabía, era no parar de trabajar, no parar de avanzar. Cuando uno se mueve, no piensa en la culpa o la inocencia. No piensa en su pasado ni en sus sueños, en sus alegrías y decepciones. Sólo se preocupa por sobrevivir. Lastimar o ser lastimado. Matar o morir.

Wu retiró la mordaza. Lawson no rogó, ni pidió ni preguntó nada. Ya había pasado esa fase. Wu le ató las piernas a una silla. Registró la despensa y la nevera. Los dos comieron en silencio. Cuando acabaron, Wu lavó los platos y lo recogió todo. Jack Lawson siguió atado a la silla.

Sonó el móvil de Wu.

– Sí.

– Tenemos un problema.

Wu esperó.

– Cuando lo recogiste, él tenía una copia de esa foto, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Y dijo que no había más copias?

– Sí.

– Se equivocó.

Wu no dijo nada.

– Su mujer tiene una. Está enseñándola por todas partes.

– Ya.

– ¿Te ocupas tú?

– No -contestó Wu-. No puedo volver a esa zona.

– ¿Por qué no?

Wu no contestó.

– Olvídate de que te lo he pedido. Se lo diremos a Martin. Él ya tiene la información sobre sus hijos.

Wu no dijo nada. No le gustaba la idea, pero calló.

– Ya nos ocuparemos nosotros -añadió la voz por el teléfono, y colgó.

28

– Josh miente -dijo Grace.

Estaban otra vez en Main Street. Amenazaba lluvia, pero de momento la humedad dominaba el día. Scott Duncan señaló unas tiendas con la barbilla.

– Me tomaría algo en un Starbucks -dijo-. Espere. ¿Cree que miente?

– Está nervioso. Es distinto.

Scott Duncan abrió la puerta de vidrio. Grace entró. Había cola en el Starbucks. En los Starbucks siempre parecía haber cola. Por los altavoces se oía una canción antigua de una cantante de blues, Billie Holiday, Dinah Washington o Nina Simone. Luego pusieron otra de una chica con una guitarra acústica, Jewel o Aimee Mann o Lucinda Williams.

– ¿Y sus contradicciones? -preguntó ella.

Scott Duncan frunció el entrecejo.

– ¿Qué?

– ¿Cree que nuestro amigo Josh es de los que están dispuestos a cooperar con las autoridades? -preguntó él.

– No.

– Entonces, ¿qué esperaba que dijera?

– Según su jefe, le surgió una urgencia familiar. Y él nos ha dicho que estaba enfermo.

– Sí, es una contradicción -coincidió él.

– ¿Pero?

Scott Duncan se encogió de hombros de manera exagerada, imitando a Josh.