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Estaba repasando los ingredientes -un interesante popurrí de palabras que tendría que consultar- cuando sintió, realmente sintió, que la observaban. Sin mover la caja, desvió lentamente la mirada. Al final del pasillo, junto al expositor de salami y salchichas, un hombre la miraba descaradamente. No había nadie más en el pasillo. Era de estatura media, alrededor de un metro setenta y cinco. No se había pasado una cuchilla de afeitar por la cara en dos días por lo menos. Llevaba vaqueros, una camiseta granate y una cazadora negra brillante de la marca Members Only. La gorra de béisbol tenía el símbolo de Nike.

Grace nunca había visto a ese hombre. Él la siguió mirando un momento antes de hablar. Su voz era apenas un susurro.

– Señora Lamb -dijo el hombre-. Aula diecisiete.

Por un momento Grace no lo entendió. Simplemente se quedó allí, incapaz de moverse, y no porque no lo hubiera oído -sí lo había oído-, sino porque esas palabras estaban tan fuera de contexto, tan fuera de lugar en los labios de ese desconocido, que su cerebro no asimiló el significado.

Al menos al principio. Durante un segundo o dos. Después le cayó en la cuenta de repente…

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

La señora Lamb era la maestra de Emma. El aula 17 era el aula de Emma.

El hombre, ya en movimiento, se alejaba por el pasillo a toda velocidad.

– ¡Espere! -gritó Grace-. ¡Oiga!

El hombre dobló la esquina. Grace lo siguió. Intentó acelerar el paso pero la cojera, la maldita cojera, se lo impidió. Llegó al final del pasillo, que terminaba en la pared, junto a la sección de pollería. Miró a derecha e izquierda.

Ni rastro del hombre.

¿Y ahora qué?

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

Fue a la derecha, mirando en cada pasillo conforme avanzaba. Metió la mano en el bolso y hurgó hasta encontrar el móvil.

«Tranquila -se dijo-. Llama a la escuela.»

Grace intentó caminar más deprisa, pero la pierna le pesaba como una barra de plomo. Cuanto más apretaba el paso, más cojeaba. Cuando intentó correr, parecía Cuasimodo subiendo al campanario. Por supuesto, daba igual qué impresión daba. El problema era de carácter funcional: no se movía a suficiente velocidad.

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

«Como le haya hecho daño a mi niña -pensó-, como la haya tan siquiera mirado mal…»

Grace llegó al último pasillo, a la sección refrigerada de lácteos y huevos, el pasillo más alejado de la entrada para incitar al consumo. Se dirigió hacia la parte delantera de la tienda, esperando encontrar a aquel hombre cuando retrocediera. Mientras avanzaba, pulsaba los botones del móvil, tarea nada sencilla, y consultaba los números de teléfono guardados para ver si tenía el de la escuela.

No lo tenía. Maldita sea. Grace estaba segura de que las demás madres, las buenas madres, las de la sonrisa alegre y los proyectos extraescolares ideales, llevaban el número de la escuela grabado en las teclas de marcación rápida de su móvil.

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

«Pídelo a información, idiota -se dijo-. Llama al 411.»

Marcó los dígitos y apretó el botón de llamada. Cuando llegó al final del pasillo, miró hacia la fila de cajeras.

Ni la menor señal del hombre.

Por el teléfono, la profunda voz de trueno de James Earl Jones anunció: «Version Wireless, cuatro uno uno». A continuación, una campanilla. Y luego una voz de mujer: «Si desea que lo atiendan en inglés, permanezca en espera. Para español, por favor, marque el número dos». *

Y en ese preciso momento, al oír la opción en español, Grace volvió a ver al hombre.

Estaba en la calle. Ella lo vio por la ventana de cristal cilindrado. Seguía con la gorra y la cazadora negra. Caminaba muy tranquilo, demasiado tranquilo, incluso silbaba y agitaba los brazos. Grace se disponía a ponerse en marcha otra vez cuando algo -algo en la mano del hombre- le heló la sangre.

No podía ser.

Tampoco esta vez cayó en la cuenta de inmediato. La imagen, el estímulo que el ojo enviaba al cerebro, no era computable, la información provocaba una especie de cortocircuito. Como en el caso anterior, no duró mucho. Sólo un segundo o dos.

Grace dejó caer a un lado la mano que sujetaba el móvil. El hombre siguió caminando. El terror -un terror que nunca había experimentado antes, un terror tal que a su lado la Matanza de Boston parecía un viaje en una atracción de feria- cobró forma sólida y le golpeó el pecho. El hombre ya casi había desaparecido de su vista. Sonreía. Seguía silbando. Seguía agitando los brazos.

Y en la mano, en la mano derecha, la mano más cercana a la ventana, llevaba una fiambrera de Batman.

30

– Señora Lawson -dijo a Grace Sylvia Steiner, la directora de la escuela Willard, con esa voz que usan los directores cuando tratan con padres histéricos-. Emma está perfectamente, y Max también.

Cuando Grace llegó a la puerta del King's, el hombre con la fiambrera de Batman ya había desaparecido. Ella empezó a gritar, pidió ayuda, pero los transeúntes la miraron como si se hubiera escapado de un manicomio. No había tiempo para dar explicaciones. Corrió hasta el coche tan deprisa como le permitió la cojera, llamó a la escuela mientras conducía a una velocidad que habría intimidado a Andretti e irrumpió en la secretaría.

– He hablado con las dos maestras. Están en clase.

– Quiero verlos.

– Claro, está usted en su derecho, pero ¿me permite que le haga una sugerencia?

Sylvia Steiner hablaba tan despacio que a Grace le entraron ganas de meterle la mano por la garganta y arrancarle las palabras.

– Estoy segura de que se ha llevado un susto terrible, pero respire hondo un par de veces. Primero tranquilícese. Asustará a los niños si la ven así.

Una parte de Grace quiso abofetearla por su actitud condescendiente, su petulancia y su aspecto repeinado. Pero otra parte de ella, una parte mayor, comprendió que la mujer tenía razón.

– Sólo necesito verlos -insistió Grace.

– Lo entiendo. Se me ocurre una idea. Podemos espiarlos por la ventana de la puerta. ¿Le bastaría con eso, señora Lawson?

Grace asintió.

– Vamos, pues. La acompañaré. -La directora Steiner lanzó una mirada a la mujer que atendía en el mostrador de la entrada. Ésta, la señora Dinsmont, tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Todas las escuelas cuentan con una de esas mujeres curadas de espanto en el mostrador. Debe de ser una ley estatal o algo así.

Los pasillos eran estallidos de color. Los dibujos infantiles siempre conmovían a Grace. Las imágenes eran como instantáneas, un momento que desaparece para siempre, una postal, que nunca se repetirá. Sus habilidades artísticas madurarían y cambiarían. La inocencia desaparecería, quedando capturada sólo en las imágenes pintadas con los dedos o en los trazos de color que se salen del contorno del dibujo, en la caligrafía irregular.

Primero llegaron al aula de Max. Grace acercó la cara a la ventana. Enseguida vio a su hijo. Max estaba de espaldas, sentado en el suelo junto con los demás niños dispuestos en círculo, con la cabeza inclinada hacia atrás y las piernas cruzadas. Su maestra, la señorita Lyons, ocupaba una silla. Leía un libro ilustrado, sosteniéndolo de modo que los pequeños pudieran verlo mientras ella leía.

– ¿Satisfecha? -preguntó la directora.

Grace asintió.

Siguieron recorriendo el pasillo. Grace vio el número 17…

«Señora Lamb. Aula diecisiete…»

… en la puerta. Se estremeció de nuevo y procuró no apretar el paso. La directora Steiner, lo sabía, había advertido la cojera. Le dolía la pierna como no le había dolido en años. Miró por la ventana. Su hija estaba allí, justo donde debía estar. Grace tuvo que contener las lágrimas. Emma, con la cabeza gacha, inmersa en sus pensamientos, mordisqueaba la goma del lápiz. «¿Por qué nos conmueve tanto ver a nuestros hijos cuando no saben que estamos allí? -se preguntó Grace-. ¿Qué intentamos ver exactamente?»

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* En español en el original. (N. de los T.)